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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (24 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—No quiero que entre en esta casa —dijo—. Me da miedo que se lleve a Sibyl a la fuerza y la someta a… a… sabe Dios qué. ¿Se lo imagina, Harriet? ¿Un exorcismo? Y Ned ni siquiera ha sido duro con ella al respecto.

Lamentablemente, parecía que el hecho de que su marido no la hubiera apoyado había calado hondo. Se sentía cada vez más alejada de él. A raíz de la marcha de Mabel y Walter, Ned había relevado a Peden en la clase vespertina para señoras de la Escuela de Bellas Artes, y aunque el dinero extra siempre era bien recibido, su marido estaría ahora más ocupado que nunca.

—Ya casi no pasamos tiempo juntos. Al menos antes teníamos las noches, pero ahora, con esas clases, estará fuera dos noches más a la semana.

Además, Peden había financiado su viaje a Tánger alquilando su casa de Glasgow y la casa de campo de Cockburnspath. Annie se alegraba de que Mabel y él empezaran una nueva e intrépida vida juntos, pero las esperanzas que había albergado de instalarse en la casa de campo durante el verano habían quedado frustradas.

—No podemos permitirnos alquilar nada —me confió—. Ya ha visto nuestros números. La casa de campo de Walter habría sido perfecta, porque él solo nos habría cobrado un alquiler nominal, como mucho. Yo tenía mucha ilusión…, los días parecían ser más largos en Cockburnspath. Fuimos tan felices allí. Y Sibyl… parecía estar mucho mejor en el campo. —Se mordió el labio inferior, lanzándome una mirada preocupada—. Harriet, no se lo he dicho nunca, pero… —Llegado a este punto titubeó y me clavó una mirada extraña, casi temerosa, antes de continuar—: ¿Sabe lo que ha hecho de un tiempo a esta parte? Solo en estas últimas semanas ya lo ha hecho tres veces.

Desgraciadamente, no hay una forma educada de decir lo que me contó a continuación. Al parecer, Sibyl había empezado a embadurnar las paredes del aseo con sus heces. Yo no sabía qué decir. La rodeé con un brazo para consolarla.

—Intente mirar el lado bueno, querida. No todo es tan horrible. —Me devané los sesos para encontrar un lado positivo a esa nueva acción—. Tal vez pintar la pared con… algo que no sea pintura es una prueba de un talento artístico emergente. Tal vez Sibyl se convierta en un gran artista, como su padre.

Annie me recompensó con una pequeña carcajada.

—Se pondrá bien —le dije—. Espere y verá. Una vez que acabe la exposición de Ned, todo volverá a la normalidad y las cosas se arreglarán.

Hacia mediados de febrero Ned concluyó su último retrato, el de la señora Urquart, y la Duquesa se manifestó muy satisfecha con el resultado. El artista decidió pasar a partir de entonces todas las horas del día trabajando con ahínco en su estudio y, con firme determinación, empezó a preparar su exposición en la galería de Hamilton. Su objetivo era presentar no solo sus escenas de la Exposición Internacional del verano o los retratos que había hecho últimamente, sino también su obra más reciente; tenía mucho interés en afirmarse como artista con algunos de los nuevos y fascinantes lienzos que esperaba pintar a partir de sus bocetos de Cockburnspath.

Yo misma fui lo bastante afortunada de ser la primera persona en ver uno de esos nuevos lienzos el mismo día en que se terminó. Así, una tarde de principios de marzo llegué al número 11 y me encontré con que Annie se había ido a los muelles con las niñas porque Sibyl había expresado su deseo de mirar los barcos. Hubo un tiempo, apenas unos meses atrás, en que Annie hubiera pasado por Queen’s Crescent para pedirme que las acompañara en semejante excursión. Sin embargo, no se me había escapado que, en su búsqueda de valerse por sí misma cuidando de sus hijas, la mujer de Ned se mostraba menos sociable. Esa no era la primera vez que yo iba a su casa y me encontraba con que no estaba. De hecho, en una o dos ocasiones, aunque con educación y profusas disculpas, me había rechazado en la puerta diciendo que Sibyl y ella querían estar un rato tranquilas (ya que parte de su estrategia con la niña era hacerle más caso). Desde luego, por lo que a mí se refería, había que alentar y apoyar todo lo que hiciera a Sibyl más feliz y menos destructiva.

De todos modos, seguí a la doncella al piso superior del piso con la idea de dejar una nota a Annie. Jessie regresó de inmediato a sus quehaceres, dejándome en el vestíbulo, y yo acababa de garabatear en un papel «Querida Annie» cuando oí los pasos de Ned en las escaleras de la buhardilla y me volví para saludarlo. Hablamos unos momentos, y no pude evitar fijarme en que no paraba de frotarse la cara con las manos. Su actitud general era tan perpleja y distraída que al final tuve que preguntarle si se encontraba bien.

—Sí —respondió con una risotada—. Estoy bien, Harriet. Solo que… creo que he acabado lo que tenía entre manos. Supongo que no puedo creérmelo.

—¿De veras? Qué maravilla… ¿Podría verlo?

Él titubeó. En circunstancias normales, Annie habría sido la primera en ver cualquier cuadro nuevo, pero tal vez no era un acuerdo vinculante, porque al cabo de un momento dijo:

—Sí…, ¿por qué no?

Una vez en el estudio del piso de arriba, el lienzo que me enseñó me cogió por sorpresa, tal vez porque estaba acostumbrada a sus cuadros de paisajes urbanos, de la Exposición Internacional, de las calles de la ciudad y temas por el estilo. Este, en comparación, era muy diferente: una extensión de bosque y dos niñas (claramente Sibyl y Rose) corriendo entre los árboles, a cierta distancia una detrás de la otra, la más pequeña mirando por encima del hombro, como si pudiera haber algo o alguien siguiéndola. No se veía el cielo ni ninguna clase de horizonte, solo árboles y matorrales muy tupidos. El efecto era intenso y claustrofóbico. Ned me comentó que durante su estancia en Cockburnspath había hecho varios bocetos de los bosques, pero las figuras fugaces de las niñas habían salido de su imaginación. Le sorprendía lo mucho que había disfrutado pintando una escena rural.

—Bueno, es muy original —dije.

En realidad, me parecía algo inquietante, lo que me hizo pensar que debía ser una obra de arte muy poderosa.

Ned miraba con atención el cuadro con una expresión distante en sus ojos.

—Me gustaría hacer más como este.

—¿Quiere decir… de Sibyl y Rose?

—No, de paisaje.

—¿Cree entonces que volverá a Cockburnspath?

Él asintió.

—Eso espero. Tal vez una temporada, unos cuantos meses o incluso más. Para pintar un cuadro de verdad y no solo bocetos. Sumergirme en el paisaje.

—Ya. Eso sería un avance interesante. Sobre todo si se siente inspirado para pintar cuadros de este estilo.

—¿Lo cree de veras? —Se volvió hacia mí con gran interés. Detrás de sus ojos vi incertidumbre. Era evidente que mi opinión, o el hecho de que yo aprobara sus decisiones, era importante para él.

—Sí. No hay nada delicado ni sentimental en él. Es… crudo y audaz. Debería hacer más como este.

Él sonrió, en apariencia tranquilizado.

—Bueno, todavía no me ha dado un mal consejo. —Luego se frotó las manos y miró el reloj—. Ahora, Harriet, si me disculpa, debo continuar. Los días son tan cortos que necesito aprovechar al máximo la luz natural… Lo siento.

—No tiene por qué disculparse. Terminaré la nota que estaba escribiendo para Annie y me iré.

Unos días más tarde recibí una respuesta de Annie en la que proponía que nos viéramos al cabo de una semana. El tono era de disculpa pero alegre. Parecía que su nueva forma de tratar a Sibyl estaba dando resultados. Había notado grandes mejoras en el humor de la niña, y no se habían producido incidentes vandálicos ni destructivos desde hacía varios días.

Una tarde lluviosa de la semana siguiente, me encontraba por casualidad en el número 11 echando una mano, como hacía a menudo, con las cuentas tanto de la casa como de Wool and Hosiery (desde la desaparición de Kenneth me encargaba de llevar los libros de contabilidad de la tienda). Era el día que Jessie se dedicaba a lavar la ropa, y llevaba toda la tarde subiendo y bajando las escaleras, entre la tina y la polea, dejándome sola con mis sumas. Ned y Annie ya habían salido cuando llegué, dejando a las niñas al cuidado de la señora Calthrop. Al parecer habían hecho frente a la lluvia e ido a la galería de Hamilton para hablar sobre cómo colgar los cuadros de Ned en la inminente exposición.

Llevaba una hora trabajando tranquilamente en el comedor cuando oí pasos cerca. Al principio pensé que Jessie había vuelto, pero luego oí a Ned hablar en voz muy baja e irritada:

—Le está rompiendo el corazón. Solo quiere verlas de vez en cuando.

—Seguro —replicó una voz que reconocí enseguida como la de Annie.

Me sentí incómoda, y estaba a punto de hacerles notar mi presencia cuando ella añadió:

—Estoy segura de que querrá exorcizarlas cuando las vea.

—Vamos, hace siglos que no habla de ello. De todos modos, nunca lo haría sin nuestro consentimiento.

Annie soltó una carcajada burlona. Yo estaba cada vez más incómoda, incluso nerviosa, por si entraban en el comedor y me encontraban allí. Me quedé inmóvil, sin hacer ruido. Oí a Annie murmurar algo y luego a Ned interrumpirla:

—¿Qué tiene de malo decir que se enorgullece de tener nietas?

—Eso no es lo que dijo. Dijo que «estaban descontroladas».

—Eso solo fue una broma.

—No, no lo fue…, fue un ataque contra mí.

—Solo lo dijo para dar conversación.

—De todos modos, ya has visto que ahora Sibyl está mucho mejor. Creo que le va bien no ver a Elspeth. Desde luego, a mí me va bien.

—No hablas en serio. Seguro que es incómodo encontrártela en la calle. Ahora que no está Mabel, se siente sola. Solo quiere ser tu amiga.

—Por el amor de Dios —exclamó Annie, y se rió con amargura—. Abre los ojos. Debes de estar ciego. ¿Adónde vas?

—Voy a ver a mi madre.

Oí resonar los pasos de Ned en el hueco de la escalera mientras bajaba. Annie suspiró. Al cabo de un momento ella también bajó y la oí llamar a la puerta de la señora Calthrop. Para mi alivio, la invitaron a entrar y la puerta se cerró, lo que me dio un momento al menos, antes de que regresara con las niñas. Decidí escabullirme mientras pudiera para evitar una escena violenta.

Estaba disgustada, como es natural, por Ned y Annie. Era una situación muy violenta y lamentaba haber oído sin querer la discusión. No sospechaba que hubiera tantas tensiones bajo la superficie. Una vaga zozobra y un presentimiento se adueñaron de mí. Tanto la riña entre Elspeth y Annie primero como ahora esta entre Annie y Ned —ambas causadas fundamentalmente por Sibyl— parecían condenadas a agravarse de forma incontrolada. De algún modo daba la impresión de ser algo predestinado, incluso irreversible.

Martes 18 – viernes 21 de julio de 1933

Londres

Martes 18 de julio. Mi relación con Sarah sigue siendo menos que amistosa, y todavía tengo dudas acerca de ella. No ha habido ninguna desavenencia ni ninguna discusión acalorada, pero el ambiente entre nosotras deja mucho que desear. Ahora está enfadada conmigo porque no le comenté la fecha de mi análisis de sangre, y luego me olvidé del asunto y no fui. Los habría telefoneado yo misma si ella no se hubiera impacientado tanto, pero por alguna razón quiso montar un gran número para concertar otra cita, aunque todo lo que hizo fue una llamada telefónica. En mi opinión, ha empezado deliberadamente a actuar como si yo fuera una persona difícil con el propósito de hacerse la mártir.

Esta tarde he visto con alivio que salía para ver una película de los hermanos Marx en el Empire. Me he quedado sentada pensando en el pasado y tratando de recordar el modo en que Elspeth Gillespie pronunciaba y enfatizaba las palabras. Tenía un acento tan extraño, tan característico. En un momento determinado he buscado en mi agenda el número de teléfono de la señorita Barnes, que copié de una carta de recomendación de Sarah antes de devolvérsela a Burridge. A continuación he hecho otra llamada a Chepworth Villas. Ha respondido la misma voz entrecortada y educada, pero esta vez, en lugar de preguntar por la señorita Barnes, he dicho (con la entonación de Kelvinside que recordaba haber oído a Elspeth):

—¿Podría hablar con la señora?

—Sí, soy yo misma.

Me he parado en seco, porque no era lo que había esperado. Si soy sincera, había imaginado que la «señorita Barnes», con la que ya había hablado, al oír que preguntaban por la señora de la casa iría corriendo a buscar a su empleadora. Sospecho que esa tal «señorita Barnes» es amiga de Sarah, alguien que trabaja en Chepworth Villas, tal vez un ama de llaves o una institutriz. He leído u oído hablar de casos así: un ex compañero de trabajo cuyo deber es contestar el teléfono y que tiene instrucciones de adoptar la identidad de su empleador si llama alguien pidiendo referencias de su amigo.

—¿Diga? —ha dicho la voz—. ¿Hay alguien allí?

—Sí, ¿podría hablar con la señora, por favor?

—Soy yo misma. ¿De parte de quién?

—Muy hábil. ¿Sabe que la suplantación es un delito? Podrían encerrarla en prisión.

—¿Cómo? ¿Quién es usted? ¿Telefoneó el otro día?

La duda se ha apoderado de mí. Si esa persona es amiga de Sarah, ha sido un error desafiarla. Además, ¿y si es realmente la señora de la casa?

—¿Oiga? —he gritado—. ¿Oiga? ¿Estoy llamando al… dos uno ocho seis?

—¡No, no lo es!

—Lo siento mucho, me he equivocado de número. Gracias.

Tengo que confesar que después de los acontecimientos de esta tarde estoy un poco de mal humor. Sarah se olvida a menudo de llamar a Lockwood para hacerles un pedido, de modo que, mientras ella estaba en la biblioteca, he cruzado yo sola la calle hasta la tienda. Normalmente habría telefoneado, pero estoy tratando de seguir las sabias palabras de Derrett acerca de hacer ejercicio. Hoy ha hecho otro día bochornoso, y cuando he llegado a la planta baja estaba acalorada y agobiada. Cuando he salido al sol, el calor me ha golpeado como un martillo la cabeza. Un carro pesado había obstruido toda la calzada y había una procesión de vehículos detenidos a cada lado. Los cocheros se divertían mientras esperaban, soltando imprecaciones y sarcasmos. Me he abierto paso entre los vehículos, que echaban humo y ardían bajo el sol abrasador. Pese al toldo de la tienda, las lechugas se veían mustias.

En el interior, hacía algo más de fresco. No parecía haber nadie en la tienda, aparte del joven repartidor que haraganeaba a un lado del mostrador, dejando marcas en la madera con la uña del pulgar. Conozco a ese chico, ya que a menudo se queja del ascensor de nuestro edificio cuando lleva una caja. Me ha saludado de un modo que tal vez sea propio de los chicos del este de Londres: una inclinación de la cabeza hacia atrás casi imperceptible, acompañada de un arqueamiento de cejas. Luego ha seguido rascando sus iniciales en el mostrador. Mientras esperaba que apareciera el señor Lockwood o su mujer, he mirado los anuncios que habían pegado en la pared hasta que, de pronto, a través del escaparate, he empezado a espiar a mi vecina, la señora Potts, que ha cogido una lechuga y se ha acercado a la entrada. Potts es la mayor cotilla del mundo y yo no tenía ganas de que me cogiera por banda. Así que he alzado la voz, dirigiéndome al chico de los recados.

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