LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Vizconde, tenga cuidado, y repare en cómo es fuerza manejar mi extrema debilidad! ¿Cómo quiere que yo soporte la idea de incurrir en desagrado de usted, mostrando su indignación, y sobre todo que no sucumba ante el temor de la venganza que usted previene? Además, como bien lo sabe, si lograra hacerme cualquier perversidad, me sería imposible devolvérsela. La existencia de usted no sería por mi influencia menos tranquila ni menos brillante. Concretamente, ¿qué tendría que temer? Ser obligado a partir si se le daba tiempo para ello. ¿Pero no se vive en el extranjero como aquí? y en todo trance, y dado que el tribunal de Francia lo dejase a usted en paz, ¿acaso el cambio de lugar no daría nuevo teatro a las hazañas y triunfos de usted? Después de intentar devolverle la sangre fría por estas consideraciones morales, volvamos al asunto.
¿Sabe usted por qué no he vuelto a casarme? No es, sin duda, por falta de partidos ventajosos, sino porque nadie tenía derecho a analizar mis acciones. No es que tenga miedo a un freno a mi voluntad, que ésta a fin hubiera triunfado, pero me hubiera molestado en verdad que alguien tuviera el derecho de quejarse; por que, en fin, yo no deseo engañar por necesidad, sino para mi placer. ¡Y he aquí que me escribe la carta más marital que darse puede! Sólo me habla de faltas por mi parte, y ¡gracias por la de usted! ¿Pero cómo es posible faltar a quien nada se le debe? No acierto a ver claro en este asunto.
Pero examinemos el caso. ¿Usted ha encontrado a Danceny en mi casa y eso le disgusta? En buena hora; pero, ¿qué es lo que usted de aquí deduce? Que esto se debía al acaso como le dije, o a mi voluntad como no dije a usted. En el primer caso su causa es injusta; en el segundo es ridícula; ¿valía la pena escribirla? Pero usted está celoso y los celos no razonan. Pues bien, quiero razonar por usted.
O usted tiene un rival, o no lo tiene. Si lo primero, fuerza es superarle en atractivos para triunfar; si lo segundo, fuerza es agradar para no sufrir lo primero, que suele no hacerse esperar en casos tales. En ambos casos, la misma conducta se impone; ¡a qué atormentarse! ¿Por qué, sobre todo, atormentarme a mí? ¿Desconfía, acaso, de su éxito? ¿No sabe ser el más digno de amar? Usted es injusto consigo. Pero no es esto todo; es que no quiero que se dé tanta pena. Usted desea menos mis bondades que abusar de su imperio. ¡Usted es un ingrato! A poco que continuase esta carta sería muy tierna, pero no lo merece.
Usted no merece que yo me justifique. Para castigarlo de sus sospechas, le obligo a considerarlas, así sobre la época de mi vuelta, como sobre la venida de Danceny. ¡Usted se ha tomado un gran trabajo por conocer la verdad! ¿Está ya más al corriente? Deseo que haya encontrado mucho placer en el asunto; por lo demás, en nada ha perjudicado al mío. Cuanto puedo responder a su carta amenazadora es que no ha tenido el don de agradarme, ni el poder de amedrentarme, y que nunca menos que ahora acordaré lo que se me pide.
Aceptarle tal como hoy se muestra sería un caso de infidelidad real. No sería esto reanudar con el antiguo amante, sería tomar otro decididamente inferior al primero. No he olvidado tanto éste para engañarme así. El Valmont que yo amaba era encantador. Convengo en que nunca encontré un hombre más digno de amor. ¡Ah! le ruego, vizconde, que si lo encuentra me lo envíe; siempre será bien recibido.
Prevéngale, sin embargo, que en ningún caso será para hoy ni para mañana. Su Menechme le ha perjudicado intimidándome, temería engañarme, ¿o tal vez habrá dado palabra a Danceny de recibirle estos dos días? Usted verá que es preciso esperar.
Pero, ¿qué le importa? Se vengará bien de su rival. No será él peor para su amada, que lo es usted para la suya; y después de todo, una mujer no vale más que otra. Tales son las máximas de Ud. La que firma y escribe no existiría más que para usted, y que morirá al fin de amor y de pena, ¿no será sacrificada al primer capricho, al temor de ser burlado un momento? Eso es injusto.
Adiós, vizconde, vuélvase amable. Yo no le pido más sino que sea usted seductor; y cuando de ello me convenza, me comprometo a demostrárselo. En realidad, soy muy buena.
París, 5 diciembre 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Respondo al punto a su carta y trataré de ser claro, lo que no es fácil con usted, cuando toma el partido de no entender.
No son necesarios largos discursos para demostrar que teniendo, como tenemos, en nuestras manos lo necesario para perdernos mutuamente, tenemos un igual interés en permanecer amigos; no es esto de lo que se trata. Pero entre el partido violento de perjudicarnos, o el de seguir unidos como antes, y aun estarlo más reanudando el antiguo lazo; entre estos dos partidos hay muchos otros que tomar. No será ridículo que le diga que desde este momento seré su amante o su enemigo.
Conozco que esta elección le será penosa; que le convendría mejor modificarla, y no ignoro que usted no gusta de verse colocada entre el sí y el no; pero usted conoce que yo no puedo dejarla salir de tan estrecho círculo sin ser burlado, y usted ha debido prever que yo no lo sufriría. Toca a usted decidir; puedo dejar la elección, pero no quedar en la duda.
Le prevengo que no me engañará con sus razonamientos, buenos o malos; que no me seducirá por los ardides con que evita las decisiones, y que, en fin, ha llegado el momento de la franqueza. Doy a usted el ejemplo, y declaro con placer que prefiero la paz y la unión; pero si fuera preciso romperlas, tengo derecho y los medios. Añado que el menor obstáculo por su parte será tenido por una declaración de guerra. Vea usted que la respuesta que pido no exige largas ni prolijas frases. Bastan dos palabras.
París, 4 de diciembre de 17…
Respuesta de la marquesa de Merteuil
(escrita al final de la misma carta)
¡Pues bien! la guerra.
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Los boletines la instruirán mejor que yo del mal estado de nuestra enferma. Entregada a su cuidado, no tengo por ello tiempo de escribirle, más que por haber otros hechos además de la enfermedad. He aquí uno que yo no esperaba. Es una carta que he recibido de monsieur de Valmont, a quien place tomarme por confidente y aun por mediadora cerca de madame de Tourvel, para quien incluía una carta adjunta a la mía. He devuelto una y respondido a la otra. Mando a usted la última, y creo que juzgará, como yo, que no puedo ni debo hacer nada de lo que me pide. Y aun cuando hubiese querido, la desgraciada amiga no estaría en estado de oírme. Su delirio es continuo. Pero, ¿qué diría usted de la desesperación del vizconde? ¿Será cierta o pretenderá engañar a todo el mundo hasta el fin?
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Si por esta vez es sincera, puede decir que ha hecho la dicha por sí mismo. Creo que quedará contento de mi respuesta; pero confieso que cuanto se relaciona con esta aventura desgraciada me irrita contra su autor.
Adiós, mi querida amiga; vuelvo a mi triste tarea más triste aún por la falta de esperanzas. Ya conoce usted mi cariño.
París, 5 diciembre 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT AL CABALLERO DANCENY
Dos veces he estado en su casa, mi querido caballero; pero desde que Ud. ha abandonado el papel de amante por el de hombre de buenas fortunas, se ha hecho inencontrable. Su criado me aseguró, sin embargo, que volvería a la noche, que tenía orden de esperarle; pero yo, instruido de sus proyectos he comprendido que usted no permanecerá en su casa más que unos momentos, y al punto renovará sus excursiones triunfadoras. En buena hora, no puedo más que aplaudir; pero tal vez por esta noche usted cambie de dirección. Usted no conoce todavía más que la mitad de sus asuntos; es preciso ponerse al corriente de la otra, y después, decidir. Lea pues en calma. No trataré de distraerlo de sus placeres, sino al contrario, presentarle la elección entre ellos.
Si hubiera tenido su entera confianza, si hubiera sabido por usted la parte de sus secretos, que me ha dejado adivinar, habría sido instruido a tiempo, y mi celo, menos torpe, no molestaría hoy su marcha. Cualquier partido que usted tome hará hoy la dicha de otro.
¿Usted tiene una cita para esta noche, no es cierto, con una mujer encantadora a quien ama? porque a su edad, ¿qué mujer no se adora al menos los ocho primeros días? El lugar de la escena debe aumentar el encanto. Una casita deliciosa, tomada para usted, debe embellecer la voluptuosidad, los encantos de la libertad y del misterio. Todo está convenido; usted es esperado, usted arde en deseos de llegar allí; he aquí lo que ambos sabemos, aunque nada me haya dicho. Ahora, he aquí lo que usted no sabe y lo que voy a decirle yo.
Desde mi vuelta a París me ocupaba en los medios de aproximar a usted a madame de Volanges; lo había prometido, y la última vez que le hablé de ello, tuve ocasión de oír de sus labios, que era todo aquello ocuparme en su dicha. No pude triunfar por mí solo en empresa tan difícil; pero después de preparados los medios, confié el resto al celo de su joven amada. Ella ha encontrado en su amor recursos de que mi experiencia carecía; la desgracia de usted quiere que haya triunfado. Desde hace unos días, me ha dicho ella, se han vencido toda suerte de obstáculos, y hoy la dicha que buscaba sólo de usted depende.
Desde hace unos días se jactaba de comunicarle la noticia por sus propios labios, y a pesar de la ausencia de su mamá, hubiera sido recibido usted; ¡pero usted no se ha presentado! y para decirlo todo, sea capricho o razón, la joven me ha parecido un tanto enojada de tan poca diligencia por parte suya. En fin, ha encontrado el medio de hacerme llegar a ella, y me ha hecho prometer que entregaría a usted la carta que le adjunto. A tanta obstinación, por parte suya, me parece que es fuerza una cita para esta noche. Sea lo que fuere, he prometido por mi honor y mi amistad, que usted tendrá la tierna misiva por la tarde, y ni puedo ni quiero faltar a mi palabra.
Ahora, ¿cuál será, joven, su conducta? Puesto entre la coquetería y el amor, entre el goce y la dicha, ¿cuál será su elección? Si hablase al Danceny de hace tres meses, o sólo al de hace ocho días, seguro de su corazón, lo estaría de su conducta; pero el Danceny de hoy, arrancando por las mujeres, corriendo aventuras, y un tanto salteador, según el uso, ¿preferiría la tímida niña, que sólo tiene su cabeza, su inocencia y su amor, a los encantos de una mujer aguerrida?
En cuanto a mí, mi querido amigo, aun en los principios en que usted hoy abunda, y que confieso que son en cierto modo los míos, las circunstancias me decidirían por la joven amante. Por de pronto es una más, y luego la novedad, y aun más el temor de perder el fruto de tantos desvelos descuidando el cogerlos; porque, en fin, sería dejar la ocasión frustrarse, y no siempre vuelve, y sobre todo en una debilidad primera; a veces, en este caso, basta un momento de enfado, una sospecha, menos aún, para impedir el mejor triunfo. La virtud que se ahoga se salva a veces en una tabla; después vuelve a su fuerza y es difícil de rendir.
Además, ¿qué arriesga usted?: ni una ruptura; algún pequeño disgusto a lo más, merced al cual se compra el placer de una reconciliación. ¿Qué otro placer queda a la mujer rendida que el de la indulgencia? ¿qué ganaría con la severidad? La pérdida de un placer sin gloria ni provecho.