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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Las aventuras de Arthur Gordon Pym (26 page)

BOOK: Las aventuras de Arthur Gordon Pym
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Capítulo XXV

Nos encontrábamos ahora en el anchuroso y desolado Océano Antártico, a una latitud que excedía de los ochenta y cuatro grados, en una frágil canoa y sin más provisiones que las tres tortugas. Además, el largo invierno polar no podía considerarse lejano, y era imprescindible deliberar sobre la ruta que debíamos seguir. Teníamos a la vista seis o siete islas, que pertenecían al mismo grupo y distaban unas de otras cinco o seis leguas; pero no teníamos la menor intención de aventurarnos por ellas. Al venir desde el norte en la Jane Cuy habíamos ido dejando gradualmente detrás de nosotros las regiones de los hielos más rigurosos; esto, aunque no se halle de acuerdo con las ideas generalmente admitidas acerca del Antártico, era un hecho que la experiencia no nos permitía negar. Por tanto, intentar volver sería una locura, sobre todo en una época tan avanzada de la estación. Sólo una ruta parecía quedar abierta a la esperanza. Decidimos dirigirnos resueltamente hacia el sur, donde existía al menos la oportunidad de descubrir tierras, y más de una probabilidad de dar con un clima más suave.

Hasta aquí habíamos venido observando el Antártico, igual que el Océano Ártico, libre en particular de borrascas violentas o de oleaje muy revuelto; pero nuestra canoa era, a lo sumo, de frágil estructura, aunque grande, y pusimos activamente manos a la obra, para hacerla tan segura como los limitados medios de que disponíamos nos lo permitían. La quilla de la barca era de simple corteza, la corteza de un árbol desconocido. Las cuadernas de un mimbre resistente, muy a propósito para el uso a que se destinaba. De proa a popa teníamos un espacio de unos quince metros, por metro y medio a dos de anchura, con una profundidad total de metro y medio, diferenciándose así estas barcas mucho por su forma de las de los demás habitantes de los mares del Sur con quienes tienen trato las naciones civilizadas. Nunca habíamos creído que fueran obra de los ignorantes isleños que las poseían, y unos días después de esta época descubrimos, interrogando a nuestro prisionero, que en realidad habían sido construidas por los nativos de un archipiélago al sudoeste de la región donde las encontramos, habiendo caído accidentalmente en manos de nuestros bárbaros. Lo que podíamos hacer por la seguridad de nuestra barca era muy poca cosa, en verdad. Descubrimos algunas grietas anchas cerca de ambos extremos, y nos las ingeniamos para taparlas con trozos de nuestras chaquetas de lana. Con ayuda de los remos sobrantes, que había allí en abundancia, levantamos una especie de armazón en torno a la proa para amortiguar la fuerza de las olas que podían amenazar con colmarnos por esta parte. Erigimos también dos remos a modo de mástiles, colocándolos uno frente a otro; uno en cada borda, evitándonos así la necesidad de una yerga. Atamos a estos mástiles una vela hecha con nuestras camisas, cosa que nos costó algún trabajo, pues no podíamos pedirle ayuda a nuestro prisionero para nada, aunque nos la había prestado con buena voluntad para trabajar en todas las demás operaciones. La vista de la tela blanca parecía impresionarle de una manera singular. No pudimos convencerle para que la tocara o se acercase a ella, pues se ponía a temblar cuando intentábamos obligarle, gritando: «¡Tekeli-li!».

Cuando terminamos nuestros arreglos relativos a la seguridad de la canoa, nos hicimos a la vela hacia el sudeste por el momento, con la intención de sortear la isla más meridional del archipiélago que se hallaba a la vista. Después de hacer esto, pusimos proa al sur sin vacilar. El tiempo no podía considerarse desagradable. Teníamos una brisa suave y constante procedente del norte, un mar en calma y día continuo. No se veían hielos por parte alguna; ni siquiera habíamos visto un solo témpano después de franquear el paralelo del islote Bennet. En realidad, la temperatura del agua era allí demasiado templada para que pudiera existir hielo. Después de matar la más grande de nuestras tortugas, y obtener de ella no sólo alimento, sino también una buena provisión de agua, proseguimos nuestra ruta, sin ningún incidente por el momento, durante siete u ocho días tal vez, durante los cuales avanzamos una gran distancia hacia el sur, porque el viento soplaba continuamente a nuestro favor, y una corriente muy fuerte nos llevó constantemente en la dirección que deseábamos.

1 de marzo. Muchos fenómenos inusitados nos indicaban ahora que estábamos entrando en una región de maravilla y novedad. Una alta cordillera de leve vapor gris aparecía constantemente en el horizonte sur, fulgurando a veces con rayos majestuosos, lanzándose de este a oeste, y otros en dirección contraria, reuniéndose en la cumbre, formando una sola línea. En una palabra, mostrando todas las variaciones de la aurora boreal. La altura media de aquel vapor, tal como se veía desde donde estábamos, era de unos veinticinco grados. La temperatura del mar parecía aumentar por momentos, alterándose perceptiblemente el color del agua.

2 de marzo. Hoy, gracias a un insistente interrogatorio a nuestro prisionero, nos hemos enterado de muchos detalles relacionados con la isla de la masacre, con sus habitantes y con sus costumbres; pero ¿puedo detener ahora al lector con estas cosas? Sólo diré, no obstante, que supimos por él que el archipiélago comprendía ocho islas; que estaban gobernadas por un rey común, llamado Tsalemon o Psalemoun, el cual residía en una de las más pequeñas; que las pieles negras que componían la vestimenta de los guerreros provenían de un animal enorme que se encontraba únicamente en un valle, cerca de la residencia del rey; que los habitantes del archipiélago no construían más barcas que aquellas balsas llanas, siendo las cuatro canoas todo cuanto poseían de otra clase, y éstas las habían obtenido, por mero accidente, en una isla grande situada al sudeste; que el nombre de nuestro prisionero era Nu-Nu; que no tenía conocimiento alguno del islote de Bennet, y que el nombre de la isla que había dejado era Tsalal. El comienzo de las palabras Tsalernon y Tsalal se pronunciaba con un prolongado sonido silbante, que nos resultó imposible imitar, pese a nuestros repetidos esfuerzos, sonido que era precisamente el mismo de la nota lanzada por la garza negra que comimos en la cumbre de la colina.

3 de marzo. El calor del agua es ahora realmente notable, y su color está experimentando un rápido cambio, no tardando en perder su transparencia, adquiriendo en cambio una apariencia lechosa y opaca. En nuestra inmediata proximidad suele reinar la calma, nunca tan agitada como para poner en peligro la canoa; pero nos sorprendemos con frecuencia al percibir, a nuestra derecha y a nuestra izquierda, a diferentes distancias, súbitas y dilatadas agitaciones de la superficie, las cuales, como advertimos por último, iban siempre precedidas de extrañas fluctuaciones en la región del vapor, hacia el sur.

4 de marzo. Hoy, con objeto de agrandar nuestra vela, mientras la brisa del norte se apagaba sensiblemente, saqué del bolsillo de mi chaqueta un pañuelo blanco. Nu-Nu estaba sentado a mi lado y, al rozarle por casualidad el lienzo en la cara, le acometieron violentas convulsiones. Éstas fueron seguidas de un estado de estupor y modorra, y unos quedos murmullos de: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!».

5 de marzo. El viento había cesado por completo; pero era evidente que seguíamos lanzados hacia el sur, bajo la influencia de una corriente poderosa. Y ahora, ciertamente, hubiera sido razonable que experimentásemos alguna alarma ante el giro que estaban tomando los acontecimientos, pero no sentimos ninguna. El rostro de Peter no indicaba nada de este cariz, aunque a veces tuviera una expresión que yo no podía comprender. El invierno polar parecía avecinarse, pero llegaba sin sus terrores. Yo sentía un entumecimiento de cuerpo y de espíritu —una sensación de irrealidad—, pero esto era todo.

6 de marzo. El vapor gris se había elevado ahora muchos grados por encima del horizonte, e iba perdiendo gradualmente su tinte grisáceo. El calor del agua era extremado, incluso desagradable al tacto y su tono lechoso cayó sobre la canoa y sobre la amplia superficie del agua, mientras la llameante palpitación se disipaba entre el vapor y la conmoción se apaciguaba en el mar. Nu-Nu se arrojó entonces de bruces al fondo de la barca y no hubo manera de convencerle para que se levantase.

7 de marzo. Hoy hemos preguntado a Nu-Nu acerca de los motivos que impulsaron a sus compatriotas a matar a nuestros compañeros; mas parecía dominado, demasiado dominado por el terror para darnos una respuesta razonable. Seguía obstinadamente en el fondo de la barca; y, al repetirle nuestras preguntas respecto al motivo de la matanza, sólo respondía con gesticulaciones idiotas, tales como levantar con el índice el labio superior y mostrar los dientes que este cubría. Eran negros, hasta ahora no habíamos visto los dientes de ningún habitante de Tsalal.

8 de marzo. Hoy flotó cerca de nosotros uno de esos animales blancos cuya aparición en la playa de Tsalal era más evidente que nunca. Hoy se produjo una violenta agitación del agua muy cerca de la canoa. Fue acompañada, como de costumbre, por una fulgurante fluctuación del vapor en su cumbre y una momentánea separación en su base. Un polvo blanco y fino, semejante a la ceniza —pero que ciertamente no era tal— cayó sobre la canoa y sobre la amplia superficie del agua, mientras la llameante palpitación se disipaba entre el vapor y la conmoción se apaciguaba en el mar. Nu-Nu se arrojó entonces de bruces al fondo de la barca y no hubo manera de convencerle para que se levantasen.

9 de marzo. Toda la materia cenizosa caía ahora incesantemente sobre nosotros, y en grandes cantidades. La cordillera de vapor al sur se había elevado prodigiosamente en el horizonte, y comenzaba a tomar una forma más clara. Sólo puedo compararla con una catarata ilimitada, precipitándose silenciosamente en el mar desde alguna inmensa y muy lejana muralla que se alzase en el cielo. La gigantesca cortina corría a lo largo de toda la extensión del horizonte sur. No producía ruido alguno.

21 de marzo. Sombrías tinieblas se cernían sobre nosotros; pero de las profundidades lechosas del océano surgió un resplandor luminoso que se deslizó por los costados de la barca. Estábamos casi abrumados por aquella lluvia de cenizas blanquecinas que caían sobre nosotros y sobre la canoa, pero que se deshacía al caer en el agua. La cima de la catarata se perdía por completo en la oscuridad y en la distancia. Pero era evidente que nos acercábamos a ella a una velocidad espantosa. A intervalos eran visibles en ella unas anchas y claras grietas, aunque sólo momentáneamente, y desde esas grietas, dentro de las cuales había un caos de flotantes y confusas imágenes, soplaban unos vientos impetuosos y poderosos, aunque silenciosos, rasgando en su carrera el océano incendiado.

22 de marzo. La oscuridad había aumentado sensiblemente, atenuada tan sólo por el resplandor del agua reflejando la blanca cortina que teníamos delante. Múltiples aves gigantescas y de un blanco pálido volaban sin cesar por detrás del velo, y su grito era el eterno «¡Tekeli-li!» cuando se alejaban de nuestra vista. En este momento, Nu-Nu se agitó en el fondo de la barca; pero al tocarle vimos que su espíritu se había extinguido. Y entonces nos precipitamos en brazos de la catarata, en la que se abrió un abismo para recibirnos. Pero he aquí que surgió en nuestra senda una figura humana amortajada, de proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la tierra. Y el tinte de la piel de la figura tenía la perfecta blancura de la nieve.

Capítulo XXVI

Las circunstancias relacionadas con la muerte de M. Pym, tan súbita como lamentable, son ya bien conocidas del público, gracias a las informaciones de la prensa diaria. Es de temerse que los capítulos restantes que debían de completar su relación, y que había dejado a un lado para revisarlos, mientras los precedentes se encontraban en prensa, se hayan perdido irrevocablemente a consecuencia de la catástrofe en la que él mismo pereció. Sin embargo, bien pudiera ser que no fuera éste el caso, y si el manuscrito fuese hallado al fin, se dará a conocer al público.

Se han intentado todos los medios para remediar esa falta. El caballero cuyo nombre se ha citado en el prefacio, y al cual se hubiera supuesto capaz, según lo que de él se dice, de llenar la laguna, ha declinado llevar a cabo semejante tarea, y ello por razones suficientes derivadas de la inexactitud de los detalles que le fueron comunicados, y de su relativa desconfianza en la verdad absoluta de las últimas partes del relato. Peters, del cual se podrían esperar algunos informes, vive aún y reside en Illinois; mas por el momento no ha podido ser localizado. Se le podrá ver quizás más tarde, y sin duda alguna proporcionará documentos para completar la relación de M. Pym.

La pérdida de dos o tres capítulos (pues parece no pasaban de dos o tres), es una pérdida tanto más lamentable cuanto que contenían, sin lugar a duda, la información relacionada al Polo mismo, o, al menos a las regiones situadas en inmediata proximidad del Polo, y que las afirmaciones del autor acerca de dichas regiones podrían ser verificadas o contradichas próximamente por la expedición al Océano Antártico que prepara en estos días el Gobierno.

Existe un punto de relación acerca del cual es pertinente presentar algunas observaciones, y será muy placentero para el autor de este apéndice, si sus reflexiones dan por resultado cierto crédito a las muy singulares páginas recientemente publicadas. Nos referimos a los abismos descubiertos en la isla de Tsalal y del conjunto de las figuras contenidas en el capítulo XXIII.

M. Pym presenta los dibujos de dichos abismos sin comentarios, y concluye resueltamente que las incisiones halladas en la extremidad de la sima situada más al Este, sólo tienen una semejanza fantasiosa con caracteres alfabéticos: en fin, y de manera positiva, que no son letras. Semejante aseveración es hecha de manera tan sencilla, y sostenida por una especie de demostración tan concluyente (es decir, al ajuste de los fragmentos encontrados en el polvo, cuyos salientes se acomodaban exactamente en las incisiones del muro), que nos vemos obligados a creer en la buena fe del escritor, y ningún lector sensato puede dudar que no sea así. Pero como todo cuanto concierne a
todas
las figuras es más que singular (particularmente cuando se las compara con ciertos detalles del contexto del relato), no estará por demás examinar algo de lo dicho en el conjunto de los hechos, y esto nos parece tanto más a propósito cuanto que los mismos han escapado, sin duda, a la atención de M. Pym.

De este modo, las figuras 1, 2, 3 y 5, cuando se las une con otra en el orden preciso según el cual se presentan las mismas simas, y cuando se las despoja de las ramificaciones laterales o galerías abovedadas (las que, como se recordará, servían simplemente de medio de comunicación entre las galerías principales y eran caracteres totalmente diferentes), constituyen una palabra —raíz etiópica
, que significa
estar en tinieblas
—, de donde vienen todos los derivados que tienen que ver con la sombra y las tinieblas.

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