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Authors: Georges Perec

Tags: #Otros

La vida instrucciones de uso (35 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Justo a la izquierda de la ventana está colgado un teléfono mural y, un poco más a la izquierda todavía, un cuadro: representa un paisaje marítimo con una perdiz, en primer término, encaramada en la rama de un árbol seco, cuyo tronco retorcido y atormentado surge de una masa de rocas que se ensanchan formando una cala espumeante. A lo lejos, en el mar, una barca de vela triangular.

A la derecha de la ventana hay un gran espejo de marco dorado en el que se supone que se refleja una escena desarrollada detrás del personaje sentado. Tres personas están de pie, disfrazadas también, una mujer y dos hombres. La mujer viste un traje largo y severo de lana gris y una cofia de cuáquera y lleva debajo del brazo una jarrita de encurtidos; uno de los hombres, un cuadragenario flaco de expresión ansiosa, va vestido de bufón de la Edad Media: jubón dividido en largas piezas triangulares, alternativamente rojas y amarillas, cetro y gorro de cascabeles; el otro hombre, un mozalbete sosote, de escaso cabello amarillento y aire aniñado, va disfrazado de bebé, con una braga de goma hinchada de compresas, calcetines blancos, botitas de charol y un babero; chupa esa especie de sonajero de celuloide que los pequeños llevan siempre metido en la boca y sostiene un biberón gigante cuyas medidas evocan, con giros familiares o medio argóticos, las hazañas o los fracasos amorosos que deben de corresponder a las cantidades de alcohol absorbidas (
Vamos, nena; tía buena; súbete ahí y verás el cielo; el puente sobre el río Kwaï; o quedas satisfecha o te devuelvo las perras; otra vez, chata; duérmete, mi niña; se apagaron las luces
, etcétera).

El autor de este cuadro es el abuelo paterno de Geneviève. Louis Foulerot, más conocido como decorador que como pintor. Fue el único miembro de la familia que no renegó de la joven cuando, queriendo tener un hijo y criarlo, se marchó ésta de casa. Louis Foulerot ha querido instalarle el piso a su nieta y, por lo que se ve, no ha escatimado nada; lo más importante está hecho ya; ahora sólo es cuestión de pintar y dar los últimos retoques.

El cuadro le fue inspirado por una novela policiaca —
El asesinato de los peces rojos
— cuya lectura le procuró un placer lo bastante grande como para pensar en convertirla en asunto de un cuadro que, en una escena única, reuniera casi todos los elementos del enigma.

La intriga se desarrolla en una región que evoca bastante bien los lagos italianos, no lejos de una ciudad imaginaria que el autor llama Valdrade. El narrador es un pintor. Mientras está trabajando en el campo, va a llamarlo una pastorcilla. Acaba de oír un grito muy fuerte en la suntuosa villa alquilada hace poco por Oswald Zeitgeber, riquísimo joyero suizo, que negocia en diamantes. Acompañado por la niña, penetra el pintor en la casa y descubre a la víctima: el joyero, vestido con un uniforme de fantasía, fulminado, electrocutado junto al teléfono. En el centro de la estancia hay un taburete y, atada a la anilla de la araña, una soga terminada en un nudo corredizo. En la pecera están muertos los peces colorados.

Lleva la investigación el inspector Waldémar, para quien el pintor-narrador hace de confidente voluntario. Registra a conciencia todos los aposentos de la casa, manda efectuar varios análisis de laboratorio. En el pupitre escolar es donde se hallan reunidos más indicios reveladores: se encuentran en él: a) una tarántula viva, b) el anuncio del alquiler de la villa, c) el programa de un baile de máscaras, celebrado la noche misma del crimen, con la presencia excepcional del cantante Mickey Malleville, y d) un sobre que contiene una cuartilla en blanco en la que va sólo pegado el entrefilete siguiente, sacado de un diario africano:

BAMAKO (A.A.P.), 16 junio. Una fosa con los esqueletos de 49 personas por lo menos ha sido descubierta en la región de Fouïdra. Según los primeros estudios, parece ser que los cadáveres fueron sepultados hace 30 años. Se ha abierto una investigación.

Tres personas visitaron aquel día a Oswald Zeitgeber. Llegaron casi al mismo tiempo —las vio pasar el pintor, una después de otra, con pocos minutos de diferencia— y se volvieron juntas. Iban las tres disfrazadas debido al baile de máscaras. Fueron identificadas rápidamente e interrogadas por separado.

La primera en presentarse es la señora cuáquera. Se llama Quaston. Asegura que ha ido a ofrecerse como asistenta, pero nadie lo puede confirmar. La investigación no tarda en revelar, además, que su hija era la doncella de la señora Zeitgeber y que murió ahogada en circunstancias poco claras.

El segundo visitante es el que lleva el traje de bufón. Se llama Jarrier; es el propietario de la villa. Dice que fue a ver si su inquilino estaba bien instalado y a llevarle un inventario de los muebles, para que lo firmara. La señora Quaston asistió a aquella entrevista y puede confirmar sus palabras; añade ésta que, nada más entrar el señor Jarrier, estuvo a punto de caerse por el suelo recién encerado; se quiso agarrar a la ventana y casi vació toda el agua de la pecera sobre una alfombrita colocada cerca del teléfono mural.

El tercer visitante es el bebé gigante; se trata, en realidad, del cantante Mickey Malleville. Confiesa, de entrada, que es el yerno de Oswald Zeitgeber y que fue a pedirle un préstamo. Jarrier y la señora Quaston precisan que, tan pronto como entró el cantante, les rogó el joyero que los dejaran solos. Volvió a llamarlos al poco rato y se disculpó por no poder ir al baile con ellos, aunque prometió acudir así que hubiera hecho unas llamadas telefónicas urgentes. El pintor vio pasar a las tres máscaras y dice que, al verlas venir de frente, llenando toda la anchura del camino, no pudo menos de experimentar una impresión desagradable. Aproximadamente una hora después, oyó gritar la pastora.

Las circunstancias de la muerte se explican sin ninguna dificultad: había una larga placa de acero debajo de la alfombrita: Zeitgeber, al ir a telefonear, provocó un cortocircuito fatal para él. Sólo Jarrier pudo instalar aquella placa de acero, y ahora se entiende que, nada más llegar, se las arreglara para empapar la alfombra de agua, con el propósito de facilitar la electrocución; se descubren entonces dos detalles más significativos todavía: por una parte él fue quien proporcionó a Zeitgeber su disfraz para el baile de máscaras; los hierros y las espuelas de las botas y todas las insignias metálicas de la chaqueta debían facilitar también el paso de la corriente; por otra parte, y sobre todo, manipuló la instalación telefónica para que sólo se pudiera producir aquel cortocircuito mortal si la víctima, designada por su propio disfraz —Zeitgeber convertido en ultraconductor—, marcaba un número particular: ¡el del consultorio médico donde trabajaba la señora Jarrier!

Enfrentado Jarrier a estas pruebas abrumadoras, confiesa casi en el acto: siendo morbosamente celoso, advirtió que Oswald Zeitgeber, cuyo donjuanismo era bien conocido en toda la región, andaba rondando en torno de su esposa. Para salir de dudas, puso en marcha aquel dispositivo homicida que sólo funcionaría si el joyero era efectivamente culpable, es decir si intentaba llamar a la consulta médica.

Aunque parece evidente que el móvil era imaginario —la señora Jarrier pesaba ciento cuarenta kilos, con lo que la expresión «andaba rondando en torno» había de tomarse al pie de la letra—, no por ello es menos cierto que Jarrier premeditó el asesinato: es inculpado, detenido, encarcelado. Pero, evidentemente, nada de eso satisface al detective ni al lector: no se explica la muerte de los peces rojos, ni la soga para ahorcarse, ni la tarántula, ni el sobre con el entrefilete africano, ni el último descubrimiento de Waldémar: un largo alfiler, como de sombrero pero sin cabeza, que se descubre hundido en la maceta de la reseda. Por lo que respecta a los análisis de laboratorio, aportan dos revelaciones: por una parte los peces han sido envenenados con una substancia de acción ultrarrápida, la fibrotoxina; y por otra, en la punta del alfiler había restos de un veneno mucho más lento, la ergohidantoína.

Al término de algunas peripecias secundarias y tras considerar y descartar varias pistas falsas, que sugerían la culpabilidad de la señora Jarrier, de la señora Zeitgeber, del pintor, de la pastorcilla y de uno de los organizadores del baile de máscaras, la solución perversa y polimorfa a este complaciente rompecabezas se descubre por fin y permite al inspector Waldémar, en una de esas reuniones celebradas en el lugar mismo del crimen y en presencia de todos aquellos actores que permanecen vivos, sin las que una novela policiaca no sería una novela policiaca, reconstruir brillantemente todo el asunto: por supuesto, son culpables los tres y cada cual tiene un móvil distinto.

La señora Quaston —cuya hija, perseguida por el viejo libertino, se vio impelida a arrojarse al agua para salvaguardar su honor— se presentó al joyero haciéndose pasar por una vidente y empezó a leerle las líneas de la mano: aprovechó la situación para pincharle con su alfiler untado de aquel veneno que sabía que tardaría cierto tiempo en actuar. Después ocultó el alfiler en la maceta de la reseda y metió la tarántula, escondida hasta entonces bajo el tapón de su tarro de encurtidos, en el pupitre: sabía que la mordedura de la tarántula provoca reacciones parecidas a las de su veneno, y, aun a sabiendas de que su estratagema acabaría descubriéndose, pensaba, ingenuamente, que tendría distraídos a los investigadores el tiempo que necesitase para huir impunemente.

Mickey Malleville, el yerno de la víctima, cantante fracasado, empeñado hasta la camisa, incapaz de hacer frente a los gastos extravagantes de la hija del joyero, una irresponsable acostumbrada a los yates, los breitschwanz y el caviar, sabía que sólo la muerte de su suegro podía salvarlo de una situación más inextricable cada día: vertió descuidadamente en la jarra de agua el contenido de un frasquito de fibrotoxina que llevaba oculto en la tetina de su biberón gigante.

Pero la clave de este caso, su coletazo final, su transformación última, su revelación definitiva y su desenlace estaban en otra parte: la carta que leía Oswald Zeitgeber era su sentencia de muerte: aquella fosa descubierta recientemente en África era lo que quedaba de un poblado rebelde, del que había dado orden de matar a toda la población y que había mandado arrasar antes de ir a saquear un fabuloso cementerio de elefantes. De este crimen, perpetrado a sangre fría, procedía su fortuna colosal. El hombre que le mandaba aquella carta lo había estado acechando veinte años, mientras buscaba sin descanso las pruebas de su culpabilidad: ahora las tenía y la noticia saldría publicada al día siguiente en todos los diarios suizos. Zeitgeber obtuvo la confirmación de eso telefoneando a aquellos colaboradores suyos que habían sido sus cómplices en aquella vieja historia y que, como él, habían recibido la carta. El escándalo no les dejaba a todos ellos más salida que la muerte.

Zietgeber fue a buscar, pues, un taburete y una soga para ahorcarse. Pero primero, tal vez con la sensación supersticiosa de que necesitaba realizar una buena acción antes de morir, vio que los peces rojos estaban sin agua y vació la jarra en la pecera que Jarrier había volcado a propósito al llegar. Luego preparó la soga. Pero lo habían acometido ya los primeros síntomas del envenenamiento por ergohidantoína (náuseas, sudores fríos, dolores de estómago, taquicardia), y, retorciéndose de dolor, llamó a la doctora —no porque estuviera enamorado de ella, ni mucho menos (en realidad, los ojos se le iban más bien tras la pastorcilla descalza)—, sino para pedirle auxilio.

¿Tanto le preocupa un ardor de estómago a un hombre que está a punto de suicidarse? El autor, consciente del problema, ha querido precisar en un epílogo que la ergohidantoína, junto con sus efectos tóxicos, tiene efectos psíquicos seudoalucinatorios entre los cuales no serían inconcebibles reacciones como aquélla.

Capítulo LI
Valène (habitaciones de servicio, 9)

También figuraría él en el cuadro, al modo de aquellos pintores del Renacimiento que se reservaban siempre un lugar insignificante entre la multitud de vasallos, soldados, obispos o mercaderes: no un lugar central, no un lugar preferente y significativo en una intersección elegida, a lo largo de un eje particular, con tal o cual perspectiva reveladora, en la prolongación de tal o cual mirada rica de significación a partir de la cual podría construirse toda una nueva interpretación del cuadro, sino un lugar aparentemente inofensivo, como si la cosa hubiera sido así, de pasada, un poco por casualidad, porque se le habría ocurrido sin saber por qué, como si no deseara demasiado que se notase, como si aquello no debiera ser más que una firma para iniciados, algo así como una contraseña con la que permitía firmar al autor el que le había encargado el cuadro, algo que sólo debería ser conocido por unos pocos y olvidado inmediatamente después: apenas muerto el artista, aquello pasaría a ser una anécdota que se transmitiría de generación en generación, de estudio en estudio, una leyenda en la que ya no creería nadie, hasta que un día se descubriría la prueba, gracias a un cúmulo de coincidencias casuales, o comparando el cuadro con bocetos preparatorios hallados en los desvanes de un museo, o incluso de manera totalmente fortuita, como cuando, al leer un libro, nos encontramos con frases que ya hemos leído en otra parte: y quizás entonces se advirtiese lo que había habido siempre de un poco particular en aquel pequeño personaje, no sólo un mayor esmero en los detalles del rostro, sino una mayor neutralidad, o cierto modo de inclinar imperceptiblemente la cabeza, algo que se parecería a la comprensión, a cierta dulzura, a una alegría teñida acaso de nostalgia.

Figuraría también él en su cuadro, en su habitación, casi arriba del todo a la derecha, como una arañita atenta que tejía su rutilante tela, de pie, junto al cuadro, con la paleta en la mano, su larga blusa gris toda manchada de pintura y su bufanda violeta.

Figuraría de pie junto a su cuadro casi terminado, y estaría precisamente pintándose a sí mismo, esbozando con la punta de su pincel la silueta minúscula de un pintor de larga blusa gris y bufanda violeta, con la paleta en la mano, que pinta la figurilla diminuta de un pintor que está pintando, una más de esas figuras
en abîme
47
que habría querido prolongar hasta el infinito, como si el poder de sus ojos y su mano careciera de límites.

Se representaría pintándose a sí mismo; y a su alrededor, en el gran lienzo cuadrado, todo estaría ya en su sitio: la caja del ascensor, la escalera, los rellanos, los felpudos, las habitaciones y los salones, las cocinas, los baños, la portería, el portal con su novelista americana que consulta la lista de los inquilinos, el almacén de la señora Marcia, los sótanos, la caldera de la calefacción, la maquinaria del ascensor.

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