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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (50 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Durante la lectura de esa extraordinaria declaración, solo logré contenerme de levantarme de un salto y montar una escena apretando los dientes y clavando la espalda contra el respaldo de madera del banco. Cada acusación falsa, cada invención, se me clavó en el cuerpo como una espina. Quería gritar: «¡No le crean! ¡Todo son mentiras, todas y cada una de sus palabras!». Mientras el secretario leía, fui consciente de los miembros del jurado. De vez en cuando uno u otro volvía la cabeza para mirarme. Yo mantuve la mirada baja, demasiado avergonzada para alzarla, por si me encontraba siendo objeto de sospechas o de un escrutinio lleno de reproche. Schlutterhose estaba sentado a solo unos palmos de mí, manso como un cordero. ¿Cómo se atrevía?

Cuando el secretario acabó de leer, lord Kinbervie le aclaró al jurado que una admisión de culpabilidad en una declaración no era, en sí misma, motivo suficiente para condenar a nadie; la declaración del señor Schlutterhose tampoco podía considerarse como una prueba contra otras personas. Estuvo muy bien que lo señalara, pero era demasiado tarde; a esas alturas los miembros del jurado ya tendrían numerosas imágenes en su mente, muchas de las cuales me involucraban a mí. Apenas podía soportarlo. Lo único que quería hacer era acurrucarme y esconderme en un rincón tranquilo.

Entretanto, la eficiente maquinaria judicial no se detuvo; no hubo una pausa para permitir que me recobrara o en consideración a mis sentimientos insignificantes; ya habían llamado al subinspector Stirling. Mientras esperábamos a que llegara, miré a mi derecha y me di cuenta de que los secuestradores me habían mirado a hurtadillas. Belle se volvió, haciéndome el vacío, mientras Schlutterhose bajaba el puño y lo sacudía hacia mí: un gesto artificial y deliberado, concebido para dramatizar la supuesta hostilidad que había entre nosotros ante los ojos del que observara.

Había creído que el subinspector Stirling era un hombre bastante inteligente, capaz de pensar por su cuenta, pero supongo que lo habían presionado mucho para que corroborara la lógica seguida por la Corona. Era una lástima que optara por hacer cierto hincapié en su testimonio. En cuanto a lo ocurrido en el clarence, de camino a la comisaría, debo insistir en que yo estaba muy alarmada, por no decir aturdida, como consecuencia del arresto. De ahí la breve carcajada que solté tras un largo silencio, una carcajada que solo era producto de los nervios y la incredulidad. Una carcajada de exasperación, si lo prefieren. No había nada maligno en ella, ni desde luego nada «escalofriante», como observó Stirling, empujado por Aitchison. Sin embargo, vi con horror cómo MacDonald fracasaba una vez más en su intento de refutar esa declaración.

Después de que Stirling abandonara el estrado, habida cuenta de la hora que era, Kinbervie propuso que el fiscal llamara a su último testigo del día. Por el modo en que Aitchison retorcía los dedos, supe que estaba resuelto a finalizar con una nota de optimismo y, tras una breve pausa, pidió que llamaran a Helen Strang. La señorita Strang, una camarera de Lockhart Cocoa Rooms, resultó ser una mujer de cara pálida, pobladas cejas negras, dentadura desigual y tez llena de manchas. Después de unas preguntas iniciales, el fiscal le preguntó si había trabajado en la chocolatería el 20 de abril del año anterior. Strang confirmó que sí.

—¿Y qué recuerda de ese día? —preguntó Aitchison—. ¿Se acuerda de algo en particular?

—Sí, había tres personas a un lado de la chimenea principal, un extranjero y dos mujeres. Llegaron a eso de las tres.

—¿Llegaron en grupo?

—El hombre y una de las mujeres entraron juntos, parecían un matrimonio. Y cinco minutos más tarde llegó la otra mujer.

—¿Por qué se acuerda de esos clientes en particular?

—Bueno, no parecían tener nada que ver unos con otros. La pareja no tenía un aire muy respetable, si sabe lo que quiero decir. Y la mujer que entró sola luego era lo que se podría decir una dama, y era inglesa, además.

—¿Cómo sabe que era inglesa?

—Habló conmigo para pedirme un café. Un café con leche. La otra pareja pidió té. Antes de que la mujer llegara, el hombre me preguntó si servíamos cerveza, pero su mujer le dijo que no fuera estúpido.

—Pero ¿esa gente se conocía?

—Creo que sí. Estuvieron hablando muy apiñados durante casi una hora.

—¿Apiñados? ¿Hablaban en voz baja o alta?

—En voz baja, señor.

—¿Y oyó algo de lo que dijeron?

—No, señor. Solo cuando pidieron las consumiciones.

—¿Recuerda algo más?

—Sí, señor. Al cabo de una hora, más o menos, fui a preguntarles si querían algo más. Bueno, al acercarse se puede ver la zona de la chimenea. No se ve muy bien a los clientes, y ellos tampoco ven a las camareras, pero es posible ver la mesa del centro. Y mientras me acercaba, vi que la señora inglesa le pasaba algo al hombre por encima de la mesa.

—¿Qué era?

—Una especie de paquete.

—¿Una especie de paquete? ¿Era grueso o delgado?

—Delgado, señor.

—¿Y qué hizo el hombre con el paquete delgado?

—Se lo guardó en el bolsillo. Antes de que yo llegara a la mesa se lo había guardado.

—Bien —dijo Aitchison—. Ahora dígame, señorita Strang, ¿puede ver a esos tres clientes aquí hoy?

La camarera recorrió con la mirada la sala, yendo de cara en cara, durante lo que pareció una eternidad, hasta que por fin se detuvo en Schlutterhose. Se encorvó y lo miró con detenimiento, luego señaló despacio con el dedo, primero a Hans, luego a Belle y por último a mí.

—Esos son los tres clientes que vi aquel día.

Me pregunto lo difícil que debía de ser identificarnos como los acusados, puesto que estábamos los tres sentados en el banquillo. Me volví hacia los miembros del jurado, para ver si parecían tan escépticos como me sentía yo, pero, a juzgar por la expresión de sus rostros, todos habían dado por válida esa identificación. Era poco menos que ridículo. Pensar que mi destino estaba en manos de esa loca. Estoy siendo poco amable, por supuesto, pero solo quiero transmitir cómo me sentía en esos momentos. Había vidas en juego; no es que me importaran Belle y su marido, pero alguien debería haberse dado cuenta de que esa mujer estaba sencillamente desesperada por llamar la atención y haber impedido que subiera al estrado.

Pringle no pudo contenerse de interrogar a Strang, pero no logró sonsacarle tanto como Aitchison, y me alegré cuando se retiró. Me pregunté si MacDonald sabría refutar un testimonio en apariencia tan condenatorio.

—Señorita Strang, dice que vio a estas personas el sábado veinte de abril del año pasado. ¿Cómo es que recuerda la fecha con tanta exactitud?

La camarera se encogió de hombros.

—No lo sé, pero me acuerdo.

—¿Alguien, en el curso del interrogatorio, mencionó la fecha?

—No lo creo.

Aitchison se levantó de un salto, pero el juez hizo que se sentara con un ademán.

—Sí, sí —dijo Kinbervie.

Lanzó a mi abogado una mirada de advertencia y le pidió que continuara. La siguiente pregunta me cogió totalmente por sorpresa.

—Hace poco atendió a una clienta famosa, ¿no es cierto, señorita Strang? Sus compañeras todavía hablan de ello. Creo que fue a finales del año pasado.

Strang asintió.

—Sí, señor, la señorita Loftus, del teatro Royal. La atendí yo, señor. Todas nos emocionamos al verla allí en el local.

—Eso tengo entendido. Usted es una gran admiradora de la señorita Marie Loftus, ¿no es cierto? ¿Tal vez la ha visto en el escenario en
Robinson Crusoe
?

—Oh, sí, señor, muchas veces. Es una de mis actrices favoritas.

—¿Va a menudo al Lockhart?

—No, señor. Solo he ido una vez.

—¿Recuerda qué día la atendió?

—En diciembre, señor, creo que fue a principios de diciembre. Estábamos muy ocupados.

—¿Recuerda la fecha o el día de la semana?

La camarera reflexionó unos momentos antes de responder:

—No, señor. Podría haber sido un sábado.

—¿Y qué pidió la señorita Loftus?

—Humm…, creo que una cena temprana, señor.

—¿Recuerda algo más?

—No, no recuerdo nada más.

MacDonald miró sus notas.

—La señorita Loftus ha hablado con nosotros y nos ha dado la cuenta de ese día. ¿Le importaría echarle un vistazo?

Presentaron a la testigo un papel de la mesa de las pruebas.

—¿Es esta la cuenta que usted le dio? —le preguntó MacDonald—. ¿Es su firma?

—Sí, señor.

—¿Y qué dice que tomó la señorita Loftus?

—Solo una bebida con gas. Ahora me acuerdo, eso es lo que tomó.

—Una bebida con gas. Entonces no fue una cena temprana. Supongo que la señorita Loftus prefiere comer en casa. ¿Y qué fecha pone en la cuenta?

—Lunes, dieciocho de noviembre, señor.

—Era el dieciocho de noviembre, no de diciembre, y tampoco era sábado. Así pues, señorita Strang, parece recordar todos los detalles, incluidos la fecha y la hora, y lo que les sirvió, de unos clientes desconocidos a los que atendió hace casi un año. Pero tiene un recuerdo muy poco exacto de una cliente a la que sirvió hace menos de cuatro meses, una persona famosa, además, a quien idolatra. Ni siquiera se acuerda de qué pidió. ¿Puede explicar esta anomalía?

—Como ya he dicho, había mucha gente ese día.

—No tengo más preguntas, milord —dijo MacDonald, volviendo a su asiento.

Como era de esperar, Aitchison quiso interrogar de nuevo a su testigo. Strang recordó entonces que se emocionó tanto al atender a la señorita Loftus que no se fijó en qué había pedido. Pero no sonó muy convincente. En general, tuve la impresión de que, si bien no habíamos logrado contrapesar del todo las palabras de Strang, en la mente de todos los presentes había surgido el interrogante de si le habían inculcado las respuestas.

Sin embargo, ella me había señalado a mí junto con los otros dos. Me sentía aterrada por lo que los miembros del jurado pensarían de su testimonio cuando lo consultaran con la almohada, y, sentada en la celda de detención al final del día, me costó no sentirme derrotada de antemano. Cuando Caskie fue a verme, antes de marcharse, traté de ocultar mi desesperación.

—Bueno, al menos tres cuartas partes del día ha ido a nuestro favor —dije.

—Sí. Con la excepción de la broma de Aitchison al tratar de situarla a usted en la escena del crimen.

—¡Y esa camarera! ¿Y qué me dice de la terrible declaración que han leído?

—La declaración no importa, señorita Baxter. Como ha dicho el juez, no puede considerarse una prueba contra usted. Nuestro amigo alemán podría haber dicho cualquier cosa sobre quien fuera en su declaración si pensaba que así podía salvar su podrido cuello, pero eso no significa que sea cierto.

Caskie quería tranquilizarme; en lugar de ello, sus palabras solo me impulsaron a considerar mi frágil cuello. De todos mis atributos físicos, era el que menos me disgustaba, porque era esbelto y elegante. Qué irónico que mi único rasgo agradable fuese tal vez el único que me arruinaran. ¿Qué ocurría exactamente cuando ahorcaban a una persona? ¿Se le partía el cuello con la caída o la tráquea se estrujaba poco a poco hasta que se ahogaba? Me imaginé una soga apretándome el cuello, las fibras de la cuerda cortándome la piel. ¿O podían encerrarme en la cárcel el resto de mis días? Sospechaba que no sobreviviría mucho tiempo en Duke Street.

Caskie seguía hablando.

—Bueno, mañana tenemos que refutar la prueba del libro mayor. Si no lo hacemos estaremos en un gran apuro.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo?

Aunque tanto Agnes Deuchars como la señora Alexander se habían mostrado muy cooperativas, ni ellas ni los agentes de Caskie habían sido capaces de encontrar uno solo de los recibos que podrían haberme exonerado.

—Bueno, si soy sincero, reconozco que en estos momentos andamos faltos de ideas —respondió Caskie—. Está también la hermana de Belle, y ella nos soltará esas patrañas de que arregló un encuentro entre usted y esa pareja de sinvergüenzas. De modo que podemos contar con ello. Más de un abogado le diría que no hay argumentos contra usted, señorita Baxter, y reconozco que no hay muchos. Pero a menos que logremos refutar tanto a Christina Smith como la prueba del banco, bueno… —Se interrumpió, y tal vez viendo la ansiedad en mi cara, probó otro enfoque—: Señorita Baxter, sé por propia experiencia que el segundo día suele ser el momento más bajo para la defensa, pero parece que hemos roto la norma y el peor ha sido el primero.

Debo decir que esas palabras tranquilizadoras no fueron un gran alivio.

20

A la mañana siguiente caí en un mayor pesimismo cuando vi que el titular del
The Scotsman
rezaba: «Juicio de la pequeña Gillespie», y a continuación me describía en los siguientes términos: «La señorita Baxter iba con un traje de seda gris, guantes oscuros y un sombrero gris marengo sin velo. Tiene el aspecto de la típica solterona entrada en años, flaca y tiesa, de facciones regulares pero nariz aguileña. Mientras leían en alto la declaración del alemán, ella lo miró un par de veces, sin dejar traslucir ninguna emoción». El
Mail
había publicado un dibujo de los tres detenidos en el banquillo de los acusados, en el que Belle y yo destacábamos, por encima de la leyenda: «¿Quién era la misteriosa mujer del velo?». Me pareció que el artista (esta vez no era Findlay) había sido bastante cruel conmigo.

Era como si el país entero estuviera en mi contra. Al advertir que yo bajaba la cabeza, la señora Fee retiró los periódicos de la mesa y reprendió al agente Neill por llevarlos a la celda. Neill se limitó a encogerse de hombros, lo que me pareció un gesto innecesariamente insensible.

Mi estado de ánimo no mejoró en el transcurso de la mañana. Una vez más Mabel se encontraba en la galería para presenciar el proceso. Sabía que ese segundo día la mayoría de las descargas de Aitchison irían dirigidas contra mí. Era demasiado consciente de lo preocupados que estaban mis abogados con el posible testimonio de la principal testigo de la Corona: Christina Smith. El libro mayor del banco también era una amenaza. Estaba segura de que Aitchison empezaría esgrimiendo una de esas pruebas terribles, pero el primer testigo al que llamó fue la señora Annie Gillespie. Ese anuncio causó una profunda impresión en la sala, como era de esperar: íbamos a oír hablar a la madre de la criatura. Yo misma me sentí muy rara al oír pronunciar el nombre de Annie. Era una posibilidad que había temido. Desde su estallido en la prisión de Duke Street, era consciente de que albergaba dudas injustificadas acerca de mí, y no sabía si había entrado en razón desde entonces. Mabel seguramente le había contado todo lo ocurrido el día anterior: la declaración del alemán y las sandeces de Helen Strang. En consecuencia, me costó mirar a Annie cuando entró, y durante la mayor parte del tiempo que ella estuvo en el estrado mantuve la mirada baja.

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