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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (45 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—No se preocupe, señorita Baxter —me tranquilizó el abogado—. Nuestros testigos de carácter demostrarán que es usted una persona buena, generosa y amable. No habrá sorpresas por parte del fiscal, ya que el señor Caskie, aquí presente, ha tenido la amabilidad de asegurarse de
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a todos sus testigos, lo que, como sabrá a estas alturas, en la sofisticada jerga legal solo significa que han sido entrevistados previamente.

—Jerga que ha soportado el paso del tiempo —señaló Caskie en voz baja, lanzando una mirada a su viejo reloj de pulsera Geneva.

MacDonald lo miró un momento, luego preguntó:

—¿Cree que debemos preocuparnos por esas cartas anónimas que ha publicado la prensa, señor?

Caskie puso cara larga.

—No las mencionarán durante el juicio, pero estoy seguro de que estará en la mente de los miembros del jurado.

Esa respuesta no me tranquilizó. Después de la aparición de la primera carta de Suyo Afectísimo en
The North British Daily Mail
, se habían publicado dos más en el mismo periódico. Aunque el autor seguía siendo anónimo, era evidente que quería confundir a la policía y a la opinión púbica haciéndoles creer que no era sino el hermano de Ned y que poseía información que podía arrojar luz sobre nuestro caso. Habían mandado a Italia a un detective con órdenes de localizarlo y persuadirlo para que regresara con el fin de testificar. Sin embargo, después de pasar varias semanas en Venecia y sus alrededores, el detective volvió a Escocia solo. No logró averiguar el paradero de Kenneth, y, como el juicio debía finalizar antes de cierta fecha, de acuerdo con lo establecido por la ley, la Corona se había visto obligada a llevar adelante el juicio sin él.

En la última semana de febrero se había publicado una nueva carta que reiteraba las vagas afirmaciones de las anteriores. Por desgracia, todo ese episodio no había hecho más que enturbiar mi imagen.

—¿Y la hija de los Gillespie, señor? —le preguntó MacDonald a Caskie—. Me gustaría saber su opinión… ¿Cree que la harán subir al estrado?

Se refería a la pobre Sibyl, por supuesto, cuyo nombre también aparecía en la lista de testigos de la acusación. Al parecer Ned y Annie habían logrado tener a la niña en casa hasta diciembre, y, puesto que ya no era de manera oficial paciente del sanatorio, y, por lo tanto, no se la consideraba mentalmente incapacitada, podían llamarla a testificar. En circunstancias normales habría sido una testigo clave, ya que había estado presente en los jardines momentos antes de que desapareciera su hermana, y, al parecer, había hablado con la cómplice del secuestrador. Sin embargo, se me dio a entender que su comportamiento seguía siendo impredecible, por lo que solo la llamarían como último recurso. Por supuesto, yo temía por su bienestar, ya que subir al estrado podía resultar excesivo para ella.

—Podrían hacerlo —le respondió Caskie a MacDonald—. Esa es justo la clase de jugada dramática que cabe esperar de Aitchison. Es una preocupación, ya que se trata de una niña volátil. Pero quien de verdad me preocupa, como sabe, es la hermana de Belle.

Hacía tiempo que sabíamos que Christina Smith le había contado toda clase de patrañas al fiscal; para empezar —lo que era crucial para la acusación—, que había arreglado un encuentro entre los secuestradores y yo.

—Toda la fundamentación de la acusación depende de esa única declaración —dijo MacDonald—. Es el golpe maestro de Aitchison. Y nuestra gran baza es refutar las afirmaciones demostrando que no es una mujer de fiar. Sabemos que los Gillespie la despidieron. Y una de las vecinas del piso de abajo está más que dispuesta a confirmar que vio a Christina salir varias veces de las tabernas de Woodside cuando se suponía que estaba haciendo su turno en el lavadero. —Me sonrió, tranquilizador—. El jurado no aprobará eso, señorita Baxter, y podemos poner en tela de juicio el carácter de la joven.

—Eso esperamos —añadió Caskie.

La afirmación de Christina Smith de que ella me había presentado a su hermana y a ese alemán era absurda, como deben de haber deducido, si están familiarizados con los escritos del señor Kemp sobre el tema. Por supuesto, muy poco de lo que pone en su reciente ensayo es cierto: para empezar, yo apenas conocía a Christina. Teníamos un trato amistoso, pero no la conocía tan íntimamente como le hubiera gustado a Kemp. Calculo que la señorita Smith debe de tener ahora setenta y tantos años, unos cuantos menos que yo pero aun así de edad avanzada, y solo se me ocurre que la pobrecilla ha perdido el juicio en su vejez; no puede haber otra explicación para las sandeces que parece haberle confiado a Kemp cuando fue a verla el verano pasado en Liverpool (donde, por lo visto, hace muchos años que vive). En cualquier caso, el señor Kemp debería avergonzarse por molestar a una anciana que chochea y poner por escrito sus embrolladas divagaciones en un libro, como si fueran hechos.

El jueves, por la mañana muy temprano, me llevaron de mi celda de Calton-hill a un patio situado en la parte trasera de la prisión. Allí me esperaba otro ataúd con ruedas (aunque, al ser Edimburgo, el vehículo se veía mejor bruñido y tenía una insignia dorada más elegante). Me encerraron en él con la señora Fee, y dos policías de pie en el saliente trasero montando guardia durante el trayecto lleno de baches a través de North Bridge y a lo largo de la calle principal.

Debido a la notoriedad alcanzada por nuestro caso se esperaba una gran aglomeración en Parliament Square, donde las puertas se abrirían al público temprano, a las nueve de la mañana. Más tarde me enteré de que se habían reunido más de dos mil personas en la plaza aquel día. Habían empezado a llegar desde las ocho y, al acercarnos al Tribunal Supremo, el coche retumbaba como un trueno. En cierto momento incluso saltó un loco sobre el techo del coche desde un lugar estratégico. Se oyó un ruido sordo por encima de nuestras cabezas y en un tragaluz apareció una cara lujuriosa mientras una mano gruesa avanzaba a tientas, me quitaba el sombrero y me agarraba el pelo. Solté un grito, y hasta la impasible Fee pareció quedarse desconcertada por un momento, luego se levantó de un salto y empezó a golpear el brazo del intruso con el paraguas, y los policías lo bajaron del techo. Los caballos siguieron trotando sin más dilación hasta que el estruendo de la multitud dejó de oírse, el coche se detuvo con una sacudida, se abrieron las puertas y Fee y yo entramos corriendo en el edificio por una puerta lateral.

En el interior del edificio otro policía nos condujo a una escalera que descendimos escalón por escalón, penetrando cada vez más en las criptas y los sótanos. Al final llegamos a una puerta acorazada con una portezuela que cruzamos y entramos en las oficinas subterráneas de la policía. Allí me condujeron a una habitación oscura de techo bajo donde tuvimos que esperar bajo la mirada vigilante de un policía corpulento, el agente Neill.

En la habitación había una chimenea, pero ninguna ventana, y velas en lugar de arañas de gas. En cuanto se cerró la puerta el ambiente se volvió cargado, y pese a los nervios previos al juicio, empecé a adormilarme. Resultaba imposible no pensar que el aire llevaba siglos atrapado en esa celda, y que lo habían respirado diez mil veces tipos escrofulosos.

La señora Fee permaneció sentada frotándose sus pulgares rosados. Desde nuestro primer encuentro en Duke Street se había establecido entre nosotras una relación tolerable. Yo había descubierto otra faceta de su personalidad el día que me habían presentado la acusación por escrito, a principios de febrero. De hecho, ella en persona me había entregado el documento en mi celda. Ver mi nombre junto al de ese tal Schlutterhose y el de su mujer me hizo comprender de golpe que me habían relacionado realmente con esos dos bellacos y que, ante los ojos de la Corona, no era mejor que ellos. Fue muy angustioso, y me temo que el momento me superó. La señora Fee se mostró muy amable aquel día, aunque desde entonces me había dejado claro que no era su intención forjar una amistad conmigo. Aquella mañana, sentadas en la celda del edificio del tribunal esperando a que empezara el juicio, me sorprendió advertir una lágrima en su mejilla mientras me ponía un frasco de sales en las manos y me decía con brusquedad:

—Puede que las necesite.

Por su parte, el agente Neill apenas miró en mi dirección. En una ocasión en que logré atraer su mirada, me dio la espalda con un amago de ceño, dejando que el barboquejo se le clavara en la blanda carne de la papada.

Transcurrió un largo intervalo de tiempo durante el cual pude oír pero no ver el ajetreo en las oficinas del otro lado de la puerta. Al parecer, entre los recién llegados estaban los secuestradores, y me pregunté si los conducirían a la misma habitación pequeña. Supuse que había otras cámaras en el edificio donde los posibles testigos esperaban aislados. Tal vez en esos momentos los Gillespie y los demás esperaban en una habitación parecida. Por desgracia, mi padrastro no había podido regresar a Escocia a tiempo para el juicio. Su precaria salud lo había obligado a permanecer en Suiza en un futuro previsible; dos médicos de hospitales diferentes habían escrito a los abogados confirmando que el señor Dalrymple sufría de anemia de Addison, y que no debía realizar el viaje a su país bajo ningún concepto.

Por supuesto, me habría gustado mucho que Ramsay hablara en mi defensa, como se le habría pedido que hiciera de haber podido regresar. El solo hecho de contar con el apoyo de una presencia patriarcal habría sido reconfortante. Pero había que tomarlo con filosofía. Me dije que no siempre se podía tener todo lo que uno quería. En realidad, eso era algo que el mismo Ramsay me había inculcado desde pequeña. «Un término medio —solía advertirme—. Un término medio.» Y luego su frase favorita, que siempre precedía a alguna clase de castigo: «Se impulsarán sanciones».

De cualquier modo, las cavilaciones de mi mente cansada se vieron interrumpidas cuando una llave giró en la cerradura y la puerta de la celda se abrió de golpe. Se me cortó la respiración. Alguien desde fuera debía de haber hecho señas al agente Neill, porque este asintió y se volvió hacia mí.

—Por aquí, señora —dijo, señalando la puerta abierta.

Por un instante me pregunté si me sostendrían las piernas, y tuve que apoyarme en la mesa para levantarme. La señora Fee esperó a que pasara por delante de ella y saliera al pasillo, donde unos cuantos agentes esperaban con cara solemne. El agente Neill nos condujo por un pasadizo mal iluminado, con Fee y otro policía cerrando filas. Caminamos deprisa y enseguida llegamos al pie de una estrecha escalera cerrada, con peldaños empinados pero de poca profundidad, paredes encaladas y una trampilla abierta en lo alto. Del otro lado de esta llegaban los ruidos de una gran aglomeración de personas en una sala cavernosa: bajo un techo alto resonaban las toses, el ruido de pies arrastrándose y la algarabía de muchas voces excitadas. A mi mente acudieron pensamientos desesperados e ilógicos: ojalá fuera una soprano esperando entre bastidores el momento de salir al escenario al final de la obertura; ojalá estuviera en el Corps de Ballet. Titubeé, contando con que al final del pasadizo nos detendríamos y haríamos una pausa, pero el agente Neill continuó al mismo paso, subiendo ya la gastada escalera de madera. En ese preciso momento la celadora me puso una mano en la parte inferior de la espalda y me empujó hacia arriba, en dirección a la luz y el clamor. No sufro de claustrofobia, pero en esa escalera blanca, con Fee empujándome por atrás, y las botas y el amplio trasero de sarga de Neill en la cara, me sentí atrapada. No podía ver más allá de él, hasta que de pronto se hizo a un lado y salí de la trampilla, parpadeando. Una fría corriente de aire me golpeó la cara y enseguida me percaté de que, como el genio de una pantomima, había salido justo al espacio abierto delante del estrado de una sala del tribunal.

Enseguida se hizo un silencio en la sala, y vi un mar de caras inquisitivas mirándome desde todos los lados, incluida la galería en lo alto. Noté que me fallaban las rodillas. En mi pánico, se me nubló la vista. Tal vez habría dado media vuelta, pero con Fee empujando detrás de mí, no tuve más remedio que dejar que me condujeran a una tarima estrecha y llamativamente corta donde Belle y Schlutterhose ya estaban sentados. Por desgracia, teníamos que compartir el mismo banco. Para rehuir las miradas del público, al principio mantuve la cabeza gacha, pero al cabo de unos minutos miré alrededor.

Justo delante de mí, a la derecha, había numerosos letrados, todos vestidos con túnicas negras. Como una reunión de grajos, charlaban unos con otros en el nido que era la sala. Estaban presentes las tres categorías de representantes jurídicos, junto con varios de sus asociados. Para evitar confusiones, no me molestaré en enumerar los nombres y los títulos de todos los letrados, delegados y demás involucrados en el caso (se puede encontrar la lista en la serie de
Juicios célebres de Gran Bretaña
); pero permítanme que, en aras de simplificar el asunto, diga que entre esos caballeros legistas se encontraban el famoso abogado de la acusación, el fiscal James Aitchison, una figura de cabello castaño rojizo lacio y brillante, penetrantes ojos verdes y unas manos sorprendentemente femeninas; el señor Charles Pringle, un hombre canoso de rostro suave que defendería a Schlutterhose y a Belle; y, en mi representación, el señor Muirhead MacDonald.

Por el momento no fui capaz de atraer la mirada de MacDonald, que estaba fija en una mesa situada a un lado de la sala, en la que se hallaban las «evidencias» o pruebas. Entre ellas había un saco de harina, dos gruesos libros, varios pedazos de papel, una piedra plana y una chaqueta manchada de sangre. Al lado de esta había unas botas pequeñas y un colgante de nácar, que reconocí con una punzada, pues habían pertenecido a Rose Gillespie. Yo misma había tocado ese colgante con mis propias manos y había atado muchas veces los cordones de esas botas que tan patéticas y pequeñas se veían ahora encima de la mesa. Se me empezó a empañar la vista cuando, de repente, el alguacil gritó: «Pónganse de pie», y los asistentes al juicio se levantaron torpemente, incluida yo. El barullo de voces cesó mientras todos los ojos se volvían hacia la tarima elevada que había detrás del estrado, donde se encontraba el juez, lord Kinbervie, que acababa de entrar en la sala. Su Señoría era una figura imponente, y resplandecía con su vestimenta blanca y rojo escarlata. Con un movimiento de la cabeza hacia los letrados reunidos, tomó asiento. Su mirada se paseó por el banquillo de los acusados y se detuvo por un momento en mi cara, pero no fui capaz de deducir nada de su expresión.

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