Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (15 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¡Hortense! ¡Eres un monstruo! —exclamó Peter.

—¡Oh! Mira, yo, a la hermana de Tom, no la conocía. ¿Quieres que me arranque la piel de las mejillas y me eche a llorar?

—Me hubiera gustado que mostraras un poco de compasión...

—¡Odio esa palabra! ¡Es asquerosa! ¿No hay más azúcar? Si en esta casa yo tengo que pensar en todo, pues...

—¡Hortense! —gruñó Peter dando un manotazo sobre la mesa de la cocina.

Peter era moreno, seco y nervioso. Tenía veinticinco años, la piel picada por un antiguo acné, las mejillas hundidas. Llevaba unas gafitas redondas y estudiaba ingeniería mecánica. Hortense nunca había sabido muy bien en qué consistía eso. Asentía con la cabeza cuando él se ponía a hablar de sus croquis, sus proyectos, sus experiencias, los motores en pruebas... Había decidido que no valía la pena profundizar en el tema. Le había conocido en el Eurostar, un día que iba cargada con tres bolsas enormes. Él se había ofrecido a ayudarla. Ella le había entregado las dos bolsas más pesadas.

Fue gracias a Peter como Hortense había podido alojarse en la casa. Había peleado para que sus compañeros aceptaran la presencia de una chica. A Hortense le había gustado la idea de vivir con chicos. Sus experiencias precedentes con chicas no habían sido precisamente enriquecedoras. Era más fácil convivir con chicos, si dejabas aparte su negligencia y su desidia. La llamaban Princesa y se ocupaban de los radiadores estropeados y los lavabos atascados. Y además, todos estaban algo enamorados de ella... Bueno, hasta esa noche... Porque ahora, se dijo, tendré que trabajármelos para recuperar su favor. Y lo necesito. Necesito quedarme en esta casa, necesito el apoyo de Peter cuando tengo problemas. Además, su hermana es encargada de vestuario en un teatro y podría necesitarla algún día. Cálmate, chica, cálmate, e inclínate ante la infelicidad de esa pobre chica.

—Vale, de acuerdo. Es triste. ¿Qué edad tenía?

—No finjas que te interesa, ¡suena tan falso que te hace aún más monstruosa!

—Entonces ¿qué quieres que te diga? —preguntó Hortense abriendo los brazos para expresar su confusión—. Ya te he dicho que no la conocía, no la he visto nunca... ¡Ni siquiera en foto! ¡Quieres que disimule y cuando lo hago me lo reprochas!

—Me hubiese gustado que tuvieses un segundo de humanidad, pero sin duda es pedirte demasiado...

—Quizás. Hace mucho tiempo que renuncié a preocuparme de las miserias del mundo. Hay demasiadas y me siento desbordada. No, en serio, Peter, cuéntame por qué se ha matado...

—Perdió en la Bolsa toda su fortuna... y la de un montón de gente para la que trabajaba...

—Ah...

—Saltó del tejado del edificio...

—¿Era muy alto?

Y como Peter volvía a fulminarla con la mirada:

—Bueno, quiero decir..., ¿murió en el acto?

Comprendió que se estaba haciendo un lío y decidió callar.

Es lo que pasa siempre cuando se disimula: no pareces convincente y se nota.

—Sí. Casi. Después de unas convulsiones. Gracias por preguntar.

Al menos no sufrió, se dijo Hortense. Quizás, en los últimos metros, se arrepintió... Sintió ganas de volver a subir, de frenar... Debe de ser horrible morir aplastada. Una deja de estar presentable. El enterrador sella la tapa del ataúd para que nadie pueda verte. Volvió a pensar en su padre y se le contrajo el rostro.

—Hortense, vas a tener que cambiar...

Dejó pasar un minuto y añadió:

—Yo peleé para que pudieses venir a vivir aquí...

—Lo sé, lo sé..., pero soy así. Me cuesta disimular.

—¿No puedes ser un poco más buena? ¿Aunque sea un poquito?

Hortense hizo una mueca de disgusto al oír la palabra «buena». Odiaba esa palabra. También era asquerosa. Al ver la mirada insistente y severa de Peter reflexionó durante un momento.

¿Cómo se hace para ser «buena»? Yo nunca lo he intentado. Me huele a estafa, a traición del alma, a pérdida de energía y todas esas cosas.

Se terminó el queso blanco, el jamón, apuró el café. Levantó la cabeza. Miró fijamente a Peter, que esperaba una respuesta, y soltó de un tirón:

—Puedo ser buena, pero no quiero que se note... ¿De acuerdo?

* * *

Y entonces llegó el día en el que Joséphine se examinó de su HDI.

El día en el que, tras años de estudios, de conferencias, de seminarios, de largas estancias en la biblioteca, de redactar tesis, artículos, libros, iba a presentarse ante un jurado y defender su trabajo.

Su director de investigación había decidido que ya estaba lista. Se había fijado la fecha. Sería el 7 de diciembre. Quedaba claro que los miembros del jurado recibirían personalmente, en septiembre, un ejemplar del texto de Joséphine para que tuviesen tiempo de leerlo, estudiarlo e incluir notas.

Se acordó que dispondría de treinta minutos para presentarse, exponer su historial, sus investigaciones, todas las fases, todos los autores estudiados, y otros treinta minutos para responder a todas las preguntas del jurado.

Se acordó que la prueba empezaría a las catorce horas y concluiría a las dieciocho horas, y a continuación el veredicto y una copa que la candidata ofrecía a los presentes.

Ése era el protocolo.

Joséphine se había entrenado como para una competición deportiva. Había escrito una introducción de trescientas páginas. Había enviado un ejemplar del texto a cada miembro del jurado. Y había entregado uno a la facultad.

Era una exposición pública. Habría unos sesenta asistentes en la sala. En su mayoría compañeros. Ella no había invitado a nadie. Quería estar sola. Sola frente al jurado.

Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, buscando el sueño. Se había levantado tres veces para comprobar que el texto estaba sobre la mesita del salón. Había comprobado que no se había extraviado ninguna hoja. Había contado y recontado los distintos elementos. Releyó el índice temático. Hojeó los capítulos.

Cada línea de investigación estaba desarrollada de forma armoniosa. «Volumen y sentido», le había recomendado su director de tesis.

Había colocado las palmas de las manos sobre el enorme paquete. Siete mil páginas. Siete kilos y medio. «El estatus de la mujer en el campo y la ciudad, en la Francia del siglo XII». Quince años de trabajo, de investigación, de publicaciones en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en Alemania, en Italia. Conferencias, artículos que había publicado, escogió uno al azar y lo hojeó, «el trabajo femenino en los telares... Las mujeres trabajaban tanto como los hombres..., el trabajo de tapicería...» o «el giro económico de los años 1070-1130 en Francia..., los primeros signos de desarrollo urbano..., la introducción de la moneda en el campo..., la proliferación de ferias en Europa..., las primeras catedrales...», o su artículo final, su conclusión, en la que hacía un paralelismo entre el siglo doce y el veintiuno... El dinero se vuelve todopoderoso y reemplaza al trueque, modifica paulatinamente la relación entre las personas, entre los sexos, los pueblos se vacían, las ciudades crecen, Francia se abre a la influencia exterior, el comercio se expansiona y la mujer ocupa su lugar, inspirando a los trovadores, escribiendo novelas románticas, se convierte en el centro de atención del hombre que se pule, se afina... La influencia de la economía sobre el estatus de la mujer. ¿La economía suaviza las costumbres o, por el contrario, vuelve a las personas más brutales?

Era el capítulo que había redactado para un librito que se había publicado en ediciones Picard, una obra colectiva que había vendido dos mil ejemplares. Todo un éxito, tratándose de un libro universitario.

Saber que ese libro modesto y brillante estaba allí la había tranquilizado. Se había dormido leyendo la hora en las cifras luminosas del cuadrante del despertador: 4:08.

Había preparado el desayuno.

Había despertado a Zoé.

—Piensa en mí, cariño, piensa en mí esta tarde entre las dos y las seis, cuando esté ante el tribunal.

—¿Te presentas al HDI?

Joséphine había asentido con la cabeza.

—¿Estás nerviosa?

—Un poco...

—Ahora te toca a ti —había respondido Zoé besándola—. Todo irá bien, mamá, no te preocupes, eres la mejor...

Tenía restos de confitura en la mejilla izquierda.

Joséphine había alargado un dedo para borrar el rojo de las moras silvestres y la había besado.

Hacia las doce, estaba lista.

Verificó por última vez si el expediente estaba completo, contó y volvió a contar las páginas, las publicaciones, los artículos, royéndose la pielecilla de alrededor de las uñas.

Encendió la radio para obligarse a pensar en otra cosa, tararear una canción, reírse de un buen chiste o escuchar las noticias. Dio con una emisión que hablaba sobre la resiliencia. Un psiquiatra contaba que los niños maltratados a quienes habían acosado, quemado, golpeado, violado o torturado, esos niños, una vez convertidos en adultos, tenían tendencia a considerarse a sí mismos como objetos. Objetos indignos de ser amados. Y estaban dispuestos a todo para que se les quisiese. A hacer volteretas, el pino, a alargar el cuello como si fueran jirafas, a disfrazarse de cebra...

Ella miró su expediente, la enorme bolsa de colores de Magasin U que lo contenía, y mojó los labios en el tazón rosa...

Diciembre y su luz casi blanca. Un rayo mortecino cruzaba la cocina y acababa iluminando la pata de la mesa. Las partículas de polvo en el haz de luz, frío como el de los faros...

Pronto hará cuatro meses...

Hacía casi cuatro meses que Iris se había marchado bailando en el bosque...

Antes contaba los días y las semanas, ahora tengo que contar los meses.

«Esos niños —insistía la voz de la radio— se convierten en adultos que necesitan tanto amor, que están dispuestos a todo para conseguir unas migajas. Dispuestos a olvidarse de ellos, a disfrazarse de deseo del otro, a colarse dentro de él... Para así poder gustar, ser, por fin, aceptados y amados».

«Esos niños —seguía diciendo— son las principales víctimas de las sectas, de los locos, de los extorsionadores, de los pervertidos o, por el contrario, se transforman en magníficos supervivientes que se mantienen fuertes y erguidos».

«Lo uno o lo otro».

Joséphine escuchaba las palabras de la radio. Seguía pensando en su hermana. Intentaba comprender.

«Dispuestos a todo para que se les quiera...», repetía la voz.

«No lo bastante seguros de sí mismos como para mantener una opinión, plantear una pregunta, poner en duda las palabras del otro, defender su territorio... Cuando uno se quiere, se respeta, se sabe defender. No se deja pisotear. Cuando uno no se quiere, deja que cualquiera entre en su vida y le pisotee...».

Escuchaba las palabras..., que se alojaban en su cabeza, dispuestas a crecer, a hincharse. Para darle una pista.

Intentó apartarlas. ¡Ahora no, ahora no! Más tarde... Tengo que seguir en el siglo doce... No había psiquiatras en el siglo doce. Quemaban a las brujas que penetraban en tu mente. Sólo creían en Dios. La fe era tan fuerte que san Eloy le cortó la pierna a su caballo para herrarla mejor, rogando a Dios que la volviese a pegar rápidamente. El caballo estuvo a punto de morir desangrado, ¡ante la sorpresa de san Eloy!

Y recitó como una alumna aplicada. Como si cantara la tabla de multiplicar:

«El siglo doce es la época en la que se construyeron catedrales, hospitales, universidades... En el siglo doce empezó a expandirse la enseñanza de cierto nivel. En las ciudades en pleno desarrollo, los burgueses quieren que sus hijos sepan leer y contar, en la corte se necesitan cada vez más profesionales de la escritura, contables, archiveros... El joven de buena cuna —y a veces también la joven— debe aprender gramática, retórica, lógica, aritmética, geometría, astronomía y música... La enseñanza se hace en latín... Los maestros tienen alumnos que les pagan un salario. Cuanto mejores son, mayor es el salario, y los profesores libran una feroz competencia, pues les pagan sus méritos. Los más brillantes, como Pedro Abelardo, atraían a las masas y sus colegas envidiosos les detestaban. Del siglo doce procede el proverbio: "Dios creó a los profesores y Satán a los colegas"».

Ella estaba preparada para enfrentarse a los profesores y a los colegas.

Escogió una falda plisada que le tapaba las pantorrillas y se alisó el pelo con una diadema negra. No atraer a nadie, asemejarse a un tratado de gramática. «Dios creó a los profesores y Satán a los colegas...». No había incluido
Una reina tan humilde
en el expediente. Sabía que a sus colegas no les había gustado que se saliese de la norma y obtuviera un éxito tan grande. Murmuraban a sus espaldas, se burlaban, decían que el libro era una pura novela rosa... Algunos lo calificaban de vulgaridad de baja estofa. Así que había omitido la mención a su libro. Parecerse al color de las paredes. Moverse sin hacerse notar. Sobre todo no brillar...

Una carpeta azul sobresalía del expediente. Joséphine empujó el lomo para ponerla en su lugar. Como se resistía, la sacó con cuidado. Era su capítulo sobre los colores y su significado en la Edad Media. Los colores y su representación en las casas, las bodas, los entierros, los menús de las celebraciones confeccionados por el ama de casa. Voy a abrirlo al azar y a leerlo un instante. ¡No, no! No vale la pena, me lo sé de memoria. Lo abrió y cayó sobre el arco celeste. Llamado arco iris desde la Edad Media. Del latín
iris, iridis
, y éste a su vez del griego
iris, iridos
, que designaba a la mensajera de los dioses, la personificación del arco iris.

Dejó la carpeta, aturdida.

Quizás Iris había sido maltratada de niña.

La idea volvía de nuevo, recogiendo fragmentos de vida aquí y allá, volvía al origen de todo ese dolor que creía ser la única en haber sufrido, ese dolor del que, pensaba, se había librado Iris.

Quizás había afectado también a Iris.

Quizás ella había terminado creyendo que era un objeto, con el que se podía hacer cualquier cosa, quizás se había consumido en una alegría desenfrenada al ofrecerse como regalo al hombre que... La maltrataba. La ataba. Le daba órdenes.

Su diario relataba esa extraña alegría, ese gozo. Contaba esos días y esas noches en los que se convertía en un juguete roto, desarticulado..., en esa muñeca...

Pero entonces, ¿también Iris? Iris, al igual que yo...

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