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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (46 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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A medida que se llevaban a cabo las formalidades iniciales, tuve oportunidad de recorrer con la mirada la sala buscando caras conocidas entre el público. Con una punzada de exasperación reconocí a Mungo Findlay, el caricaturista. Estaba sentado en la tercera fila, cuaderno en mano, y cuando nuestras miradas se cruzaron me saludó con una sonrisa. Casi todas las demás personas que conocía podían ser llamadas como testigos, y, por lo tanto, tenían prohibido estar presentes en el juicio hasta que testificaran, pero sabía que Mabel quizá se encontraba entre el público, porque no había visto su nombre en la lista de los testigos y, si lo deseaba, tenía autorización para asistir. Aquí y allá, entre la multitud predominantemente masculina, vi a varias docenas de señoras, pero Mabel no estaba en ninguna parte. Tal vez había preferido quedarse en la sala de espera con el resto de la familia; sin duda habría querido permanecer junto a su hermano. Mientras se constituía el jurado me atreví a lanzar unas cuantas miradas a sus miembros: quince hombres justos de Edimburgo. En sus manos estaba mi destino. Entre ellos había un comerciante de carbón y un granjero, un viajante, el dueño de una tienda de comestibles, un pescadero, un oficinista, un guarnicionero, un misionero y un cervecero. El resto eran una variedad de artesanos, y todos vestían sus mejores galas. Me pregunté lo clementes que serían esos caballeros justos con una mujer más o menos pudiente y, para colmo, sajona.

Mientras el escribano leía los cargos, miré de reojo a Belle y a Schlutterhose. Por el momento me rehuían ya que ambos miraban hacia el frente. Su aspecto era, una vez más, desconcertantemente refinado. Iban bien vestidos y arreglados, y se les veía normales y serios. El alemán llevaba una chaqueta cruzada oscura con el cuello y las mangas impecables, y se había cortado el pelo y afeitado el bigote. Belle parecía casi gazmoña, con un traje gris de cuello alto. Tanto ella como su marido tenían una expresión ingenua y un poco dolida; en general, no se correspondía en absoluto con la imagen pública de un secuestrador y un asesino. Para el observador profano, apenas habrían sido capaces de regañar a una niña, no digamos secuestrarla o asesinarla. Me pareció que esa fachada podía engañar con facilidad a un jurado honrado.

Tanto Schlutterhose como su mujer se declararon inocentes de los cargos que se les imputaban; una decisión sorprendente por su parte y sin duda frustrante para sus abogados, teniendo en cuenta lo que la declaración del alemán no tardaría en revelar. Sin embargo, según había oído decir a Caskie, su abogado no había logrado persuadirlos para que se declararan culpables al menos del cargo menor de secuestro. A pesar de que ya había admitido que había raptado a la niña, Schlutterhose parecía resuelto a que yo cargara con la mayor parte de la culpa.

Según el
Glasgow Herald
del día siguiente, yo estaba «pálida pero serena» cuando hice mi declaración, y, al pronunciar la palabra «inocente, mi voz sonó suave y tranquila». Pálida, no lo dudo; y es posible que hablara con voz suave, pero no me sentía tranquila ni serena. Hasta el último nervio de mi cuerpo estaba alerta, y tenía la garganta seca y las palmas de las manos húmedas. Además, tiritaba. Las únicas chimeneas que había en la sala bordeaban el estrado, para comodidad de Su Señoría. Tenía frío; pero, por encima de todo, temblaba de miedo. Sin embargo, parece ser que, aun sin proponérmelo, disimulé mi zozobra, como a menudo hacemos los humanos.

En los juicios escoceses no hay alegatos de apertura, de modo que, tras los prolegómenos, el fiscal, el señor Aitchison, llamó al primero de sus testigos, embarcándose así en su misión de pintar un cuadro lo más atroz posible de lo ocurrido.

El juicio había comenzado.

Viernes 8 de septiembre de 1933

Londres

Sigo sin recibir respuesta del señor Pettigrew del sanatorio de Glasgow. Me pregunto cuánto tiempo tiene uno que esperar antes de volver a telefonear. Podría enviarle otra carta, pero mi última expedición al buzón no puede decirse que fuera un éxito. Después de no lograr echar la carta delante de la consulta, me vi obligada a intentarlo de nuevo en el buzón del barrio al día siguiente. Mientras lo hacía, tuve una pequeña caída, solo un ligero tambaleo; por suerte, ya había echado la carta al buzón. No me rompí nada, y no hubo más revuelo que unas cuantas personas que salieron corriendo del Verrechio para acudir en mi auxilio. Todas fueron muy amables, sobre todo el signor Verrechio, aunque fue del todo innecesario y un poco bochornoso. Habría subido de nuevo yo sola en el ascensor, pero el signor insistió en que esperara a Sarah, y estuvo atento a ver si la veía; cuando apareció por la esquina, caminando pesadamente, la llamó para que se acercara al café.

Ni que decir tiene que ella quiso saber por qué había salido yo sola del piso, y cuando le dije que quería comprar cigarrillos, me preguntó dónde los había metido y dónde estaba mi bolso. Entonces tuve que admitir que lo había dejado arriba. Vi que no me creía. Parece creer que me desmayé en la calle, aunque no me canso de repetirle que solo tropecé con un adoquín suelto. Y no sería de extrañar, ya que las aceras de Bloomsbury están en un estado lamentable.

El sábado siguiente tuvimos otro ligero percance.

Me he fijado en que Sarah nunca sale de su habitación si no es completamente vestida, con zapatos, medias y demás. Se baña, por supuesto, pero nunca la he visto en albornoz; siempre va vestida cuando entra y sale del cuarto del baño. Si el tejado saliera volando en mitad de la noche en un vendaval, creo que aparecería en el pasillo unos segundos después con impermeable y chanclos de goma.

Tras comprender que evitaba enseñar el cuerpo, intenté entrar en su habitación el sábado por la noche, después de que se retirara para acostarse, con la esperanza de sorprenderla mientras se desnudaba. Una vez que me dio las buenas noches y se encerró en su habitación, esperé un intervalo de dos minutos, lo que estimé que era suficiente para que empezara a desvestirse. Sin embargo, cuando abrí la puerta y entré sin anunciarme, la encontré sentada en el sofá, vestida, ocupada con su colcha. Pareció sorprenderse de verme entrar a grandes zancadas en su habitación, supongo que con razón. Entonces me vi obligada a hacer una pequeña pantomima y fingir que había confundido su puerta con la del aseo.

De modo que ahora cree que estoy perdiendo el juicio. No para de preguntarme si me encuentro bien, y esta noche la he visto comprobar el nivel de whisky de una de las botellas.

Ayer por la tarde le propuse a Sarah que fuéramos a nadar.

«Esta ola de calor interminable es agobiante. Resulta demasiado sofocante. Deberíamos salir un rato de aquí. ¿Ha nadado alguna vez en Hampstead Heath?»

Nunca lo había hecho. En realidad yo tampoco, pero había leído varias veces sobre el Ladies’ Pond, de Kenwood en el
Ham and High
, que suele describirlo como un oasis de bucólica tranquilidad, donde muchas mujeres se bañan durante todo el año, incluso bajo ventiscas, cuando el estanque se reduce a un solo agujero en el hielo, y todo eso está a pocas millas de Oxford Circus. Por supuesto, conozco bien el Heath, y estaba al corriente de la existencia de los estanques de Highgate, pero nunca me había aventurado a sumergirme en sus aguas.

Sarah se mostró reacia a aceptar mi sugerencia y vi que se resistía a ir, porque no paraba de preguntarme si me encontraba lo suficientemente bien, sin duda esperando desalentarme. El problema es que cuando el doctor Derrett telefoneó el otro día, ella estaba a mi lado, tratando de sacar una mancha de la alfombra, y lo oyó todo. Al parecer, Derrett no se ha quedado satisfecho con mi muestra de sangre y quiere que me haga una radiografía. Sospecho que solo está dándose ínfulas al enviar a sus pacientes a someterse a procedimientos terribles e innecesarios. Se ofreció a pedirme hora en el hospital la semana siguiente y yo le seguí la cuerda, pero no tengo ninguna intención de ir. Conozco todas las secuelas de los rayos X: mientras estuve en Estados Unidos, el pobre ayudante de Edison murió dolorosamente debido a su exposición a ellos. De cualquier modo, después de oír sin querer la conversación, a Sarah se le ha metido en la cabeza que estoy mal, y trató de utilizarlo como un motivo para no ir a nadar. Pero al final la persuadí. Salió para asegurarse de que los pájaros tenían suficiente agua y, diez minutos después, apareció de nuevo en el pasillo con una toalla doblada encima de su abultado bolso.

Sugerí que fuéramos en tranvía en lugar de en taxi. Como señaló Sarah, tardaríamos más, pero era perfecto para mi propósito de acalorarnos todo lo posible para que, al llegar al Heath, estuviéramos deseando arrancarnos las medias y zambullirnos en las frías aguas del estanque. En la parada del tranvía no había sombra, y antes de que llegara el vehículo adecuado estábamos achicharradas. La escalera era todo un reto, pero insistí en sentarme en el piso de arriba para disfrutar de las vistas, y el conductor tuvo la amabilidad de no tocar la campana hasta que estuvimos bien instaladas. Luego salimos traqueteando a gran velocidad hacia King’s Cross, donde el tranvía empezó su largo y lento ascenso hacia las afueras de la ciudad. Durante el trayecto señalé un par de tiendas que me pareció que podían tener interés para Sarah, la confitería Hathaway’s, por ejemplo, y la panadería Zwanziger, pero ella apenas dijo nada.

Detrás de las ventanas de cristal enseguida empezamos a asarnos como dos churrascos. Yo estaba cociéndome de verdad, ya que, en aras al pudor, me había puesto el bañador debajo de la ropa. En cuanto a Sarah, al poco rato la tela de su voluminoso traje empezó a despedir un desagradable olor a quemado, y dando por sentado que era olor corporal, me contuve educadamente de mencionarlo, hasta que me di cuenta de que su falda sí estaban en llamas; su cigarrillo o el mío (era imposible establecer cuál) debía de haber rozado la tela y prendido fuego, pero con todo el resto del humo del piso de arriba, no nos dimos cuenta. Por fortuna, logramos apagar las llamas sin demasiada dificultad y solo se quemó un pequeño pedazo.

Sarah en llamas: no puedo evitar preguntarme si no es una horrible ironía.

Antes de que llegáramos a la terminal, las dos estábamos agotadas. Por suerte, frente a Duke of Saint Albans encontramos un taxi, y aunque el conductor se mostró reacio a hacer una carrera tan corta, insistiendo en que «no era digno de consideración», al final accedió a dejarnos en lo alto de Millfield Lane. Desde allí nos apresuramos a adentrarnos agradecidas en la frondosa sombra de los árboles, y tras un corto paseo salimos al bosquecillo del estanque para mujeres, cuyas sencillas instalaciones consisten en una caseta donde cambiarse de ropa, un entarimado con un embarcadero y unas cuantas plataformas desde las que zambullirse. Un perímetro de gruesos matorrales proporciona a las bañistas algo de intimidad. Era un día de entre semana por la tarde y, a pesar del calor que hacía, había poco movimiento. No había bañistas en el agua, pero en la pequeña extensión de césped que baja en pendiente detrás del entarimado había media docena de mujeres tomando el sol. Una robusta socorrista estaba sentada ante una mesa metálica junto a la caseta, sirviéndose un té.

Como yo ya llevaba el bañador puesto, me desvestí sin molestarme en entrar en la caseta. Me limité a quitarme la ropa, luego me peiné y me recogí de nuevo el cabello, que hoy día tengo muy largo y totalmente gris. Supuse que Sarah subiría hasta la caseta para ponerse el bañador. Sin embargo, cuando me volví para guardar el peine en el bolso, me sorprendió ver que no se había movido. En lugar de ello había extendido la toalla sobre el césped y se había sentado en ella, vestida por completo, mirando con cautela hacia todos los lados, como atenta a los insectos que revoloteaban por la zona.

—Prepárese, querida —dije—. Vamos a bañarnos ya para refrescarnos y luego nos secaremos al sol.

Mientras hablaba me fijé en que ella desplazaba su atención hacia el entarimado que yo tenía a mis espaldas y sonreía, como si saludara a alguien. Cuando me volví, vi acercarse a la robusta socorrista. Tenía el cabello muy corto y abundante, castaño y áspero. Se detuvo en el borde del césped, con los pies separados. Sus pantorrillas eran anchas y atléticas, y llevaba un calzado cómodo que podría haber sido de hombre. Sin fijarse en Sarah, bajó la mirada hacia mí con escepticismo.

—¿Sabe nadar, señora?

—Sí, gracias. Lo hago desde niña.

—Bueno, pues tendrá que demostrarlo. ¿Ve ese salvavidas? —Señaló uno de los flotadores naranjas que había en el agua—. Si logra llegar a él puede nadar todo lo que quiera, pero tendré que verla hacerlo primero. Disculpe la pregunta, pero ¿está bien de salud? Vienen muchas ancianas, de modo que no tiene por qué ser un problema, pero ¿cómo tiene el corazón?

La miré.

—¿Algún infarto o ataque de apoplejía?

—Desde luego que no.

—Bien. —Miró a mi acompañante—. ¿Y usted, señora? ¿Se ve capaz de llegar a ese salvavidas?

Sarah se rió.

—Oh, yo no pienso meterme en el agua. No sé nadar. Voy a quedarme aquí sentada tranquilamente.

Y con esas palabras sacó de su bolso un costurero y su colcha de flores de seda de Kensitas. Desde donde yo estaba vi que no llevaba nada más en el bolso; al parecer no había cogido el bañador.

La socorrista se volvió hacia mí.

—Ahora, señora, si no le importa, nade hasta ese flotador mientras la miro, así sabré si está segura en el agua.

—¿No sabe nadar? —le pregunté a Sarah.

—No.

—Pero hemos venido para quitarnos la ropa y nadar.

—Bueno, yo nunca he dicho que nadaría. Pero estoy encantada con que lo haga usted, señorita Baxter. Adelante, disfrute mientras la espero aquí.

La miré con incredulidad. Sentía un hormigueo en las axilas; no sabía si era a causa del sudor o de una irritación. Una mosca zumbaba de forma incordiante en mi oído. Noté cómo el sol me abrasaba el fino cuero cabelludo, como si se tratara de carne a la parrilla. Sarah abrió el costurero. La socorrista, que había seguido nuestra conversación, carraspeó y, retrocediendo a grandes zancadas hacia la caseta, gritó por encima del hombro:

—Cuando esté lista.

Sarah me miró.

—No sabe nadar —repetí.

—No, a pesar de que nací junto al mar, nunca aprendí. Curioso, ¿no?

Una nube tapó el sol. Desde ese ángulo, el estanque se veía lodoso, del color de un caldo de carne. Me volví hacia las demás mujeres que estaban sentadas en el césped. Algunos de los bañadores de las más jóvenes llegaban por encima de las rodillas, y el bañador de una niña tenía un osado corte en la cintura. Luego miré a mi acompañante, sentada, con medias y zapatos, y vestido anticuado y sin gracia que ahora tenía en la falda un estúpido pedazo chamuscado y un agujero del tamaño de un puño. Había sacado una tela de algodón y se miraba los dedos para enhebrar una aguja. Los estrechos puños del vestido se le clavaban en la blanda carne de las muñecas.

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