Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Hortense se levantó, dejó tres libras encima de la mesa y la abandonó en la terraza del Wagamama, aspirando los fideos uno por uno.
Shirley la vio alejarse. Alta, delgada, cimbreante sobre sus sandalias altas y rosa. Golpeando el aire con el bolso para alejar al paseante que quisiera acercarse. El largo brazo de Gary vino a posarse sobre los hombros de Hortense. La melena morena de Gary se inclinó sobre los cabellos ondulados de Hortense. Se alejaban con las cabezas juntas. Volvió a ver la pequeña cocina de Courbevoie, donde Gary y Hortense venían a lamer los platos cuando ella hacía pastel de chocolate. Había unos visillos blancos recogidos, vaho en los cristales, un suave y relajante olor a pastelería, una sonata de Mozart en la radio. Ellos se sentaban a la mesa, codo con codo, tenían diez años, volvían del colegio, ella les anudaba un trapo alrededor del cuello, les arremangaba y le daba a cada uno una gran ensaladera manchada de chocolate negro fundido que ellos limpiaban con la lengua, los dedos, las manos, pringándose de negro hasta las pestañas. Se echó a llorar. Lágrimas ardientes que recorrían sus mejillas, que caían en el bol de fideos amarillos, lágrimas con gusto a pasado.
* * *
Habían adoptado esa costumbre extraña y deliciosa...
Algunas noches por semana.
Becca le esperaba en la cocina, sin delantal.
Philippe se unía a ella.
Se pasaba la mano por el pelo y preguntaba bueno, ¿qué hacemos hoy?
Becca le había comunicado a Annie que, a partir de entonces, ella se encargaría de hacer la cena. Annie podría echarse la siesta, bordar bonitos manteletes para colocarlos debajo de los platos y así tendrían círculos de todos los colores. Annie aceptó. Ya no tenía ganas de pasarse las tardes cocinando. Le pesaban las piernas, tenía que dejarlas descansar, sentada en un taburete.
Becca iba a hacer la compra, repartía la verdura, la carne, el pescado, el queso, los pepinillos, las fresas y las cerezas sobre la mesa. Abría un libro de cocina y componía el menú. Divagaba en torno a mil combinaciones descabelladas. ¿Pollo a la fresa? ¿Conejo con colinabo? ¿Lenguado al caramelo y chocolate? ¿Y por qué no? La vida es triste porque se repite cada día. Basta con cambiar los ingredientes y empieza a cantar. La llave giraba en la puerta de la entrada, Philippe gritaba Hello! Hello! Se quitaba los zapatos de cordones, la chaqueta y la corbata, se ponía un jersey que se pudiese manchar y cogía un gran delantal.
Pelaba, cortaba, lavaba, quitaba pepitas, rallaba, cortaba en láminas, desplumaba, hervía, guisaba, gratinaba, cubría, glaseaba, pochaba, reducía, batía, removía, espolvoreaba y...
Hablaba.
De todo, de cualquier cosa. A veces de él.
Ella escuchaba, con un ojo sobre las vituallas y el otro en el libro de recetas.
Se ponían manos a la obra.
Era ella la que abría el baile.
Philippe decía que eso le recordaba su infancia. La gran cocina normanda, los pucheros de cobre casi rojos, las cacerolas colgadas de las paredes, los viejos azulejos de cerámica, las cabezas de ajos y cebollas en guirnaldas sobre las ventanas, los visillos de vichy azul y blanco. Era hijo único y se refugiaba en las faldas de Marcelline, cocinera y mujer para todo.
Becca elegía los utensilios, preparaba los huevos y la harina, la mantequilla y el perejil, los calabacines y las berenjenas, los pimientos y la harina, abría una botella de aceite y decidía que, al fin y al cabo, cocinar era fácil, que los franceses le daban demasiada importancia. Él protestaba, afirmaba que en ninguna otra lengua había tantas palabras para celebrar el arte de la mesa, porque es así como se llama, mi querida Becca. Ella respondía blablabla palabrería, él replicaba
sauce aurore, gribiche, ravigote, rémoulade, velouté, escabèche
, ella le cerraba el pico con un
koulibiac
, él no tenía ni idea...
Ella estaba encantada.
Aprendía palabras francesas complicadas leyendo su libro de cocina.
Aprendía a hablar con él fundiendo la mantequilla y dorando el ajo sin pelar.
Cada día intimaban más.
Cada confesión llevaba el nombre de un plato.
Ella lo apuntaba en la pizarra de Annie en la cocina.
Aquello formaba una especie de cantinela.
Ella le hablaba de su amor perdido...
Que volvía por las noches.
Cuando todo el mundo dormía. No quería cruzarse con nadie.
Ella le llamaba ese animal...
Él protestaba:
—No le llame así, Becca. Está usted enamorada de él...
—¡Ay, sí! Le amé y le quiero todavía —respondía mordiéndose el dedo—. Pero sólo le veo yo, por las noches... Como la señora Muir y el fantasma.
—Yo también soy un fantasma para la mujer que quiero...
—Quitarse la sábana blanca sólo depende de usted... ¿Y si esta noche hiciésemos coliflor gratinada? Con bechamel. Una salsa blanca sobre una verdura blanca con leche blanca y queso blanco, ¿le apetece?
Él asentía.
Se ponían manos a la obra sin interrumpir las confidencias.
—Un día, iré a París... Estoy esperando a que me llame, a que me diga que ha salido de su niebla...
—Huevos revueltos, entonces, para acompañar a esta planta de huerto de la familia de las crucíferas...
—Ha aprendido bien la lección, Becca...
—Aprenda esto otro, Philippe: no pierda más tiempo. El tiempo pasa deprisa... Se escapa entre los dedos. A veces, sólo es cuestión de segundos y esos segundos, más adelante, pueden convertirse en una eternidad...
—Un día, ella me llamará y yo saltaré al Eurostar...
—Y ese día será usted el más feliz de los enamorados.
—¿Ha estado usted muy enamorada, Becca? —se atrevió a preguntar él poniéndose esparadrapo en un dedo. Había picado tan fino el perejil para la ensalada que se había cortado, la encimera estaba manchada de rojo.
—¡Oh, sí! No he dejado de amarle ni un minuto... Hasta que me dejó en ese cruce del Soho. Una ambulancia aplastó su moto, resulta irónico, ¿no? Se marchó en tres pasos. Un paso para decirme adiós con una gran sonrisa, otro paso para ponerse el casco y otro paso para desaparecer por la esquina de la calle. Un, dos, tres, un, dos, tres, fue como un paso de baile...
Balanceó la cabeza, hizo un círculo con los brazos por encima de la cabeza y dobló los riñones.
—No volví a verle. Nunca más...
—¿Ni siquiera en el hospital?
—No fui yo quien fue a identificarle, no me sentía con fuerzas; quería conservar la imagen del hombre vivo, saltarín, que hizo latir mi corazón durante tanto tiempo. Era mi maestro y mi inspiración. Yo bailaba para él, para dibujar lo que tenía en la cabeza. Me hacía saltar por los aires, ya no volví a bajar nunca... Hasta ese día terrible en el que me estrellé contra el suelo...
—¿Y no volvió usted a bailar?
—Ya tenía edad de retirarme de los escenarios. A los cuarenta años hay que guardar las zapatillas, eres demasiado vieja...
Ella volvió la cabeza, miró por la ventana, esbozó una triste sonrisa.
—Yo he envejecido varias veces en mi vida...
Se volvió hacia él, volvió a mirarle a los ojos.
—Teníamos planeado abrir una escuela de baile. Él era coreógrafo, yo era su estrella. Venían del mundo entero para ver sus creaciones. Yo bailaba en el Royal Ballet, querido. ¿Por qué cree usted que el intendente de la reina me abre las puertas de su refugio por las noches? Él me recuerda. Me vio bailar en el escenario, me aplaudió...
Se inclinó e hizo una reverencia de bailarina en tutú, aleteando las pestañas.
—Vivimos años tan hermosos, inventamos bailes tan bellos...; él no quería que bailásemos, quería que se viese bailar a la música... Había estudiado composición en San Petersburgo, era ruso, su padre era un gran pianista. Separaba cada movimiento como una nota de música. Le gustaban todas las músicas, ésa era su riqueza... Abrazaba al mundo entero. Quería que, cuando yo dejase de bailar para el Royal Ballet, abriésemos una escuela donde se formaran estrellas y coreógrafos. Una especie de academia de danza... Habíamos conseguido el dinero, habíamos encontrado un local en el Soho. Iba a firmar el contrato cuando lo atropellaron...
—¿No tuvieron hijos?
—Ésa fue mi gran desgracia. Perdí a un niño al nacer... Lloramos tanto juntos... Él decía no llores, era un ángel anunciador, ha abierto el camino para la llegada de otro... Levantaba los ojos al Cielo como si rezara. Me decía douchka, no llores, no llores... Cuando se marchó, me dejó sin razón alguna para vivir ni para bailar...
—Y usted se hundió...
—Caí de nuevo a la tierra. Aquello era el infierno...
Sonrió mientras vertía la leche.
—Uno no se da cuenta de que se hunde. Cree que duerme, que es una pesadilla... Deja de pagar el alquiler, se olvida de comer, de peinarse, de dormir, de despertar, pronto dejas de tener hambre, de tener sed, el cuerpo flota bajo la ropa, te extraña seguir vivo. Los amigos te evitan. Cuando tienes problemas, la gente tiene miedo de infectarse. La desgracia es contagiosa... O quizás fui yo quien se alejó de ellos por miedo a molestar...
Ante sus ojos pasó la vieja película de esos años terribles. Philippe adivinó que ella se concentraba para intentar descifrar las imágenes.
—Después todo va más deprisa. El teléfono deja de sonar, te lo cortan. Pasan los meses. Pensamos un día de éstos se acabará esta vida a la que sólo estamos unidos por un hilo... Y no se detiene como pensábamos.
—Déjeme adivinar.
—No puede adivinarlo, usted siempre ha estado protegido... Estamos amenazados si avanzamos sin red...
—Y a mí me paraliza la red...
—Porque lo ha decidido así... Piense, Philippe. La red está fuera de usted... Sólo depende de usted romperla. Yo estaba atrapada dentro.
Philippe abrió las manos para expresar que no lo entendía muy bien. La coliflor se cocía en el agua hirviendo. Ella la pinchó con un cuchillo para saber si estaba hecha.
Él insistió:
—Debe explicármelo... No puede afirmar algo tan grave y pasar a otra cosa con una pirueta...
—Venga conmigo...
Le cogió de la mano y le llevó al salón.
Su mirada se posó en cuatro lámparas majestuosas montadas sobre dos floreros de bronce de Jean Dunand, subió hasta los cuadros colgados en las paredes. Un autorretrato de Van Dongen, un óleo de Hans Hartung, un dibujo al carboncillo de Jean-François Millet, una composición gris, roja y verde de Poliakoff. Se quedó callada. Él se dejó caer en un sofá y sacudió la cabeza.
—No comprendo lo que intenta decirme...
—Yo he aprendido muchas cosas en la calle. He aprendido que todas las pequeñas cosas pueden hacerme feliz. El refugio en casa del intendente de la reina, una buena sopa caliente, una manta encontrada en la basura...
—Esos objetos que usted me enseña en silencio también me hacen feliz...
—Esos objetos le emparedan, le impiden vivir. Uno no puede moverse aquí. Está usted rodeado. Por eso tiene esa pesadilla... Dónelos y se sentirá mejor...
—¡Son toda mi vida! —protestó Philippe.
Cada día, ella señalaba un nuevo objeto, un cuadro, un sillón, un dibujo, una acuarela, un péndulo en forma atormentada en bronce tallado y, cada día, decía con voz suave:
—Esto es lo que cree que es su vida y esto es lo que le ahoga... Empiece por deshacerse de este fardo de muebles, cuadros, obras de arte que acumula sin verlos siquiera...
—¿Lo cree de verdad? —decía él con una vocecita que se resistía.
—Usted ya lo sabe... Lo sabe desde hace mucho tiempo. Yo le escucho cuando habla, pero oigo sobre todo lo que usted no me dice... y lo que usted no dice es más importante que las palabras que pronuncia...
Ese día habían vuelto a la cocina. Ella había cubierto la coliflor cocida con una salsa bechamel. Habían asado un trozo de ternera con cebollitas blancas, y descorcharon una botella de vino ligero.
Annie, Dottie y Alexandre habían aplaudido. Elogiaron la comida limpiándose los labios con pesadumbre de expertos gastrónomos.
Él no escuchaba. Pensaba en lo que le había dicho Becca...
Y un buen día de mayo...
Entró en la cocina donde Becca pelaba hinojo para hacerlo a la brasa, se colocó detrás de ella, frente a la ventana encima de la pila. Ella no se volvió, continuó cortando los hinojos en dos.
—¿Recuerda usted lo que me había dicho a propósito de mis cuatro lámparas del salón?
—Perfectamente...
—¿Lo sigue pensando?
—Con una de esas lámparas, podría darse de comer a decenas de hambrientos. ¡Y vería usted igual de bien con tres!
—Es para usted. Se la doy... Haga lo que quiera con ella.
Ella le había respondido con irónica indulgencia:
—Sabe usted muy bien que eso no funciona así... ¡No me voy a poner en la esquina de la calle con mi lámpara y cambiarla por comida y mantas!
—Entonces propóngame algo y hagámoslo juntos... Le entrego mis lámparas y mis cuadros. No todos, pero los suficientes para que pueda hacer algo con ellos...
—¿Está hablando en serio?
—Lo he pensado bien. ¿Cree usted que no me siento incómodo en este piso tan bonito? ¿Cree que no veo la miseria que hay en el exterior? ¿Tan mal piensa de mí?
—Oh, no... ¡Eso seguro que no! No viviría en su casa si pensara que es usted un tipo asqueroso.
—Entonces hágame una propuesta...
—Es que no tengo nada concreto en la cabeza. Se lo dije así, sin pensar...
—Piénselo entonces...
Ella levantó los ojos al cielo, se secó las manos con el trapo colgado de la barra del horno, y suspiró.
—¿Qué quiere usted exactamente, Philippe? Resulta desconcertante...
—Busco la paz. La paz de saber que vivo de acuerdo conmigo mismo, que sirvo para algo, la paz de hacer feliz a una o dos personas, y el orgullo de decirme que llevo una vida honorable... Usted puede ayudarme, Becca.
Ella le escuchaba, seria, grave. Sus ojos azules se habían vuelto negros y fijos.
—¿Haría usted eso? ¿Renunciaría a todos esos bártulos?
—Creo que estoy listo... Pero hágalo despacio, sin brusquedad...
* * *
Joséphine se cruzó con el señor Boisson en la farmacia.
Esperaba en la cola de clientes, los ojos bajos sobre las pálidas mejillas blancas. Ella estaba justo detrás. Du Guesclin esperaba en la acera vigilando el carrito. Es para ti que voy a hacer la cola, para tu oído dolorido, así que espérame, pórtate bien, ¡y no gimas!