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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Fantástico, Terror

Las aventuras de Arthur Gordon Pym (4 page)

BOOK: Las aventuras de Arthur Gordon Pym
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Al despertarme sentí una extraña y confusa sensación en mi mente, y transcurrió algún tiempo antes de poder recordar las diversas circunstancias de mi situación; pero, poco a poco, fui recordando todo. Encendí la luz para ver la hora en el reloj; pero se había parado, y, consiguientemente, me quedé sin medio alguno de averiguar cuánto tiempo había estado durmiendo. Tenía los miembros entumecidos, y hube de ponerme en pie entre las cajas para aliviarlos. Al sentir ahora un hambre casi devoradora, me acordé del fiambre de cordero, del que había comido antes de irme a dormir, y que encontré excelente. ¡Cuál no sería mi asombro al descubrir que se hallaba en completo estado de putrefacción! Esta circunstancia me llenó de inquietud; pues, comparándola con la turbación mental que había experimentado al despertarme, sospeché que había estado durmiendo durante un tiempo exageradamente largo. La atmósfera enrarecida de la bodega podía haber contribuido algo a ello y, a la larga, podía producir los efectos más serios. Me dolía mucho la cabeza; me parecía que respiraba con dificultad y, en una palabra, me sentía agobiado por una multitud de sentimientos melancólicos. Pero no me atrevía a abrir la trampa ni a hacer nada que llamase la atención y, dando cuerda a mi reloj, me animé lo mejor que pude.

Durante las insoportables veinticuatro horas que siguieron, nadie vino a verme, y no pude menos de acusar a Augustus de la más grosera falta de atención. Lo que me alarmaba sobre todo era que mi provisión de agua se había reducido a medio cuartillo, y padecía muchísima sed, pues había comido salchichas de Bologna en abundancia, después de la pérdida del cordero. Era tal mi inquietud, que no me distraían los libros. Además me dominaba el deseo de dormir, pero temblaba ante la idea de que pudiera existir en el viciado ambiente de la cala una influencia perniciosa, como la de las emanaciones de los braseros.

Mientras tanto, los movimientos del bergantín me indicaban que ya estábamos en alta mar, y un sordo mugido que llegaba a mis oídos, como desde una inmensa distancia, me permitió comprender que estaba soplando un vendaval de intensidad poco corriente.

No me explicaba la ausencia de Augustus. Con seguridad que ya habíamos avanzado lo suficiente en nuestro viaje para poder ir arriba. Debía de haberle sucedido algún accidente; pero por más vueltas que le daba a mi magín, no daba con ninguna razón que explicara su indiferencia dejándome tanto tiempo prisionero, a no ser que hubiera muerto repentinamente o se hubiese caído por la borda; y esta idea se me hacía insoportable. Tal vez el bergantín había tropezado con vientos contrarios y nos hallásemos aún en las cercanías de Nantucket. Pero tuve que abandonar esta idea, porque en este caso el barco tenía que haber virado varias veces; y yo estaba plenamente convencido, a juzgar por la constante inclinación a babor, de que navegábamos con firme brisa de estribor. Además, aun suponiendo que nos hallásemos todavía cerca de la isla, ¿por qué no bajaba Augustus para informarme de esta circunstancia? Meditando de esta forma sobre mi solitaria y triste situación, resolví aguardar otras veinticuatro horas, y si no recibía ningún alivio, me dirigiría a la trampa e intentaría hablar con mi amigo o, al menos, respirar un poco de aire fresco y renovar mi provisión de agua.

Preocupado con estos pensamientos y, a pesar de todos mis esfuerzos, caí en un profundo sueño o, más exactamente, sopor. Mis ensueños fueron de los más terroríficos y me sentía abrumado por toda clase de calamidades y horrores. Entre otros terrores, me veía asfixiado entre enormes almohadas, que me arrojaban demonios del aspecto más feroz y siniestro. Serpientes espantosas me enroscaban entre sus anillos y me miraban de hito en hito con sus relucientes y espantosos ojos. Luego se extendían ante mí desiertos sin límites, de aspecto muy desolado. Troncos de árboles inmensamente altos, secos y sin hojas, se elevaban en infinita sucesión hasta donde alcanzaba mi vista; sus raíces se sumergían bajo enormes ciénagas, cuyas lúgubres aguas yacían intensamente negras, serenas y siniestras. Y aquellos extraños árboles parecían dotados de vitalidad humana, y balanceando de un lado para otro sus esqueléticos brazos, pedían clemencia a las silenciosas aguas con los agudos y penetrantes acentos de la angustia y de la desesperación más acerba. La escena cambió, y me encontré, desnudo y solo, en los ardientes arenales del Sahara. A mis pies se hallaba agazapado un fiero león de los trópicos; de repente, abrió sus ojos feroces y se lanzó sobre mí. Dando un brinco convulsivo, se levantó sobre sus patas, dejando al descubierto sus horribles dientes. Un instante después, salió de sus enrojecidas fauces un rugido semejante al trueno, y caí violentamente al suelo. Sofocado en el paroxismo del terror, medio me desperté al fin. Mi pesadilla no había sido del todo una pesadilla. Ahora, al fin, estaba en posesión de mis sentidos. Las pezuñas de un monstruo enorme y real se apoyaban pesadamente sobre mi pecho; sentía en mis oídos su cálido aliento, y sus blancos y espantosos colmillos brillaban ante mí en la oscuridad.

Aunque hubieran dependido mil vidas del movimiento de un miembro o de la articulación de una palabra, no me hubiese movido ni hablado. La bestia, cualquiera que fuese, se mantenía en su postura sin intentar ataque alguno inmediato, mientras yo seguía completamente desamparado y, según me imaginaba, moribundo bajo sus garras. Sentía que las facultades físicas e intelectuales me abandonaban por momentos; en una palabra, sentía que me moría de puro miedo. Mi cerebro se paralizó, me sentí mareado, se me nubló la vista; incluso las resplandecientes pupilas que me miraban me parecieron más oscuras. Haciendo un postrer y supremo esfuerzo, dirigí una débil plegaria a Dios y me resigné a morir.

El sonido de mi voz pareció despertar todo el furor latente del animal. Se precipitó sobre mí: pero cuál no sería mi asombro cuando, lanzando un sordo y prolongado gemido, comenzó a lamerme la cara y las manos con el mayor y las más extravagantes demostraciones de alegría y cariño. Aunque estaba aturdido y sumido en el asombro, reconocí el peculiar gemido de mi perro de Terranova, Tigre, y las caricias que solía prodigarme. Era él. Sentí que se me agolpaba súbitamente la sangre en las sienes, y una vertiginosa y consoladora sensación de libertad y de vida. Me levanté precipitadamente de la colchoneta en que había estado echado y, arrojándome al cuello de mi fiel compañero y amigo, desahogué la gran opresión de mí pecho derramando un raudal de ardientes lágrimas.

Como en la anterior ocasión, mis ideas se hallaban en la mayor confusión al levantarme de la colchoneta. Durante un buen rato me fue casi imposible coordinar mis pensamientos; pero, muy gradualmente, fui recobrando mis facultades mentales y volvieron de nuevo a la memoria los diversos detalles de mi situación. En vano traté de explicarme la presencia de Tigre, y después de hacerme mil conjeturas acerca de él, me limité a alegrarme de que hubiese venido a compartir mi espantosa soledad y a reconfortarme con sus caricias. La mayoría quiere a sus perros, mas yo sentía por Tigre un afecto más allá de lo común, y estoy seguro de que no había ningún ser que se lo mereciese más. Durante siete años, había sido mi compañero inseparable, y en muchas ocasiones había dado prueba de todas las nobles cualidades que más apreciamos en los animales. De cachorro, le había arrancado de las garras de un perverso y ruin bellaco de Nantucket, que lo llevaba con una soga al cuello para tirarlo al mar; y el perro me pagó esta deuda tres años después, salvándome del ataque de un ladrón en plena calle.

Alcancé el reloj y, aplicándomelo al oído, vi que se había vuelto a parar; pero no me sorprendí mucho, pues estaba convencido, a juzgar por el peculiar estado de mis sensaciones, que había dormido, como antes, durante un buen espacio de tiempo, sin poder determinar cuánto. Me abrasaba la fiebre y ya no podía resistir la sed. Busqué a tientas lo que me quedaba de mi provisión de agua, pues no tenía luz, ya que la bujía se había consumido por completo, y no podía encontrar la caja de fósforos. A tientas alcancé el cántaro; pero vi que estaba vacío. Indudablemente, Tigre había saciado su sed, así como había devorado el resto del cordero, cuyo hueso encontré muy mondado en la puerta de la caja. Podía comerme los salchichones medio podridos, pero desistí al pensar que no tenía agua.

Estaba tan extremadamente débil, que al menor movimiento o esfuerzo me estremecía de arriba abajo, como un azogado. Para colmo de males, el bergantín cabeceaba y daba violentos bandazos, y los barriles de aceite que había encima de mi caja amenazaban caerse a cada momento y cerrar de este modo el único paso de entrada y salida de mi escondite. Además, sufría horriblemente a causa del mareo. Estas consideraciones me decidieron a dirigirme a la trampa, a fin de pedir auxilio inmediato, antes de quedarme incapacitado por completo. Una vez que tomé esta resolución, busqué a tientas la caja de fósforos y las velas. No sin trabajo, encontré los primeros; pero como no diese con las velas tan pronto como esperaba (pues recordaba casi exactamente el sitio donde las había puesto), dejé de buscarlas por el momento, y ordenando a Tigre que se estuviese quieto, emprendí con decisión mi camino hacia la trampa.

En este intento, mi gran debilidad se hizo más patente que nunca. Sólo con la mayor dificultad podía avanzar medio a gatas, y con frecuencia se me doblaban las piernas bruscamente; cuando caía postrado de bruces, permanecía por espacio de varios minutos en completo estado de insensibilidad. Sin embargo, seguía esforzándome por avanzar poco a poco, temiendo a cada momento desmayarme entre los estrechos e intrincados recovecos de la estiba, en cuyo caso la muerte no se haría esperar. Por fin, haciendo un gran esfuerzo para avanzar con las pocas energías que me quedaban, mi frente chocó violentamente contra el canto de una enorme caja reforzada de hierro. Este accidente sólo me dejó aturdido por unos instantes; pero con indecible pena descubrí que los rápidos y violentos balanceos del barco habían arrojado por completo la caja en medio de mi senda, de modo que el paso quedaba realmente obstruido. A pesar de mis esfuerzos, no pude moverla ni una pulgada, tan encajada quedó entre las cajas que la rodeaban y el armazón del barco. Por tanto, a pesar de mi debilidad, tenía que abandonar la cuerda que me servía de guía y buscar un nuevo paso, o saltar por encima del obstáculo y reanudar la marcha por el otro lado. La primera alternativa ofrecía demasiadas dificultades y peligros para no pensar en ella sin estremecerse. En mi actual estado de debilidad física y mental, me perdería infaliblemente en mi camino si lo intentaba, y perecería miserablemente en medio de los lúgubres y repugnantes laberintos de la bodega. Por ello, procedí sin vacilar a reunir todas mis energías y mi voluntad para intentar, como mejor pudiese, saltar por encima de la caja.

Al ponerme en pie con vistas a este fin, vi que la empresa era aún más ardua de lo que mis temores me habían hecho imaginar. A ambos lados del estrecho paso se levantaba una muralla de pesados maderos que a la menor torpeza mía podían caer sobre mi cabeza; o, si tal no sucedía, la senda podía quedar obstruida por detrás de mí, dejándome encerrado entre dos obstáculos. La caja era larga y difícil de manejar y no presentaba ningún asidero. Traté en vano, por todos los medios que estaban a mi alcance, de asirme al borde superior, con la esperanza de poder subirme a mí mismo a pulso. Aunque lo hubiera alcanzado, es evidente que mis fuerzas no eran suficientes para la tarea que intentaba, así que era preferible, a este respecto, que no lo consiguiese. Finalmente, al hacer un esfuerzo desesperado para levantar la caja, sentí una fuerte vibración en el lado próximo a mí. Puse la mano ávidamente en el borde de las tablas y descubrí que una, muy ancha, estaba floja. Con la navaja, que por fortuna llevaba conmigo, logré, después de mucho trabajo, desclavarla por completo; al mirar por la abertura descubrí, con gran alegría mía, que no tenía tablas en el lado opuesto; en otras palabras, que carecía de tapa, siendo el fondo la superficie a través de la cual yo había abierto mi camino. Ya no tropecé con ninguna dificultad importante al seguir a lo largo de la cuerda; hasta que, finalmente, llegué al clavo. Palpitándome el corazón, me puse en pie y oprimí con suavidad la tapa de la trampa. Ésta no se levantó con la facilidad que yo esperaba y la empujé con más energía, aun temiendo que hubiera en el camarote alguna otra persona que no fuera mi amigo Augustus. Pero, con gran extrañeza mía, la puerta siguió sin abrirse, y comencé a inquietarme, pues sabía que antes hacía falta poco o ningún esfuerzo para levantarla. La empujé vigorosamente, pero siguió firme; empuje con todas mis fuerzas, y tampoco cedió; empujé con furia, con rabia, con desesperación, pero desafiaba todos mis esfuerzos. Era evidente, a juzgar por lo firme de la resistencia, que el agujero había sido descubierto y clavado, o que habían puesto encima algún peso enorme, por lo que era inútil tratar de levantarla.

Mis sensaciones fueron de un extremado horror y desaliento. En vano trataba de razonar sobre la probable causa de mi encierro definitivo. No podía coordinar las ideas y, dejándome caer al suelo, me asaltaron, irresistiblemente, las más lúgubres imaginaciones, en las que las muertes espantosas por sed, hambre, asfixia y entierro prematuro me abrumaban como desastres inminentes que me acontecerían. Por fin, recobré algo de mi presencia de ánimo. Me levanté y palpé con los dedos, buscando las grietas o ranuras de la abertura. Al encontrarlas, las examiné detenidamente, para ver si salía alguna luz del camarote; pero no se veía nada. Entonces metí la hoja de la navaja entre ellas, hasta que di con un obstáculo duro. Al rasparlo descubrí que era una sólida masa de hierro, la cual, por su peculiar ondulación al tacto cuando pasaba la hoja a lo largo de ella, deduje que era una cadena. El único recurso que me quedaba era retroceder en mi camino hasta la caja y abandonarme allí a mi triste hado, o intentar tranquilizar mi mente para meditar algún plan de salida. Así lo hice inmediatamente y, después de vencer innumerables dificultades, regresé a mi alojamiento. Cuando caí, completamente exhausto, en la colchoneta, Tigre se tendió cuan largo era a mi lado, y parecía como si, con sus caricias, quisiera consolarme y darme ánimos.

Pero lo extraño de su comportamiento concluyó por llamarme la atención. Después de lamerme la cara y las manos durante un rato, dejó bruscamente de hacerlo y lanzó un sordo gemido. A partir de este momento, siempre que alargaba mi mano hacía él, lo hallaba invariablemente tumbado sobre el lomo, con las patas en alto. Esta conducta, repetida con frecuencia, me pareció extraña y no podía explicármela de ningún modo. Como el perro parecía afligido, pensé que se había hecho daño con algo y, cogiéndole las patas, se las examiné una a una, pero no encontré rastro alguno de herida. Supuse entonces que tendría hambre y le di un trozo de jamón, que devoró con avidez; pero después reanudó sus extraordinarias maniobras. Me imaginé que estaba sufriendo, como yo, los tormentos de la sed, y ya iba a dar por buena esta conclusión, cuando se me ocurrió la idea de que no le había examinado más que las patas y que tal vez estuviera herido en el cuerpo o en la cabeza. Le toqué esta última cuidadosamente, sin encontrar nada. Pero, al pasarle la mano por el lomo, noté una ligera erección del pelo que se extendía por todo él. Palpándole con el dedo, descubrí una cuerda y, al tirar de ella, hallé que le rodeaba todo el cuerpo. Al examinarla detenidamente, tropecé con una cosa que parecía un papel de cartas, sujeto con la cuerda de tal manera, que quedaba inmediatamente debajo de la paletilla izquierda del animal.

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