Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (82 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Vivía en Brixton, al sur de Londres. En una casita de ladrillo rojo frente a un
council estate
[77]
. Ocupaba un pequeño apartamento en el sótano. Shirley no iba a verla con frecuencia. Al cabo de un rato empezaba a asfixiarse en ese sótano lúgubre y tenía que salir a toda prisa.

Bajó varios escalones, pasó entre cubos de basura y contenedores de reciclado desbordantes de latas, cartón y botellas. Un paraíso para las ratas, pensó, fijándose dónde ponía los pies.

Eleonore abrió la puerta. Tenía el pelo blanco, amarillento en las puntas, pegado a la cabeza con horquillas, parecidas a las ramas de un árbol de Navidad. Llevaba un vestido verde con un chaleco amarillo limón que se veía a la legua que era acrílico, y las gafas atadas con un esparadrapo. Había agujeros de cigarrillo en la parte delantera del chaleco amarillo.

Shirley entró en una cocinita que daba a un cuarto de estar. Detrás de los cristales, vio un jardín, quiso mostrarse amable y dijo:

—Un jardín es algo realmente agradable...

—No es un jardín, han cubierto el suelo de cemento para no tener filtraciones...

Se frotó la nariz y añadió:

—Eres muy amable al venir... Yo ya no salgo mucho. Soy como los viejos, tengo miedo. ¿Sabías que ahora instalan cámaras en el interior de los pisos? Un circuito de videovigilancia. Para localizar a futuros terroristas...

—Eso me parece monstruoso, están construyendo una sociedad a lo Gran Hermano...

—¿Y ése quién es?

—Es de una novela... Cuenta lo que nos puede pasar si ponemos cámaras de vigilancia en todos lados...

Eleonore se encogió de hombros cuando escuchó la palabra «novela».

—¡Había olvidado que eras una intelectualoide!

—¡No soy una intelectualoide!

—¿No oyes cómo hablas?

Eleonore había dejado de ir al colegio a los catorce años. Se había empleado en una fábrica de yute, en Dundee, al norte de Edimburgo, ciudad de la que era originaria su familia. Cuando ella era joven, los habitantes de Dundee entraban en la fábrica de yute o emigraban. No había otra posibilidad. Cuando terminaba de trabajar por las noches, escupía filamentos de yute y no podía comer nada. Más tarde, cuando su hermano se había instalado en Londres, le había seguido. Era la hermana mayor, debía cuidar de él. El chico estudiaba en la universidad. Después le admitieron en uno de los regimientos de la reina, los Coldstream Guards. Al principio, había permanecido en un cuartel de Londres, y más tarde le destinaron al extranjero. Se había distinguido en algunas campañas militares y había destacado como un elemento honesto, sólido y seguro. Así fue como había entrado en palacio y se había convertido en el secretario particular de la reina, el
Principal Private Secretary
. Era la esperanza y el honor de la familia. En Londres, Eleonore había encontrado trabajo en otra fábrica, un taller de confección en Mile End. Trabajaba todo el día, y cuando volvía por la noche hacía la limpieza, cocinaba, lavaba y planchaba. Cuando él se fue a vivir a palacio, ella permaneció en Londres. No quería volver con su familia. Se había acostumbrado a vivir sola. Él iba a verla los domingos. Tomaban té escuchando el péndulo del gran reloj. Él tuvo que trabajar duro para fundirse con el decorado del palacio, borrar su acento, sus maneras rudas, aprender etiqueta, aprender a inclinarse.

—¡Pues a mí me parece bien que pongan cámaras en casa de la gente! Si no haces nada malo ¿de qué tienes miedo?

—¡Pero eso es monstruoso!

—Dices eso porque vives en barrios de ricos, ¡porque no vuelves a casa muerta de miedo con la bolsa de la compra! Por aquí estamos todos de acuerdo... ¡Sólo los ricos se dedican a moralizar sobre eso!

Shirley decidió no discutir. La última vez se habían peleado. Shirley afirmaba que su padre era gran chambelán, su tía le respondía que no era más que secretario particular. ¡Ni más ni menos que un sirviente! Le habían elegido por su docilidad. ¡Y pensar que yo trabajé tan duro por un hombre dócil! ¡Y de dócil a servil no hay mucha diferencia!, refunfuñaba, mirando fijamente la tetera, haciendo un cuenco con las manos alrededor del pitorro por miedo a que goteara y manchara el mantel.

—Papá no era servil, ¡era un hombre educado y discreto! —había protestado Shirley.

—¡Un lacayo! ¡Yo tenía fuerzas, tenía rabia! ¡Pero a mí no me pagaron los estudios! Porque era una chica y, en mi época, ¡las chicas no contaban para nada! Y él ¿qué hizo después de tantos años de estudios? ¿Eh? ¡Convertirse en un criado! ¡Menudo éxito!

—Eso es falso, eso es falso —repetía Shirley—, era gran chambelán y todo el mundo le respetaba...

Habían terminado refunfuñando cada una por su lado, habían visto un estúpido culebrón en la tele y cuando Shirley se había marchado, su tía le había acercado la mejilla sin levantarse.

Eleonore le ofreció una taza de té y pastelitos secos; se sentaron a la mesa. Preguntó por Gary. Dijo que los jóvenes necesitaban viajar porque la vida pasaba deprisa y después termina una encerrada en una ratonera con un jardín de cemento.

—Te agradezco la carta y las fotos...

Eleonore levantó la mano por encima de la cabeza como si aquello no tuviese ninguna importancia.

—Pensé que tú lo necesitarías más que yo...

—Llegó en un momento en el que me estaba haciendo un montón de preguntas...

—No sabrás dónde podría encontrar un buen podólogo, los pies me están matando... ¡Sólo aguanto mis zapatillas!

La habitación estaba sumida en la oscuridad. Eleonore se levantó para encender la luz. Shirley le pidió que le hablase de su padre. Por favor, Eleonore, es importante.

Ella contestó que no sabía gran cosa, que él no se sinceraba.

—Y, de hecho, tú tampoco... Era como si cada uno tuvieseis vuestro secretito que guardabais celosamente. Erais distantes. O bien yo no era bastante buena para vosotros...

Shirley insistió:

—¿Qué quieres decir con eso de «distantes» y «secretito»?

Eleonore suspiró, es complicado, es complicado explicar ese tipo de cosas... Era más bien una impresión que tenía, porque en realidad tu padre y yo nunca hablábamos.

—Era un buen hombre... Un buen hombre dócil, que cerraba la boca.

—¿Y yo? ¿Cómo era yo?

—¡Tú, tú eras mala!

—¿Mala?

—¡Tenías rabietas a todas horas!

—...

—Yo no entendía por qué. Empezaban por cualquier cosa, te decían «no hagas eso, no hagas lo otro» y tú comenzabas a gritar. No eras una niña fácil, ¿sabes?...

Apuntó con un dedo acusador a Shirley. Una hebra del árbol de Navidad se cayó y ella la volvió a colocar con un dedo deformado por la artritis.

—Pero ¿puedes darme un ejemplo? ¡Es fácil decir eso sin explicarlo!

—Bueno, tú preguntas, yo contesto...

—¡Quiero saberlo! ¡Haz un esfuerzo, mierda! ¡Eleonore! ¡Eres mi única familia!

—Recuerdo un día... Estaba lloviendo, habíamos ido los tres de paseo, y te puse la capucha con un gesto brusco para que no te mojaras. ¡Lo que gritaste! Gritabas
Don’t ever do that again! Ever!
Nobody owns me. Nobody owns me!
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Tu padre te miraba con tristeza, decía es culpa mía, Eleonore, es culpa mía... Y yo decía ¿cómo que es culpa tuya? ¿Es culpa tuya que su madre haya muerto de parto? ¿Es culpa tuya que te las tengas que arreglar solo para educarla? ¿Es culpa tuya que te impongan horarios imposibles en palacio? Era un hombre que cargaba con todos los pecados del mundo a sus espaldas... Era demasiado bueno. Y tú, creo que nunca he conocido a una niña tan violenta. Y sin embargo le querías. Siempre le defendías... Nadie podía tocar a tu papá...

—¿Eso es todo?

—Bueno... ¡No era agradable! ¡Te ponías roja y furiosa por cualquier cosa! Nunca vi a una cría así...

Y después llegó la hora de su culebrón.

Eleonore había encendido la tele y Shirley se había marchado.

Había dejado cuatro billetes de cincuenta libras sobre la cómoda.

Es fácil recordar el pasado después. Cuando no hay nadie que lo verifique...

Sentada en el Starbucks, recordaba a la niña siempre enfadada y observaba a la gente. La camarera, inclinada sobre el lavavajillas, ordenaba las tazas y los platos, se volvía a levantar, se secaba la frente.

Shirley se levantó. Buscó la mirada de la chica para despedirse de ella. No encontró más que su espalda. Renunció.

Caminó por Brewer Street en busca de una ferretería. Encontró una en Shaftesbury. Entró. Se dirigió a un mostrador, encontró un adaptador por 5,99 libras y lo llevó orgullosamente a la caja, pagó y se lo metió en el bolsillo.

* * *

Henriette se había apuntado en un curso de informática en la calle Rennequin.

Iba por las tardes. Las clases tenían lugar en una tienda que vendía accesorios para ordenadores e imprimía prospectos. Por las tardes, no había más que viejos que hacían mil veces la misma pregunta, paseaban sus dedos y sus ojos gastados sobre el teclado, murmuraban que era demasiado difícil y se quejaban. Ella pataleaba, odio a los viejos, odio a los viejos, no seré nunca vieja.

Se apuntó a las clases nocturnas. Los alumnos eran más desenvueltos, aprendía más deprisa. Era una inversión. No debía malgastar el dinero.

Chaval le había entregado la llave del cajón donde la Trompeta guardaba sus claves. Le había dado la clave de la alarma. Sabía que la cambiaban más o menos cada tres meses. No convenía retrasarse.

Esperaba la noche en la que podría colarse en la empresa. Una noche en que Ginette y René hubiesen salido... Pasaba una y otra vez delante del número 75 de la avenida Niel, espiando sus idas y venidas. Así supo que salían a cenar todos los jueves a casa de la madre de Ginette. René protestaba al subir al viejo Renault gris aparcado en el patio, gruñía ¡tu madre! ¡Tu madre! ¡No tenemos por qué ir a verla todos los jueves! Ginette no respondía. Se sentaba delante, con un paquete sobre las rodillas con un bonito lazo rosa como el que ponen en las pastelerías. Henriette, escondida detrás de la verja, esperaba.

Chaval descubría los placeres de ser dueño y señor de una pobre mujer.

Él ordenaba, ella obedecía, él amenazaba, ella temblaba, él sonreía, ella languidecía. Él la volvía loca y ella se postraba con una devoción que le daba ganas de maltratarla.

No la tocaba, no la abrazaba, no la besaba, se contentaba con entreabrir su camisa blanca sobre su torso bronceado y ella bajaba los ojos. La estoy domando, pensaba, la estoy domando mientras se me ocurre qué puedo hacer con ella. Es tan dócil que me puedo permitir pensar en cualquier cosa.

Lástima que fuese vieja y fea, la hubiese puesto a hacer la calle. Aunque, quizás... Algunas viejas trabajan muy bien. Se había informado. Había una que se ofrecía cerca de la puerta Dorée. Había estado con ella. Había disfrutado de sus servicios cerrando los ojos para no ver la nuca arrugada que bajaba y subía a lo largo de su miembro. La había interrogado mientras se subía la bragueta. Se hacía llamar la Pantera, cobraba treinta euros por una mamada, cincuenta si había penetración. Era conocida sobre todo por sus trabajos orales. Hacía una decena larga cada noche, había precisado escupiendo sobre un pañuelo.

—¿No te lo tragas?

—Sí, ¿y qué más? ¿Quieres un
doggy bag
para llevártelo a casa?

Pensó en domar a la Trompeta. ¿Unas horas suplementarias al salir del trabajo para ayudar a su amorcito necesitado? Acariciaba esa idea con complacencia. Vestida de puta, quizás llegaría a gustarle...

Después pensaba en el acuerdo con Henriette... Todavía no habían hablado sobre su porcentaje. ¡Error! ¡Grave error! Había que tener a la vieja vigilada. No soltaría la mosca fácilmente. Podría conseguir un 50% sin problemas...

¡Y sin hacer nada!

Henriette, la Trompeta... Se iba a hacer de oro gracias a esas mujeres.

La vida le sonreía por fin. Despertaba de su embotamiento. Se había sorprendido, esa misma mañana, canturreando en el cuarto de baño. Su madre le había oído y había abierto la puerta.

—¿Cómo está mi niño?

—Tengo proyectos, mamá, buenos proyectos que nos van a hacer ricos... ¡Por fin saldremos del arroyo! Compraremos un bonito coche e iremos al mar los domingos... Deauville, Trouville y todo eso...

Ella había vuelto a cerrar la puerta, confiada, y había ido a comprar una botella de espumoso para bebérsela esa misma noche, con unas lenguas de gato. Él se había puesto muy contento. Le gustaba ver feliz a su madre...

Se había plantado delante del espejo, en slip. Había contoneado los riñones, había puesto la mano sobre su vientre plano, había sacado bíceps, tríceps y cuádriceps. ¿Qué pudo pasar para que me quedara tan blanducho y débil cuando poseo una mina gracias a mi físico privilegiado? Antes no dudaba, no temblaba, gustaba, entusiasmaba, y la vida se entusiasmaba conmigo...

Jugaba con las mujeres y me sentía bien.

Había abandonado de mala gana su imagen en el espejo, se había apoyado en el borde del lavabo y había reflexionado... Tendré que llamar a Josiane. Debe de aburrirse con su retoño. La halagaré, le diré que no había mejor sabueso que ella. Ella se hinchará de orgullo y me encontrará proyectos que presentar al viejo.

Esta vez, yo impondré el porcentaje desde el principio.

Ella será el último engranaje de mi obra.

Kevin Moreira dos Santos estaba decaído.

Sus notas caían en picado. La amenaza del internado se hacía más real. La víspera, su padre había anunciado durante la cena que el próximo mes de septiembre iría a los Agustinos de Marnela-Vallée.

—¿Es una broma o qué? —había preguntado él empujando el plato.

—No es ninguna broma, es un hecho —había contestado el padre mientras cortaba una rebanada de pan con su navaja para meterla en la sopa—. Te aceptan en sexto con la condición de que asistas a clase de recuperación durante el verano. Ya te he matriculado. Asunto arreglado, no se hable más.

La vieja chiva había desertado. Se había cabreado un día que él le había, digámoslo así, hablado mal. Se había levantado de la silla y había dicho ya basta, he aguantado demasiado, tiro la toalla...

Él se había reído. ¡Pero cómo habla la vieja! ¡Pero cómo habla! ¿Qué quiere decir eso de tiro la toalla? ¿Vas a bañarte o qué?

—Quiere decir que me largo...

—Entonces se acabó el ordenador —había contestado Kevin, seguro de sí mismo, haciendo vibrar la goma entre los dientes.

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