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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (54 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Tengo entendido que esa noche se sirvió ponche y que todos los que bebieron ese ponche se encontraron mal luego. ¿Es eso cierto?

—Sí. En mi opinión lo que causó el problema fue el vino en mal estado.

—¿De veras? Por favor, díganos qué encontraron al día siguiente en la habitación de su hija Sibyl, en el bolsillo de su delantal.

Ned tosió antes de responder.

—Un paquete vacío de veneno para roedores.

—¿Y culparon a Sibyl de lo ocurrido con el ponche?

—Yo no, al menos. Mi mujer y mi madre tal vez pensaran de otro modo.

—¿Tuvo acceso la señorita Baxter a la habitación de Sibyl la noche de la fiesta?

—Sí.

—¿Y podría haber tenido ocasión de poner el veneno en el bolsillo del delantal de su hija?

—Sí, pero no puede acusar a Harriet. Ella misma se encontró mal esa noche. Si hubiera sabido que había veneno en el ponche, no lo habría bebido. Como he dicho, solo fue el vino que estaba en mal estado.

—¿Vio a la señorita Baxter beber el ponche, señor Gillespie?

—Creo que sí. La vi en cierto momento con una copa.

—¿La vio beber de la copa?

—No me acuerdo.

—¿La vio vomitar?

—No exactamente. Pero tenía muy mala cara y se quejó de que le dolía el estómago.

—¿Y la examinó algún médico, como a los demás que se encontraron mal esa noche?

—No. No quiso dar trabajo…, algo típico de Harriet.

Aitchison arqueó las cejas y abrió mucho los ojos.

En realidad no hace falta que salga aquí en mi defensa o justifique nada, porque Ned lo dijo todo. Su obstinada negativa a creer que yo podía haber sido responsable de los delitos de Sibyl habla por sí sola. Al darse cuenta de que llevaba todas las de perder con esa menudencia sobre el veneno, Aitchison cambió de tema.

—¿Nunca se le pasó por la cabeza, señor Gillespie, que Harriet Baxter pudiera tener malas intenciones hacia algún miembro de su familia, o que, por motivos personales complejos, podría haber intentado castigar a Sibyl, o causar una ruptura entre usted y su mujer?

Ned titubeó antes de responder.

—Harriet…, la señorita Baxter, es muy amable y nos pareció una buena amiga. Mi mujer tal vez ahora tenga sus dudas. Pero jamás se me habría ocurrido pensar nada en ese sentido hasta…

—¿Hasta cuándo, señor Gillespie?

¿Por qué no hacía nada MacDonald? Estaba allí sentado, como si se le hubiera pegado el trasero a la silla. Su expresión era tan serena como siempre, pero tenía los ojos vidriosos de un modo que de pronto me hizo sospechar que había perdido la confianza.

Al volverme hacia el estrado me sorprendí al ver que, por primera vez desde que había entrado en la sala, Ned me miraba a los ojos. Me cogió por sorpresa, porque había estado ocupada en lanzar miradas a MacDonald, tratando telepáticamente de hacer que se levantara e interviniera. Y de pronto los ojos de Ned estaban clavados en mí: escudriñándome, cuestionándome, queriendo saber. Parecía casi suplicarme en silencio. Transcurrieron unos segundos. ¡Cuánto significado puede contener una sola mirada! Lo miré a mi vez todo el tiempo que fui capaz y, al final, no fue el sentimiento de culpa lo que me hizo desviar la vista (que se le meta en la cabeza, señor P. E. Dant o como se llame, de
The Scotman
); al contrario. Ned parecía tan atormentado, tan herido, que no pude soportar ver a mi querido amigo en ese lamentable estado, sabiendo todos los horrores por los que había pasado. Se me partió el corazón. Incliné la cabeza y miré al suelo, el linóleo verde ceroso del banquillo de los acusados.

—¿Señor Gillespie? —lo apremió Aitchison.

Oí a Ned aclararse la voz y luego, al cabo de un momento, continuar.

—Supongo que después de la detención de Harriet, cuando nos recobramos del shock de la noticia, empecé a hacerme preguntas. Recordé que una de nuestras criadas, Jessie, había hablado mal de Harriet cuando la despedimos, hacía un año. Entonces no creímos una palabra, como es lógico, porque Jessie había robado algo y creíamos que solo trataba de salirse de una situación embarazosa.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no sé qué pensar. No sé qué pensar de nada ni de nadie, incluida Harriet Baxter.

Después de eso no pude volver a mirarlo. Era como si algo pesado hubiera aterrizado en mi corazón, estrujándolo y arrebatándome todo el aliento. De pronto dejó de importarme lo que pasara. Podían declararme culpable, si querían. Podían desgarrarme, miembro a miembro.

Demasiado tarde, demasiado tarde. Fuera sonaban las campanas. Christ Church, Saint Giles in the Field, Saint George’s. Y todas ellas decían «Demasiado tarde».

Los siguientes testigos están borrosos en mi memoria. Mientras me recobraba, advertí que Aitchison llamaba a declarar a la temida Christina Smith y siguió un paréntesis mientras esperábamos su inevitable aparición. A mi alrededor todo parecía apagado y amortiguado. Era como si me hubieran aislado de mi entorno. Justo delante, Aitchison hinchó el pecho preparándose para su testigo principal. Cuando se volvió para examinar la sala, nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos verdes centelleaban. Incapaz de verlo, incliné la cabeza y me concentré en el pequeño frasco de sales que tenía en la mano. Volví a mi estado normal cuando el paréntesis fue interrumpido por el regreso del alguacil. Entró él solo y negó con la cabeza en respuesta a una mirada interrogante de Aitchison. Se hizo un silencio mientras el fiscal mantenía conversaciones en susurros, primero con el alguacil y a continuación con varios colegas. Al final se volvió para dirigirse al juez.

—Milord, por el momento me temo que no somos capaces de localizar a uno de nuestros testigos clave. Esperamos que aparezca en cualquier momento. Ha respondido a la citación esta mañana y creemos que se encuentra en la vecindad.

Kinbervie miró de reojo el reloj de pared. Faltaban diez minutos para las siete.

—¿Puedo recordarle la hora, señor fiscal? ¿No tiene a nadie a quien llamar mientras tanto? Si no me equivoco, no está en situación de retrasar el proceso, ya que este debe concluir mañana.

—No se equivoca, milord —respondió Aitchison—. Ruego que tenga la paciencia de esperar a la señorita Smith.

Kinbervie chasqueó con la lengua.

—Son las siete menos diez. Tiene hasta las siete en punto para hacerla subir al estrado.

—Gracias, milord.

Reuniendo en torno a sí a sus asistentes y al alguacil, Aitchison les susurró algo con apremio, y todos salieron con prisas de la cámara, uno detrás del otro. El juez se recostó en su silla, tirándose del labio inferior, sin dejar de mirar el reloj. Yo misma observé el minutero a medida que se desplazaba despacio hacia arriba, y se acercaba y a continuación pasaba el número 11. Mientras tanto, el público permaneció sorprendentemente en silencio, consciente de que Kinbervie no había suspendido la sesión y no toleraría más interrupciones. El semblante de Aitchison parecía sereno, y solo escudriñándolo con minuciosidad se podía ver en sus dedos retorcidos cómo le traicionaban los nervios. Cuando el minutero llegó a la hora, se oyeron pasos correteando por el pasillo que conducía a la sala. La puerta se abrió de par en par y el alguacil casi entró patinando. Aitchison, con los ojos redondos y brillantes como cuentas, e irascible como una lechuza, lo miró con atención.

—¿Y bien?

—Lo siento, señor —respondió el alguacil—. Yo mismo he hablado esta mañana con la señorita Smith en la sala de espera, pero parece que uno de los guardias la ha visto salir del edificio luego y nadie la ha visto desde entonces.

Aitchison se volvió hacia el juez.

—Milord, si pudiera…

—Señor fiscal —terció Kinbervie—. ¿Puede llamar a su testigo?

—No, milord.

—¿Tiene otro testigo a quien desee interrogar?

Se vio a Aitchison inclinar la cabeza ligeramente. Luego alzó la vista, tan lleno de bilis que pensé que podría escupir.

—Llamo a Jessie McKenzie —anunció.

No sé si recordarán que Jessie había trabajado seis meses como doncella de los Gillespie. Aitchison la presentó como si se tratara de una baza decisiva. Sin embargo, vi a MacDonald asentir para sí y sonreír. Era evidente que se creía capaz de lidiar con esa testigo. No me sorprendió que la llamaran a declarar: su nombre figuraba en la lista original y la habían entrevistado con anterioridad al juicio. Pero supongo que fue una pequeña sorpresa que, en ausencia de Christina, Aitchison la llamara a ella. Yo le había hablado a Caskie de la antipatía que había mostrado Jessie hacia mí, por el simple hecho de ser inglesa, y le había contado el incidente que había resultado ser un malentendido por su parte. Pero él estaba seguro de que, dijera lo que dijese ella, podríamos refutar su testimonio, porque era una ladrona.

Alentada por Aitchison, Jessie empezó a describir cierto suceso que afirmó que había tenido lugar en marzo de 1889: el mencionado malentendido. MacDonald se levantó enseguida.

—Protesto, milord. No estoy de acuerdo con esta línea de interrogatorio.

El juez lo escudriñó.

—¿En qué se basa, si me permite la pregunta?

—Me baso en su pertinencia, milord. El supuesto incidente tuvo lugar semanas antes del secuestro, y parece guardar poca o ninguna relación con este caso. Mi distinguido colega solo está agarrándose a un clavo ardiendo para llenar el gran vacío dejado por la testigo fugada.

El juez miró a Aitchison.

—¿Señor fiscal?

—Milord, le aseguro que el testimonio de la señorita McKenzie arrojará luz sobre las pruebas directas del caso.

—De acuerdo —dijo Kinbervie—. Oigamos lo que la joven tiene que decir y entonces podremos decidir si es pertinente o no.

Habida cuenta de que el testimonio de Jessie aparece transcrito literalmente en el panfleto de Kemp, me saltaré el interrogatorio de Aitchison —que se vio interrumpido varias veces por protestas de MacDonald— y aprovecharé la oportunidad para hacer desmentidos: por ejemplo, si lo que ella dice es cierto, entonces, ¿por qué no me plantó cara en aquel momento, como habría hecho cualquier persona sensata?

MacDonald planteó esa misma pregunta durante su interrogatorio, pero ella se mostró evasiva, diciendo que no había querido enfrentarse a mí.

—La señorita Baxter era amiga de la familia, señor. Habría sido violento.

—Si, como afirma usted, la espió ese día, ¿puede explicar por qué la señorita Baxter no la vio ni la oyó?

—Bueno, señor. No hice ruido. Como he dicho, ella entró en el comedor. Me pregunté qué estaba tramando, de modo que crucé sin hacer ruido el pasillo. La puerta estaba entreabierta y atisbé por la ranura entre la puerta y el marco.

—¿Y qué hizo después?

—¿Después?

—Después de espiarla.

—Regresé a la cocina. Y más tarde, cuando ella ya se había ido a su casa, fui a ver qué había hecho.

—¿Ah, sí? —preguntó MacDonald, mirando sus notas—. Por favor, díganos qué encontró exactamente.

—Ya lo he dicho…

—Sí, pero me gustaría que fuera más específica. ¿Qué encontró en la pared?

Hasta entonces, tanto Aitchison como Pringle habían tratado el tema en términos bastante vagos, aunque no sabría decir si en su caso era por pudor, o por un deseo de evitar una asociación con algo tan grosero en la mente de los miembros del jurado.

Jessie se ruborizó.

—Era…, preferiría no decirlo en público, señor.

—Ha dicho que era un dibujo obsceno, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Hecho con lápices de color rojo y negro, muy abajo… en la pared.

—Sí, como ya he dicho.

—¿Anatómico?

—Lo siento, señor. No entiendo la pregunta.

—Ha dicho que el dibujo representaba una parte del cuerpo humano… ¿El cuerpo masculino?

—Sí, señor.

—Para entendernos, ¿está afirmando que la señorita Baxter, la dama que tiene ante usted ahora en el banquillo de los acusados, se puso de cuatro patas y, con los lápices de colores de una niña, pintarrajeó en la pared del comedor de su amigo un dibujo obsceno de…, disculpen, milord, señoras, la crudeza de esta terminología, de las partes pudendas masculinas?

—Eso es, señor.

—El lápiz rojo, seguramente, se utilizó para trazar el contorno del órgano masculino, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Y el negro?

—Para el… vello, señor.

—¿Por qué cree usted que la señorita Baxter haría algo así?

—Como he dicho antes, señor, no lo sé, pero debía de querer que Sibyl se metiera en un lío, porque siempre estaba metiéndose en líos en aquella época, por hacer cosas como dibujar en las paredes, o esconder objetos y romperlos.

—No se enfrentó con la señorita Baxter entonces y no expresó su preocupación a sus empleadores.

—No, señor.

—¿Por qué no? Sin duda eso habría sido lo correcto.

—La señorita Baxter era amiga de ellos. Siempre estaba en la casa. Hablaban bien de ella…, pensé que no me creerían.

—La señorita Baxter era solícita con sus empleadores, ¿no es así?

Jessie se encogió de hombros.

—Desde luego, se hacía útil.

—¿Y tenía cariño a las niñas?

—A Rose sí. La pobre Sibyl no es una niña fácil…, hay que ser tolerante.

—¿La señorita Baxter lo era?

—A veces.

—¿Y a las niñas les gustaba la señorita Baxter?

—Supongo que sí. Ella les hacía muchos regalos.

—¿Tenía usted celos de la señorita Baxter, señorita McKenzie? ¿De su amistad con la familia o de su relación con las niñas?

—Nada de eso. No tengo nada que envidiarle. Estoy muy satisfecha de cómo soy.

MacDonald arqueó una ceja, transmitiendo con elocuencia la idea que debió de pasar por la cabeza de todos. Podría haber citado a Shakespeare en
Hamlet
: «La dama protesta demasiado», pero en lugar de ello, se limitó a decir:

—¿Está segura?

—Sí, señor.

—Bien, ahora piense con detenimiento en ese día y dígame: ¿vio en algún momento los lápices en la mano de la señorita Baxter?

—No, señor.

—¿La vio hacer alguna marca en la pared con un lápiz?

—No, señor. Ella estaba de espaldas a la puerta y no pude verla bien. Solo vi que estaba agachada en la esquina, y, cuando se marchó, fui y vi lo que había dibujado.

—Eso es lo que usted dio por sentado…, que ella había dibujado en la pared.

—Justo donde ella había estado agachada había un dibujo. No estaba antes.

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