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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (26 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Tras la partida de Jessie, Annie debería haber acudido sin dilación a una agencia para buscar a otra muchacha, pero lo dejó para más adelante. Después de sus malas experiencias con Jessie y, antes de esta, con Christina, parecía que hubiera tenido ya suficientes doncellas poco fiables. Hasta cierto punto puedo entender su postura. No soporto que nadie toque mis pertenencias o escuche detrás de las puertas. Ese es el problema con el servicio, la falta de intimidad. Quitar el polvo solo es un subterfugio, una oportunidad para fisgonear. En el caso de Annie, estaba también la vergüenza de tener que ocultar la conducta malvada de Sibyl, y en ese pequeño piso debía de ser incómodo tener a alguien moviéndose con sigilo, espiando y escuchando a escondidas. Por otra parte, si Annie se hubiera molestado en contratar a una doncella, habría tenido más tiempo para estar con las niñas y tal vez todo habría sido diferente. Pero con los años he llegado a comprender que no tiene sentido lamentar tales cosas: lo hecho, hecho está.

El robo del broche contrarió a Annie más de lo que estaba dispuesta a admitir. Había esperado con ilusión la noche de la inauguración de la exposición de Ned, pero cuando descubrió que su doncella era una ladrona, pareció perder la confianza y dijo que ya no le interesaba asistir.

—Ve tú, Harriet —insistió—. Yo no puedo afrontarlo. Harás mucho mejor papel que yo con toda esa gente. Además, mírame…, me están saliendo canas. No puedo ir así.

Tenía razón; pese a su relativa juventud, se le veían algunas canas entre el cabello dorado. Me pregunté si habría alguna otra razón para que se negara a asistir a la inauguración; ella y Ned no se llevaban muy bien últimamente, así que era posible que se hubiera producido alguna clase de altercado. Sin embargo, si ese era el caso, ella no me dijo nada.

Sea como fuere, la exposición de Ned se inauguró sin la presencia de su mujer. Como es natural, su madre estuvo allí. Por nada del mundo se habría perdido la oportunidad de disfrutar de la gloria del éxito en ciernes de su hijo. Como siempre, llegó tarde. Tras echar un rápido vistazo alrededor, dijo que los cuadros de Ned le resultaban «demasiado familiares» y me invitó a la sala contigua, donde se exponía la obra de los otros artistas de Hamilton. Los lienzos que acapararon la atención de Elspeth aquella noche eran sentimentales y aburridos, cuadros que narraban una historia, asistidos por una nomenclatura informativa: la imagen de un golfillo tristón, con la cabeza vendada, se titulaba de forma reveladora
Dolor de muelas
; un mendigo anciano y sonriente, pintado al óleo, se conocía como
Mejor la sabiduría que el oro
; y un cuadro de unos granjeros con aire abatido, de pie delante de una pintoresca casa de campo, constaba en el programa como
El desahucio del arrendatario
. Elspeth suspiró, nostálgica, mientras examinaba esas obras.

—Ojalá Ned escogiera estos temas, algo con un bonito mensaje o con moraleja. Vendería más.

—Estos cuadros son populares —respondí—, pero están anticuados. La obra de su hijo es más innovadora…, y me gusta el hecho de que no pretenda ser moralizadora.

Pero Elspeth se había detenido una vez más frente a
Dolor de muelas
y meneaba la cabeza con admiración.

—¡Maravilloso! Ojalá Ned hiciera algo así.

El pintor estuvo tan ocupado durante esa velada que apenas hablamos, pero me contenté con vislumbrarlo de vez en cuando entre la multitud. En su posición de artista principal, estaba muy solicitado, con Hamilton a menudo a su lado, los dos siempre en el centro de la conversación, en medio de un grupo de personas animadas. En un par de ocasiones, cuando mi mirada se cruzó con la de Ned, en el otro extremo de la habitación, él me sonrió, o meneó la cabeza, como incrédulo ante la situación en la que se encontraba, y en otro momento se puso a hacer gansadas para mí, detrás de Hamilton, poniendo los ojos en blanco, como abrumado, lo que nos hizo reír a los dos.

Hacia medianoche, después de que los últimos rezagados se hubieran marchado de la galería, unos cuantos decidimos volver juntos a casa caminando por Sauchiehall Street, cuyo extremo oeste estaba casi desierto. Poco antes la lluvia había dejado el cielo despejado, y la luna estaba llena y brillante. Con la excepción de Elspeth, todos habíamos bebido más jerez de la cuenta. Ned estaba de muy buen humor. Al pasar por delante de la tienda de curiosidades japonesas, miré el escaparate. Allí, entre los quimonos y los farolillos, vi por primera vez la jaula que ahora alberga a mis queridos verderones. La luz de la luna sacó lustre a la madera de boj, haciendo brillar la jaula. Su forma resultaba armoniosa a la vista; los barrotes de bambú eran bonitos y delicados; se trataba de una pequeña obra maestra. Cautivada, me detuve en seco.

—Mire, Ned —exclamé—. ¿Verdad que es preciosa?

Mientras Elspeth seguía andando con la señora Alexander y los demás, Ned se detuvo a mi lado y miró el escaparate. Cuando vio la jaula, sonrió.

—Es preciosa —coincidió.

Por un momento nos quedamos allí, embrujados, mirando a través del cristal. Imaginé lo bien que quedaría la jaula en el lugar adecuado, un acogedor interior doméstico, con un pájaro posado en uno de los palos… o tal vez dos.

A mi lado, Ned suspiró. Me volví para mirarlo y vi que su sonrisa había desaparecido; parecía pensativo, incluso triste.

—¿Qué pasa?

—Nada…, solo estaba pensando en lugares lejanos.

—Lo siento mucho, no quería…

—No, no se preocupe.

Di la espalda al escaparate, musitando lo que él acababa de decir. ¿Se refería a que era infeliz donde estaba y anhelaba ir a algún lugar lejano? ¿Estaba deseando vivir alguna aventura, días calurosos y exóticos, y noches lánguidas? Quizá no resultaba tan sorprendente, teniendo en cuenta sus gravosas circunstancias y el terrible tiempo escocés. Ned guardó silencio y yo murmuré:

—Imagínese que pudiera coger sus bártulos e irse.

—Como Kenneth. En él estaba pensando precisamente, preguntándome dónde podría estar…, si se ha ido lejos.

—Bueno, dondequiera que esté, seguro que está bien. Tal vez hizo bien marchándose de Glasgow.

Supongo que, al decir eso, pensaba en el secreto de Kenneth. Pero Ned, que no sabía nada de ese asunto, malinterpretó mis palabras.

—Tiene razón. Esta ciudad no le convenía a mi hermano, como tampoco le conviene a la pobre Sibyl.

—Sí, pobrecilla.

Él seguía mirando el escaparate, pero la luna brillaba tanto que, cuando me volví de nuevo, le vi claramente los ojos: estaban oscuros y llenos de incertidumbre, de dolor. De nuevo me pregunté en qué pensaba. El corazón me latía de una forma extraña; de repente tenía las manos frías.

Él estaba a punto de hablar de nuevo cuando oí a Elspeth llamarnos desde la esquina de Charing Cross, donde nos esperaba con los demás.

—¡Hijo! ¡Herriet! ¿Venís?

Los dos comenzamos a caminar enseguida, y cuando lo miré interrogante, Ned meneó de nuevo la cabeza y dijo:

—No me haga caso…, he bebido demasiado.

Luego vi cómo esbozaba una sonrisa y continuaba andando a zancadas, de pronto audaz y alegre, con una ocurrencia para Elspeth.

—Grite un poco más fuerte, madre, que no la han oído en Carntyne. Para su información, Harriet y yo estábamos deliberando qué quimono le sentaría a usted mejor. Hemos decidido que debería llevarlo a la iglesia.

—¡Hijo, vete al demonio! —exclamó Elspeth, encantada de ser el centro de su cariñosa atención en compañía de sus vecinos.

Esperábamos que la exposición obtuviera críticas favorables, como es lógico, y tras la inauguración se publicaron unos cuantos artículos, pero, por desgracia, las reacciones fueron muy diversas. El artículo más entusiasta, en
The Glasgow Evening Citizen
, afirmaba que si bien los cuadros de Gillespie habían sido titubeantes hasta la fecha, ahora habían adquirido un estilo propio y, a veces, la obra mostraba «atisbos de brillantez». Sin embargo,
The Arts Journal
acusaba a Ned de «listeza barata, despreocupación y chapucería».
The Herald
denunciaba los tonos sombríos y poco halagüeños de los últimos retratos, que, afirmaba, difícilmente le proporcionarían futuros clientes. Y la crítica de
The Thistle
confesaba que, en los paisajes más recientes, la intensidad del estilo ponía la piel «de gallina», lo que podía ser un elogio o una crítica, según lo que uno esperara de un cuadro.

Por desgracia, la reseña del
Thistle
iba acompañada de un dibujo de la galería en la noche de la inauguración, firmado nada menos que por Mungo Findlay. En ella Gillespie y yo aparecíamos juntos; yo levantaba la vista hacia él; el caricaturista me había dibujado con una expresión extasiada, lo cual me molestó profundamente. La leyenda rezaba: «El artista absorto en su conversación con su amiga inglesa, la señorita Harriet Baxter». Todo era muy poco afortunado, además de inexacto, ya que yo no había estado con Ned en toda la velada. Sin duda Findlay había aprovechado la ocasión para humillarme. Fue inevitable que se desataran algunas lenguas, pero solo por poco tiempo.

En general, la respuesta de la crítica a la inauguración durante esa primera semana fue decepcionante, y tras los primeros días disminuyó el número de asistentes. Gillespie lo afrontó con entereza, pero vi que estaba algo desmoralizado. Más tarde, esa misma semana, se vio incluso obligado a dejarlo todo y ponerse un delantal para atender detrás del mostrador de Wool and Hosiery, pues la señorita MacHaffie cayó enferma y no pudo ir a trabajar. Evité la tienda durante ese período, aunque vi fugazmente a Ned una tarde al regresar de un paseo por el río. Lo reconocí en el interior en penumbra cuando miré desde el otro lado de Great Western Road. Atendía a dos damas, enseñándoles un rollo de cinta que había extendido sobre el mostrador; parecía todo menos un dependiente. Se le veía profundamente desgraciado.

Por lo que a mí se refiere, tal vez debería mencionar que a principios de la primavera de aquel año me tracé una nueva meta. En realidad, llevaba mucho tiempo considerando la idea de probar a dibujar y pintar, quizá desde que Annie me había hecho el retrato. Sí, creo que fue su ejemplo lo que me convenció de intentar pintar algún cuadro, pero tardé un tiempo en armarme de valor. Poco después de Navidad me decidí por fin a comprar un caballete y otros utensilios, y empecé a garabatear sobre papel y a embadurnar lienzos en secreto. Mis primeros intentos fueron horribles, y tal vez porque me daba vergüenza que Ned o Annie —¡verdaderos artistas!— vieran los resultados de mis esfuerzos, me callé mi nuevo pasatiempo. No tardé en darme cuenta de que necesitaba ayuda cuanto antes, por lo que me apunté a la clase vespertina para señoras de la Escuela de Bellas Artes, donde Ned había reemplazado a Peden cuando este se fue. Antes de hacerlo me pareció educado preguntarle si mi presencia como amiga en el aula sería un motivo de distracción, pero él me aseguró que no le importaba en lo más mínimo. Su única reserva era que el trimestre estaba bastante avanzado y no sabía si la escuela me dejaría matricularme tan tarde. Con esa misma preocupación en mente, yo ya había hablado con el director, quien no puso objeción alguna a admitirme como alumna. En cualquier caso, el mismo Ned acababa de empezar a dar las clases y (como dijimos bromeando entonces) los dos seríamos principiantes a la vez.

Annie se sorprendió un poco al enterarse de mi intención de asistir a las clases. Pero, como le dije, yo no tenía grandes aspiraciones: mi única pretensión era tener un primer contacto con la pintura y el dibujo, a modo de pasatiempo. Tal vez envidiaba sin querer que yo fuera dueña de mi tiempo; yo era libre de un modo que ella, como madre, nunca podría serlo. También estaba la cuestión del dinero, por supuesto. No me malinterpreten, yo era muy consciente de lo afortunadas que eran mis circunstancias,
grâce aux bénéfices de mon grand-père
, sin cuya amable herencia mi vida habría sido bastante diferente. Annie no había heredado nada y, como mujer, en aquellos tiempos, se encontraba en una posición de riesgo desde un punto de vista económico. Yo siempre me sentía bastante incómoda por el hecho de que mi pequeña renta vitalicia me permitiera vivir de forma holgada, sin estrecheces. Afortunadamente, en el transcurso de mi vida el mundo se ha convertido en un lugar mejor: hoy día las mujeres podemos ser propietarias, tanto si estamos casadas como si no, y espero con ilusión el día, en un futuro no demasiado lejano, en que podamos asumir el trabajo de los hombres (no solo en tiempos de guerra) y percibir el mismo sueldo, y tal vez convertirnos incluso en magnates de los negocios. ¿No sería maravilloso?

Pero ¿por dónde iba? Ah, sí, había empezado a asistir a las clases de Ned de la Escuela de Bellas Artes en marzo, y estaban siendo muy útiles. No solo era un pintor con talento, también resultó ser un profesor con talento. Alentaba a todas las alumnas mientras paseaba por el aula, y se detenía junto a cada una de nosotras para hacer algún comentario sobre nuestro trabajo. Por encima de todo, era un hombre amable, y por muy cansado que estuviera (y en aquel entonces a menudo parecía cansado, pues agotaba sus fuerzas en impartir clases a la vez que pintar), siempre hacía sus críticas de la forma más elogiosa: «Un comienzo prometedor, señora Coats. Tal vez le gustaría dibujar el jarrón un poco más bajo, para que sus flores no parezcan apretujadas en la parte superior de la lámina…, pero, en general, es un gran comienzo». No mostraba favoritismo, ni siquiera por mí. Si soy sincera, más bien al contrario. A fin de mostrarse ecuánime, se detenía junto a mí con menor frecuencia que con el resto de alumnas. Yo entendía bien sus razones: no quería que las demás se sintieran desatendidas. Con mucha clarividencia detectó mis problemas básicos desde el principio: al dibujar, apretaba demasiado el lápiz sobre el papel, y tanto al dibujar como al pintar solía excederme en los detalles.

Recién embarcada en ese nuevo pasatiempo, no tardé en advertir las limitaciones de mi alojamiento en Queen’s Crescent. Mis habitaciones daban a la parte delantera de la casa, con ventanas abuhardilladas, que eran bajas y estaban orientadas más o menos al sur, lo que significaba que la calidad de la luz era inconstante. El espacio era reducido y los techos no eran particularmente altos. Todas esas limitaciones hacían que ninguna de las habitaciones fuera apropiada como estudio de arte. Con esto en mente, había escrito a mi padrastro en el mes de marzo para recordarle su ofrecimiento de utilizar su propiedad de Bardowie. Le pregunté con tacto si la casa aún estaba disponible, y si contaba con su autorización para utilizarla durante un tiempo. No sabía si estaba en condiciones habitables o no, pero se me ocurrió que, con su permiso, podría arreglar unas cuantas habitaciones y pasar una temporada allí durante el verano, dibujando y pintando.

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