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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (22 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Como algo muy especial, dieron permiso a las niñas para que se quedaran levantadas hasta más tarde de lo habitual. Sibyl dio un recital de piano, durante el cual tocó varios de los himnos y espirituales insulsos con los que yo ya estaba muy familiarizada. Creo que era un intento de ganarse de nuevo el favor de su abuela, pero si bien la viuda aplaudió con el resto de nosotros, se mostró menos entusiasta y efusiva en sus elogios que en otros tiempos, y vi que Sibyl se quedaba decepcionada. Luego Elspeth se sentó en una silla junto al bufet del comedor, donde mantuvo un parloteo incesante mientras cogía toda clase de bocados a su alcance.

En algún momento entre las once y las doce de la noche, durante las boqueadas agonizantes del año viejo (una hora que, inexplicablemente, siempre parece prolongarse a través de los tiempos), las niñas se fueron a la cama. Al principio Sibyl lloriqueó por tener que dejar la fiesta, y después —recuerdo que en ese momento me pareció raro—, cuando Annie le recordó que se comportara, la niña subió corriendo las escaleras, riéndose de una forma extraña y misteriosa. Ned la siguió con la intención de leerle a ella y a su hermana sus nuevos cuentos.

Luego me excusé y salí del comedor; me dirigí al salón vacío, donde me dejé caer en el sofá, agradecida de estar unos minutos sola. Consideré disculparme e irme a casa, pero había esperado estar unos momentos con Ned antes de irme. No tendría ninguna oportunidad en el comedor, pero desde el sofá del salón podía llamarlo cuando bajara las escaleras. Sin embargo, para mi consternación, Walter Peden entró casi de inmediato dando saltos para reunirse conmigo. En los meses anteriores le había tomado un poco de aprecio. Era un puritano insufrible (tanto como Mabel, en realidad), pero, por debajo de su ineptitud social, era inofensivo. Con sorpresa y deleite me enteré de que poco antes, esa misma noche, le había propuesto a Mabel en matrimonio y ella había aceptado. Se proponía anunciar el compromiso más tarde, después de las campanadas.

—Mis más calurosas felicitaciones —le dije—. Me alegro mucho por los dos.

—Gracias, Hetty. Mabel ya ha dispuesto cómo se sentarán los invitados en el desayuno nupcial, y usted, por supuesto, estará en la mesa principal. Quiere invitar a la mitad de Glasgow. Su única preocupación es que haya espacio suficiente para todos en el comedor del número catorce. —Apuró la copa, luego se levantó, con la cara pálida y la frente perlada de sudor—. Ha sido muy amable, Harriet, muy amable.

Parecía creer que era yo quien los había unido; con franqueza, era una exageración. Todo lo que había hecho era quedar con los dos un «día de puertas abiertas» en los jardines botánicos y luego no acudir a la cita, sin yo tener la culpa, lo que tuvo como consecuencia que ambos se vieran solos, en la húmeda y fecunda atmósfera del palacio Kibble.

—Deje que vaya a buscarle una copa —se ofreció Walter—. Este ponche no está nada mal.

Yo lo había encontrado demasiado amargo y había bebido solo una copa.

—Gracias pero ya he tomado suficiente. Tal vez luego.

Él se volvió tambaleante, en una versión ebria de su habitual danza, luego salió de la habitación con un viraje brusco y cruzó el vestíbulo. Yo aún no había decidido si seguirlo o no cuando Ned bajó corriendo las escaleras y entró a grandes zancadas en la habitación. Se detuvo en seco, un poco sorprendido, cuando me vio.

—Disculpe, Harriet, creía que no había nadie.

—No se preocupe… Solo quería un momento de tranquilidad.

—La verdad es que he perdido mi… —Miró alrededor, dando palmaditas en sus bolsillos a su manera vaga y encantadora. Al ver su tabaco en la repisa de la chimenea, me levanté para dárselo y me senté de nuevo. Ned se quedó de pie junto a la chimenea, metiendo con torpeza los dedos en la suave bolsa de piel y triturando el tabaco antes de rellenar la cazoleta de su pipa.

—¿Se está divirtiendo, Harriet? —me preguntó al cabo de un momento.

Estaba a punto de responder cuando noté un movimiento junto a la puerta y levanté la mirada. Allí estaba Rose en camisón, muy pálida, mirándonos como un pequeño fantasma. Levantó los brazos y corrió hacia Ned.

—¡Papá!

—Pero, Rose —dijo él, suspirando cansinamente—. Tienes que dormir, cariño.

—Déjeme a mí —dije, levantándome.

—¿Está segura, Harriet?

Rechazando con un ademán sus objeciones, le ofrecí a Rose una mano, luego cogí una palmatoria y la conduje de nuevo por las escaleras. Su pequeña habitación estaba a oscuras, pero la parpadeante vela hizo que las gotas de condensación sobre la claraboya brillaran como oro fundido. Fuera reinaba una oscuridad antinatural, como si hubieran extendido sobre el tejado una capa, un manto de niebla. Arropé a la niña y salí de la habitación. Aunque resulte extraño, el simple esfuerzo de subir las escaleras me había dejado sin aliento y sudando, de modo que me detuve un momento a descansar en el estrecho rellano. Del río llegó el fúnebre sonido de una sirena de niebla, que fue respondida minutos después por otra. La puerta de Sibyl estaba abierta. Levanté la vela y atisbé en la oscuridad. Por lo que pude ver, seguía dormida; o, al menos, estaba tumbada, quieta como una crisálida, debajo de su edredón.

Al regresar al salón, me alegró ver que Ned seguía allí; estaba sentado en el sofá, fumando su pipa. Le dije que Rose estaba acostada.

—¿Cómo podríamos arreglárnoslas sin usted? Deberíamos despedir a Jessie e instalarla a usted en el piso de arriba. No estoy diciendo que fuera nuestra doncella…

Me reí, sacando la bufanda de detrás del almohadón donde lo había escondido unas horas atrás y dándosela. Él le dio vueltas en las manos.

—Ha acertado —dijo—. Como siga así el tiempo, la voy a necesitar. La buhardilla es una nevera.

Como el estudio estaba justo debajo del tejado, en verano a menudo hacía demasiado calor, y Ned solía trabajar en mangas de camisa, pero en invierno las temperaturas caían en picado, y se veía obligado a ponerse capa sobre capa: chaleco, chaqueta de pana, gorro, mitones y, para los días particularmente fríos, se había confeccionado un extraño poncho haciendo un agujero en mitad de una vieja manta.

—Podría tener un estudio mejor si encontrara una casa más grande —dije—. Tal vez podría permitírselo, si tuviera un inquilino.

Él asintió.

—La verdad es que me quedé bastante entusiasmado con Cockburnspath. Si no fuera porque me esperaban esos dichosos retratos aquí en Glasgow… Nunca pensé que me oiría decirlo, pero allí me sentí inspirado. Aunque no podemos volver aún, porque… —Se interrumpió, como si hubiera estado a punto de dejar escapar algo.

—¿Qué?

—Es una buena noticia, solo que… aún no se lo he dicho a Annie.

—Entonces no fisgonearé.

—Voy a decírselo esta noche, de todos modos. No se lo diga a nadie, de momento, pero…, bueno, me han ofrecido hacer una exposición yo solo en la galería de Hamilton, en abril.

—¿En Bath Street? Eso es estupendo. Annie estará encantada.

—No estoy tan seguro. —Suspiró—. Eso significa que tendré que acabar este último retrato y luego trabajar en lo que voy a colgar en la exposición, y, bueno, creo que Annie tenía la ilusión de que regresáramos todos a Cockburnspath lo antes posible, pero…

Parecía tan hundido que tuve que reírme.

—Vamos, Ned, ha puesto exactamente la misma cara que el día que le conocí. Entonces frunció el entrecejo como ahora.

—¿Sí? Ya, bueno, eso sería por Hamilton…, o por Lavery.

—No, el día que nos conocimos.

Me miró sin comprender, luego se le iluminó la cara y asintió.

—Ah, sí. Siempre me olvido.

—Ese horrible comisario.

Ned se echó a reír.

—Ya lo creo.

—Y perdió un gemelo, ¿se acuerda? Y estuvimos buscándolo.

—¿Sí?

Mientras hablábamos, fui vagamente consciente de un alboroto en el pasillo: un portazo, seguido de pasos de un lado para otro, un taconeo apremiante y, varias veces, la cisterna del aseo. Luego oí a Annie llamar:

—¿Walter? ¿Walter?

Un momento después entró corriendo en el salón. Levantamos la mirada cuando apareció, con la cara afligida y enfermizamente pálida.

—Cariño, parece que le pasa algo a Walter.

Ned se levantó de un salto.

—¿Qué ocurre?

—No se siente bien —dijo Annie, jadeando—. Se ha encerrado en… y necesito entrar porque… estoy…, yo… —Se dobló y, llevándose las manos a la boca, tuvo arcadas mientras Elspeth, al oír el jaleo, aparecía a su lado.

—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¿Qué tienes, Annie?

Ella se volvió.

—Estoy bien. —Pero apenas hubo hablado, salió de su boca un torrente de vómito morado y verdoso, del espesor del engrudo y muy brillante, que se derramó en chorros calientes sobre la alfombra turca y la pechera del mejor vestido de Elspeth.

Ned corrió a su lado, y yo me disponía a ir corriendo a la cocina para buscar un paño cuando me di cuenta de que también me sentía fatal. Esquivé a Elspeth y llegué al aseo justo cuando salía Walter secándose los labios con un pañuelo. Pasé deprisa por su lado y entré cerrando de un portazo. Y aquí correré un discreto velo.

Después de ese incidente no hubo posibilidad de que siguiéramos celebrando el Hogmanay. Cuando salí, noté que me flaqueaban las piernas pero ya no sentía náuseas. El reverendo Johnson y los caballeros judíos se habían despedido educadamente, y Annie estaba echada en su dormitorio, atendida por Mabel y Jessie, que iban de aquí para allá con palanganas y paños húmedos. Por desgracia, por más que lo intentaron no lograron salvar el vestido de Elspeth, que se vio obligada a irse. Los profesores de la Escuela de Bellas Artes acompañaron a Peden a su casa mientras Ned iba en busca de un médico que estuviera dispuesto a salir en una noche como esa. En cuanto a mí, podría haberme quedado para que este me reconociera —de hecho, me invitaron a hacerlo—, pero la verdad es que aunque ya me encontraba bien, estaba agotada y congelada de frío. Lo que más falta me hacía era descansar. Mabel me acompañó amablemente, a través de la niebla, a Queen’s Crescent, donde la tranquilicé diciéndole que estaría bien y nos dimos las buenas noches. Ella volvió al número 11 para rechazar a los posibles invitados, y yo me arrastré escaleras arriba hasta mi cama, donde, por fortuna, me sumí en la inconsciencia, arrullada por las lúgubres campanadas de medianoche y las lejanas sirenas de niebla.

9

Gracias a un golpe de suerte, nadie cayó gravemente enfermo aquella noche: los efectos duraron solo unas horas, incluso en Peden, que fue quien sufrió más. El médico que lo examinó pensó de entrada que su indisposición se debía a que había tomado unas copas de más, pero cuando vio que Annie mostraba los mismos síntomas corrigió ese diagnóstico. Tras llegar a la conclusión de que la causa más plausible era algún alimento en mal estado, recetó calomel y polvos de soda para los dos pacientes. Annie se quedó avergonzada al pensar que su
cuisine
podía ser la responsable. Pero Peden insistió en que tenía que haber otra explicación, por la simple razón de que él no había comido nada del bufet; ni un bocado había tomado (afirmó), ni siquiera un
rissole
, ya que Mabel y él habían cenado juntos esa noche, en casa de unos amigos.

Era una noticia realmente desconcertante. Solo tres de nosotros habíamos sufrido dolores estomacales y trastornos biliares: Annie, Peden y yo. Annie había probado casi todo lo que había en la mesa, pero no durante la fiesta —aunque había mordisqueado algún canapé— sino mientras cocinaba. Lo único que no había probado era la tarta de frutas y el bizcocho que les había llevado de regalo. Yo solo había comido un volován, un pedazo de la tarta de frutas y otro del bizcocho. Así pues, entre los tres habíamos probado todos los platos, pero no habíamos tomado lo mismo. Tenía sentido, por lo tanto (como le dije a Annie al día siguiente, cuando llamó a mi alojamiento para ver cómo me encontraba), descartar la comida, y volver nuestra atención, en cambio, a las bebidas.

—Yo probé el ponche de huevo —le dije—. ¿Tal vez los huevos estaban pasados? Pero entonces Ned habría caído. También bebí una copa del otro ponche. Y tomamos un té, ¿no? Justo antes de que llegara Elspeth.

Annie estaba pálida y nerviosa, pero por lo demás parecía haber salido indemne de una noche de vómitos.

—Yo tomé más té luego. Pero aparte de eso todo lo que bebí fue el ponche.

Reflexioné unos momentos.

—Entonces no puede ser el té.

—Walter bebió ponche. En realidad fue todo lo que bebió.

Nos miramos.

—¿Y las naranjas? —pregunté—. ¿Qué aspecto tenían cuando las cortó?

—Tenían buen aspecto —respondió Annie, tal vez un poco enfadada.

—¿De dónde las sacó?

—De McLure, pero estaban buenas.

—¿Cree que pudo ser la canela?

—A mí me pareció que estaba en perfecto estado.

De hecho, como estábamos a punto de descubrir, la contaminación no había sido causada por las naranjas ni por las especias…, y no fue accidental.

Cuando Annie volvió un poco más tarde a Stanley Street, hacia el mediodía, Jessie todavía limpiaba y ordenaba. Debido al caos que había desencadenado el brote de la enfermedad, al día siguiente la casa todavía estaba por recoger. Jessie había terminado de lavar los platos e intentaba, una vez más, quitar las manchas de la alfombra del salón. Annie rescató del cubo de la basura las naranjas empapadas en vino y las especias, y les dio la vuelta con una cuchara para examinarlas bien, pero no sabía realmente qué buscaba y, al no detectar signos visibles de podredumbre o moho, llegó a la conclusión de que lo que nos había sentado mal no podía percibirse a simple vista. De ahí que (como más tarde me diría) fuera al piso de arriba. Las niñas se habían ido con Ned a la casa de enfrente, y ella había decidido aprovechar su ausencia para ordenar sus habitaciones, tarea que siempre se realizaba mejor cuando ellas no estaban alrededor para interrumpirla.

Empezó por la habitación de Rose, luego cruzó el pasillo hasta la de Sibyl y fue allí donde hizo el desafortunado descubrimiento. Entre la ropa esparcida por el suelo encontró el delantal de la niña, que solía estar colgado en la cocina. Sibyl había llevado esa prenda el día anterior. Cuando Annie lo recogió, notó que había algo abultado en el bolsillo delantero. Lo primero que pensó fue que Sibyl había robado una vez más las cerillas de la cocina, algo que siempre le causaba una mezcla de irritación y tristeza. Suspirando, introdujo la mano en el bolsillo, pero, en lugar de la esperada caja de Bryant & May, sacó un cartón arrugado. Cuando lo alisó, reconoció el pequeño paquete de un producto que en aquellos tiempos a menudo se vendía para matar ratas y ratones. El paquete estaba vacío y solo quedaban unos pocos polvos del veneno negro azulado en los pliegues. En el cartón y la etiqueta había unas misteriosas manchas oscuras.

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