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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (38 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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—Bien, señorita Baxter —empezó Grant—. Sin duda ha sido un golpe para usted que la capturen y detengan por
plagium
. Pero encontraron a la niña muerta en una tumba a ras de tierra que nos hace pensar que hay algo más, así que será mejor que nos cuente todo desde el principio, con sus propias palabras, para hacerlo corto. Sé que precisamente usted no querrá parecer insensata, intentando engatusarnos o mentirnos.

Esa era su táctica: dar a entender que era un oráculo de Delfos, que conocía bien mi carácter, mis costumbres, mis gustos y aversiones, y mis supuestos crímenes. Sin embargo, Grant no era distinto de la mayoría de sabihondos que conozco, en el sentido de que sus palabras no eran más que fanfarronadas prepotentes; la realidad era que no sabía nada de mí en absoluto. Una de las palabras que utilizó no la conocía, pero como no quería que se me viera vulnerable, me abstuve de pedir una explicación.

Dado que yo no respondía, soltó una risita seca.

—Todo esto le parecerá muy duro, señorita Baxter. Después de tantos meses, imagino que creyó que había salido impune.

Tal vez ese estilo coloquial era un intento de sonsacar alguna clase de respuesta. Pero, hasta entonces, el único impulso que habían provocado en mí sus palabras era el de abofetearlo. Parece una admisión vergonzosa ahora, pero tengan en cuenta que estaba muy triste, además de preocupada por Ned y Annie, y asustada por lo que me iba a pasar, y me temo que la actitud astuta y empalagosa de Grant me pareció insufrible. Stirling me miraba con calma desde el otro lado de la mesa. Cuando se cruzaron nuestras miradas nos comunicamos algo, y me atrevería a apostar que tenía una opinión tan baja de su jefe como la mía. Pero, con gran profesionalidad, no exteriorizó nada; se limitó a coger el lápiz y examinar la punta.

—¿Podría haberse cometido un error? —pregunté—. ¿Es posible que la pobre criatura que han encontrado en esa tumba sea otra niña?

Había dirigido mi pregunta a Stirling, pero Grant se inmiscuyó.

—Rose Gillespie ha sido identificada de distintas formas. No existe ninguna duda de que es ella.

El borde de la mesa se había alisado con las manos de incontables prisioneros. Miré la madera, absorta en pensamientos fútiles. No había justicia en el mundo; los niños yacían en frías tumbas mientras que hombres como Grant y ese mueble aparatoso, feo y barato seguían en pie.

—¿… señorita Baxter?

Levanté la vista. Los dos hombres me miraban.

—¿Qué hay del señor y la señora Gillespie? ¿Han sido informados? ¿Ha vuelto Annie de Aberdeen? ¿Cómo está Ned? ¿Quién está cuidando de ellos?

Grant me lanzó una sonrisa empalagosa.

—Podría haberme imaginado que se preocuparía por los Gillespie antes que por su propia situación. ¡Siempre tan generosa!

—¡Son mis amigos! Solo quiero saber cómo están.

—Estoy seguro de que están todo lo bien que cabe esperar, dadas las circunstancias. Pero olvidémonos de ellos por ahora. Hábleme del alemán.

—¿Qué alemán?

—Schlutterhose.

—¿Schlutter…?

—…hose, Hans Schlutterhose. Sabemos exactamente cómo y dónde lo conoció, por supuesto, pero nos gustaría saber más detalles.

—¿Hans Schlutterhose?

—Sí, hábleme de él.

—No conozco a nadie llamado así.

—¿Nunca ha conocido a Hans Schlutterhose?

—Nunca he oído ese apellido.

—¿Qué hay de Belle?

—¿Belle?

—Su mujer. Conoce a Belle. Hábleme de ella.

—Se equivoca, inspector. No conozco a nadie llamado Belle.

Grant se acarició la barbilla y adoptó una actitud pensativa: todo era pura invención, por supuesto; nada de lo que provenía de ese hombre era sincero.

—Supongo que fue el año pasado, durante la Exposición Internacional. Le fascinó, ¿no es cierto? Iba a menudo. ¿Fue allí donde conoció a Belle y Hans?

—Creía que había dicho que sabía exactamente cuándo y dónde los conocí.

—Entonces, ¿admite que los conoce?

—Como he dicho, no conozco a esa gente. No conocí a nadie llamado así en la exposición. Ahora me gustaría saber más sobre Rose, si es posible.

—¿Qué quiere saber?

—¿Qué le pasó? ¿Cómo murió?

Grant se inclinó sobre la mesa.

—Eso es lo que esperamos que nos diga usted.

Al notar su aliento caliente en el cuello, me recosté en la silla.

—El señor y la señora Schlutterhose —continuó él— se han mostrado muy colaboradores, y nos han hablado de su plan, pero si usted quisiera darnos su versión de lo ocurrido…

Negué con la cabeza, exasperada. Grant miró a Stirling.

—No quiere decírnoslo —dijo. Luego sacó un papel del bolsillo de su chaleco, miró lo que había escrito en él y lo guardó de nuevo—. Bien, señorita Baxter, ¿sería tan amable de darnos una estimación de cuánto les pagó por lo que hicieron, para nuestros archivos? Hasta ahora nos consta que fueron alrededor de cien libras.

—Le aseguro, inspector, que sean quienes sean esos señores, le han engañado. Nunca he oído hablar de ellos y, con franqueza, espero que no tengan acceso a mi dinero.

—El alemán afirma que fue un accidente, ya sabe.

—¿El qué?

Grant apenas se detuvo, como si yo no hubiera hablado.

—Pero algo me dice que a herr Schlutterhose solo le preocupan los cargos adicionales. El
plagium
podría significar varios años, por supuesto, pero con la niña muerta…

Esta vez tuve que preguntarlo.

—Esa palabra…,
plagium
. ¿Qué significa?

—Secuestro, señorita Baxter. Rapto…, es bastante simple. O lo sería si las cosas no se hubieran torcido. —Entornó sus ojillos despiadados—. La niña hizo demasiado ruido, ¿no es así? ¿Intentó escapar? ¿O estuvo en sus planes desde el principio? Pero lo que me intriga es su móvil. Tengo mis propias teorías, por supuesto.

Dejó que su mirada subiera y bajara por el corpiño de mi vestido de un modo que me desconcertó.

—Es usted soltera, sin hijos propios, conoce a una familia feliz…, tal vez eso podría explicar…

—Inspector, está hablando en clave. ¿Qué podría explicar eso?

Alzó los ojos y me miró a la cara.

—Muy sencillo, podría explicar por qué pagó a ese alemán y a su mujer para que secuestraran y asesinaran a Rose Gillespie.

Me quedé mirándolo horrorizada. Él se recostó con otra de sus sonrisas suficientes. Stirling tenía la cabeza inclinada sobre su cuaderno.

—¿Usted cree… cree que pagué a esa gente… para que secuestrara y matara a Rose?

—Para que la secuestrara, sí. Como ya le han dicho, esa es la razón de su detención, señorita Baxter. Por el momento. En cuanto al asesinato, ¿cómo murió exactamente la niña? ¿Y a manos de quién? Eso seguimos sin saberlo, por eso quiero que usted me lo diga. No puedo evitar pensar que usted tenía todos los motivos para desear su muerte.

Se me quedó la mente en blanco; era como si mi cerebro estuviera controlado por un interruptor, y este se conectara y se desconectara, se conectara y se desconectara. Por un momento creí que iba a desmayarme. Por primera vez me sentí asustada de verdad.

—¡Esa gente debe de estar loca! No tiene ningún sentido. ¿Está usted inventándose todo esto por alguna razón?

Grant arqueó las cejas, incapaz de disimular su satisfacción por haber logrado agitarme.

—En absoluto, señorita Baxter, solo estamos interesados en lo que usted tiene que decir. Queremos oír su versión de los hechos. Sé que usted es amiga de Annie Gillespie. ¿Qué piensa de ella?… ¿Señorita Baxter?

—… ¿Sí?

—¿Qué piensa de Annie Gillespie?

—¿Qué pienso de ella? Es amiga mía.

—Le agrada —ofreció Grant.

—Sí, le tengo mucho aprecio.

—Ya lo creo. Y me consta que también le tiene mucho aprecio al señor Gillespie.

Llegado a ese punto se calló un momento y se limitó a mirarme de forma provocativa. Se me erizó el vello de la nuca. No estaba segura de qué insinuaba Grant, pero sin duda era algo desagradable. Se volvió hacia su colega.

—Como puede observar, Bill…, no parece muy satisfecha.

Stirling me miró y luego volvió a sus notas.

—Bien, señorita Baxter —continuó Grant—. Usted iba a menudo al apartamento de los Gillespie y conoce bien las rutinas de la casa.

Como eso no requería respuesta no di ninguna. La cabeza me daba vueltas. Había empezado a percatarme de que él saltaba sobre cada respuesta que yo le daba, por inocente que fuera, y la convertía en algo sospechoso.

—Usted observó que, al llegar el buen tiempo, la señora Gillespie mandaba a las niñas solas a la vuelta de la esquina, para que jugaran en Queen’s Crescent. De hecho, su alojamiento da a la calle, y desde cualquiera de sus ventanas se tiene una buena perspectiva de los jardines. De modo que debe de haber visto muchas veces a las niñas jugando allí.

Se me ocurrió que tal vez la única manera de salir de esa espantosa situación era guardar silencio y esperar a que se dieran cuenta del gravísimo error que habían cometido. Aunque no estaba acostumbrada a ser deliberadamente grosera, me vi obligada a cruzarme de brazos y cerrar los ojos. Parecerá un gesto infantil, pero en ese momento no se me ocurrió otra forma de demostrar que no pensaba cooperar más.

—Conocía las rutinas de la casa —continuó Grant, en apariencia impertérrito—, sabía que las niñas jugaban en esos jardines; pagó a ese alemán, quien ha admitido que, actuando bajo sus instrucciones específicas, secuestró a Rose Gillespie, ayudado, tal vez, no estamos seguros, por su mujer. El cargo es
plagium
, secuestro, tal como están las cosas. Pero lo que me interesa saber ahora es cómo murió la niña. ¿Quién la mató? ¿Fue Schlutterhose, señorita Baxter? ¿O su mujer? ¿O lo hizo usted?

Con los ojos cerrados, dejé caer la cabeza sobre mi pecho. El inspector lanzó otras cuantas afirmaciones y preguntas mientras tanto, todas especulativas. Aunque era difícil no protestar ante sus ridículas insinuaciones, guardé silencio. Él hablaba y hablaba, hasta que temí que nunca parara. Por fin calló un momento y le oí decir:

—Bueno, Bill, ya ve que no quiere colaborar. Es una lástima. Tendremos que esperar a ver qué dice delante de los tribunales.

Al cabo de unos segundos el cuaderno de Stirling se cerró con un golpe. Hubo un fuerte chirrido de patas arrastrándose por el suelo y luego los dos hombres salieron de la habitación.

Al no oír el ruido del picaporte o de una llave girando en la cerradura, abrí los ojos. En efecto, habían dejado la puerta abierta. El pasillo parecía vacío. Solo por un instante pensé en escapar. Me imaginé recorriendo de puntillas el pasillo, escabulléndome por una puerta sin vigilancia y saliendo a la calle. ¿Adónde iría?

Pero antes de que pudiera planteármelo en serio, apareció en el umbral un robusto agente que me acompañó de nuevo a mi celda.

A pesar de lo cansada que estaba, esa noche el sueño me fue esquivo. Me picaba todo y empecé a temer que hubiera insectos arrastrándose por debajo de mi delgado colchón y atravesaran la ropa. Tal vez alucinaba, pero no había duda de que el lugar estaba mugriento. El hedor de la celda era omnipresente, y reconocí varios olores nauseabundos: sobre todo, el olor residual de los anteriores ocupantes, su orina y su espantoso sudor, con un trasfondo a alcantarilla. Ni siquiera el aire frío que entraba a través de los barrotes de la diminuta ventana era fresco, ya que acarreaba un tufo sulfuroso de las obras de los alrededores. Cada vez que oía unos pasos acercarse o el tintineo de unas llaves, rezaba para que la puerta se abriera y apareciera Stirling para informarme de que se había producido un error: nunca debería haber sido detenida; era libre; más aún, Grant había sido expulsado, desprestigiado, del cuerpo de policía. ¿Aceptaría las humildes disculpas del inspector jefe?

Por desgracia esa visita nunca llegó. De vez en cuando la puerta se abría, pero se trataba del celador de noche que, sosteniendo una lámpara en alto, llevaba a cabo su inspección rutinaria. Tras lanzar una mirada a la celda para asegurarse de que no me había arrancado las enaguas para ahorcarme, se marchaba dejándome sola con mis pensamientos. Dudo que estos fueran muy coherentes, después de los distintos golpes que había recibido desde la mañana. El interrogatorio de Grant solo había servido para aumentar mi inquietud y confusión, así como mi aflicción. Me costaba creer que la policía creyera todas esas disparatadas acusaciones infundadas. Fueran quienes fuesen esos alemanes, debían de haber sentido pánico cuando los habían detenido y ahora intentaban que otro cargara con la culpa de sus fechorías, aunque aún no se sabía por qué me habían escogido a mí, Harriet Baxter, como cabeza de turco. En ese momento ya era un misterio para mí que supieran siquiera cómo me llamaba.

También me parecía alarmante que ese tal Grant estuviera ahora al mando. Stirling daba la impresión de ser un tipo inteligente y decente. Según Ned y Annie, era diligente, tenía una energía incansable y gran perseverancia, y aunque no había logrado devolverles a Rose, estaban seguros de que había hecho todo lo posible por averiguar lo ocurrido. Ahora que habían encontrado el cadáver de la niña, su superior parecía haber asumido la responsabilidad del caso. Buscar una niña desaparecida tal vez estaba por debajo de su cargo de inspector; solo el prestigio de una jugosa investigación de asesinato era suficiente para apartarlo del Club de Golf de Glasgow. En mi opinión, todo era pura fachada, y estaba más preocupado en dar la impresión de sagacidad que en descubrir la verdad. Eso era evidente por el mismo hecho de que hubiera sancionado mi detención, basada en pruebas tan inconsistentes, incluso inexistentes. En realidad ya parecía convencido de mi culpabilidad. Mi única esperanza era que el juez que presidiera el juicio fuera un hombre de inteligencia superior, que viera enseguida que yo no tenía relación con esos alemanes e insistiera en la desestimación sumaria del caso.

Por encima de todo, me preocupaba qué podían pensar Ned y Annie de mi detención. Apenas soportaba la idea de que me vieran por un instante con malos ojos. Otra oleada de vergüenza me recorrió cuando imaginé a mi padrastro enterándose de mi arresto. Por suerte seguía en Suiza, y yo solo podía confiar en que, mucho antes de que le informaran de lo ocurrido, la policía hubiera descubierto su error y me hubiera dejado en libertad sin cargos.

Durante toda la noche mi mente solo pudo saltar de una idea a otra, y hacia la madrugada había entrado en un estado de agotamiento. Sin otra opción a mi alcance, traté de escribir cartas mentalmente. Una y otra vez empezaba con las palabras: Queridísimo Ned, queridísima Annie…, pero, por mucho que lo intentaba, no era capaz de pasar de esas pocas líneas. Por lo que sabía, Ned podría estar intentando sacarme de allí. Cranston Street estaba a menos de una milla de Woodside, y me pregunté si estaría en el juzgado de guardia por la mañana. Aun así, parte de mí temía la perspectiva de encontrarme cara a cara con él en la vida real, y ver cómo reaccionaban él y Annie al tenerme frente a ellos, porque solo Dios sabía qué les habría dicho la policía, o la imagen difamatoria que les habrían dado de mí.

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