Las aventuras de Huckleberry Finn (20 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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El tabaco comprado en la tienda es el de tableta negra lisa, pero esos tipos casi siempre mascan la hoja natural retorcida. Cuando piden una mascada, por lo general no la cortan con una navaja, sino que se meten la tableta entre los dientes y la van royendo y tirando de ella con las manos hasta que la parten en dos; entonces, a veces, el que ha prestado el tabaco lo mira melancólico cuando se lo devuelven y dice sarcástico:

—Eh, dame la mascada y tú te quedas con la tableta.

Todas las calles y los callejones eran de barro; no había nada más: barro negro como el alquitrán y casi un pie de hondo en algunos sitios, y por lo menos de dos o tres pulgadas en todas partes. Los cerdos se paseaban y hozaban por todas partes. Se veía una cerda llena de barro, con su camada, paseándose por la calle que se tiraba justo en el camino donde la gente tenía que desviarse y ella se estiraba, cerraba los ojos y movía las orejas mientras los cerditos mamaban, y parecía tan contenta como si estuviera cobrando un sueldo. Pero en seguida se oía a uno de los vagos que gritaba: «¡Eh! ¡hale, chico! ¡Duro con ella, Tige!», y la cerda se largaba con unos chillidos horribles, con uno o dos perros mordiéndole cada oreja y tres o cuatro docenas más que iban llegando, y entonces todos los vagos se levantaban y se quedaban mirando aquello hasta que se perdía de vista y se reían con tanta diversión y parecían celebrar mucho el ruido. No había nada que los despertase tan rápido y los divirtiera tanto a todos como una pelea de perros, salvo echarle trementina a un perro callejero y encenderla, o atarle una sartén a la cola y ver cómo se mataba a correr.

Del lado del río algunas de las casas se salían por encima de la ribera y estaban escoradas y desvencijadas y a punto de caerse. La gente las había abandonado. Debajo de otras, la ribera había ido desapareciendo bajo una de las esquinas, y aquella esquina estaba toda inclinada. En ésas todavía vivía gente, pero era peligroso, porque a veces se hunde un trozo de la ribera igual de ancho que una casa. A veces empieza a moverse una franja de tierra de un cuarto de milla de ancho que se va hundiendo hasta que un verano cae toda entera al río. Esos pueblos siempre tienen que retirarse hacia tierra, cada vez más atrás, porque el río se los va comiendo todo el tiempo.

Aquel día, cuanto más se acercaba el mediodía, más se iban llenando las calles de carretas y de caballos que no paraban de llegar.

Las familias se traían la comida desde el campo y la tomaban en las carretas. Corría mucho el whisky, y vi tres peleas. Al cabo de un rato alguien gritó:

—¡Ahí viene el viejo Boggs! Llega del campo a echarse su borrachera de todos los meses; ¡ahí viene, muchachos!

Todos los vagos parecieron alegrarse; calculé que estaban acostumbrados a divertirse con Boggs. Uno de ellos dijo:

—A ver a quién pretende matar esta vez. Si hubiera matado a todos los hombres a los que quería matar desde hace veinte años, sería de lo más famoso.

Otro dijo:

—Ojalá me amenazara a mí el viejo Boggs, porque entonces seguro que no me moría en mil años.

Apareció Boggs trotando en su caballo, gritando y aullando como un indio y anunciando:

—Abrir camino, vosotros. Estoy en el sendero de guerra y va a subir el precio de los ataúdes.

Estaba borracho y se tambaleaba en la silla; tenía más de cincuenta años y la cara muy colorada. Todo el mundo le gritaba y se reía y se burlaba de él, y él les devolvía las burlas y les decía que ya se ocuparía de ellos y los mataría cuando les llegara el turno, pero que ahora no podía esperar porque había ido al pueblo a matar al viejo coronel Sherburn, porque su lema era: «Primero la carne y después lo de cuchara para completar».

Me vio, fue adonde yo estaba y me preguntó:

—¿De dónde eres tú, chico? ¿Estás listo para morir?

Y se marchó. Me dio miedo, pero un hombre me dijo:

—No significa nada; siempre se pone así cuando está borracho. Es el viejo más simpático de Arkansaw y nunca le ha hecho daño a nadie, borracho ni sereno.

Boggs llegó hasta la tienda mayor del pueblo, bajó la cabeza para ver por debajo de la cortina del toldo y gritó:

—¡Sal aquí, Sherburn! Sal a ver al hombre al que has estafado. Eres el perro al que estoy buscando, ¡y también a ti te voy a llevar por delante!

Y así continuó, llamando a Sherburn todo lo que se le ocurría, con toda la calle llena de gente que escuchaba y se reía y se divertía. Al cabo de un rato un hombre de aspecto arrogante de unos cincuenta y cinco años (y era con mucho el mejor vestido del pueblo) sale de la tienda y la gente se hace a los lados de la calle para dejarlo pasar. Dice a Boggs, todo tranquilo y con calma:

—Estoy harto de esto, pero voy a soportarlo hasta la una. Hasta la una, fíjate: no más. Si vuelves a abrir la boca contra mí una sola vez después de esa hora, por muy lejos que te vayas, te encontraré.

Y se da la vuelta y vuelve a entrar. La gente pareció calmarse mucho; nadie se movió y no volvió a oírse ni una risa. Boggs se marchó maldiciendo a Sherburn a voz en grito por toda la calle; y poco después se volvió y se paró delante de la tienda, siempre con lo mismo. Algunos de los hombres se pusieron a su lado y trataron de hacer que se callara, pero no quiso; le dijeron que faltaba un cuarto de hora para la una, de forma que tenía que irse a casa; tenía que irse inmediatamente. Pero no valió de nada. Siguió jurando con todas sus fuerzas y tiró el sombrero al barro, hizo que su caballo lo pisoteara y después volvió a marcharse gritando por la calle, con el pelo canoso al viento. Todos los que pudieron hablar con él hicieron lo posible para convencerlo de que se apeara para que pudieran encerrarlo y serenarlo, pero no valió de nada: volvía calle arriba para seguir maldiciendo a Sherburn. Después a alguien se le ocurrió:

—¡Id a buscar a su hija! Rápido, a buscar a la hija; a veces a ella le escucha. Si hay alguien que pueda convencerlo, es ella.

Así que alguien salió corriendo. Yo bajé la calle un poco y me paré. Cinco o diez minutos después volvió a aparecer Boggs, pero no a caballo. Venía tambaleándose por la calle hacia mí, sin sombrero, con un amigo a cada lado agarrándolo del brazo y metiéndole prisa. Estaba callado y parecía intranquilo, y no se resistía, sino que también él corría. Alguien gritó:

—¡Boggs!

Miré a ver quién lo había dicho, y era aquel coronel Sherburn. Estaba perfectamente inmóvil en la calle, con una pistola levantada en la mano derecha, sin apuntarla, sino con el cañón mirando al cielo. En aquel mismo momento vi que llegaba corriendo una muchacha y con ella dos hombres. Boggs y los hombres se dieron la vuelta para saber quién lo había llamado; al ver la pistola los hombres saltaron a un lado y el cañón de la pistola fue bajando lentamente hasta ponerse a nivel: con el gatillo amartillado. Boggs levantó las manos y gritó: «¡Ay, señor, no dispare!» ¡Bang! Se oyó el primer disparo y Boggs se tambaleó hacia atrás, echando las manos al aire; ¡bang! sonó el segundo y se cayó de espaldas al suelo, todo de golpe, con los brazos abiertos. La muchacha dio un grito, llegó corriendo y se lanzó hacia su padre, llorando y diciendo: «¡Ay, lo ha matado, lo ha matado!» La gente fue formando grupo en torno a ellos, abriéndose paso a empujones, alargando el cuello para tratar de verlo, mientras los que estaban más cerca intentaban echarlos atrás, gritando: «¡Atrás, atrás! ¡Necesita aire, necesita aire! »

El coronel Sherburn tiró la pistola al suelo, se dio la vuelta y se marchó.

Llevaron a Boggs a una pequeña farmacia, con toda la gente también en grupo y con todo el pueblo detrás, y yo me eché a correr y conseguí un buen sitio en la ventana, donde estaba cerca y podía ver lo que pasaba. Lo tendieron en el suelo, le pusieron una gran Biblia bajo la cabeza y le abrieron otra sobre el pecho; pero primero le abrieron la camisa y vi dónde había entrado una de las balas. Dio como doce suspiros largos, levantando la Biblia con el pecho cuando trataba de respirar y bajándola cuando echaba el aire, y después se quedó inmóvil; había muerto. Entonces separaron de él a su hija, que gritaba y lloraba, y se la llevaron. Tendría unos dieciséis años y una cara muy agradable, pero estaba palidísima y llena de miedo.

Bueno, en seguida llegó todo el pueblo y la gente trataba de colarse, empujaba y se abría camino como podía para llegar hasta la ventana y echar un vistazo, pero la gente que ya estaba allí no quería marcharse y los que había detrás decían todo el tiempo: «Vamos, chicos, ya habéis visto bastante; no está bien ni es justo que os quedéis ahí todo el tiempo y no le deis una oportunidad a naide; los demás también tenemos nuestros derechos, igual que vosotros».

Se pusieron a discutir mucho, así que yo me marché, pensando que iba a haber jaleo. Las calles estaban llenas y todo el mundo muy nervioso. Todos los que habían visto los disparos contaban lo que había pasado, y había un gran grupo en torno a cada uno de aquellos tipos, y la gente alargaba el cuello para escuchar. Un hombre alto y desgarbado, con el pelo largo, un gran sombrero alto de piel blanca en la cabeza y un bastón de puño curvo, iba señalando en el suelo los sitios donde habían estado Boggs y Sherburn y la gente lo seguía de un sitio para otro o miraba todo lo que hacía, moviendo las cabezas para mostrar que comprendían e inclinándose un poco, con las manos apoyadas en los muslos para ver cómo señalaba los sitios en el suelo con el bastón; y después se volvió a erguir, muy tieso y rígido donde había estado Sherburn, frunciendo el ceño y pasándose el ala del sombrero encima de los ojos y gritó: « ¡Boggs! », y después bajó el bastón hasta ponerlo a nivel y dijo ¡«Bang»!, se echó atrás, volvió a decir «¡Bang!» y se dejó caer al suelo de espaldas. La gente que lo había visto dijo que lo había hecho perfectamente; que así exactamente habían pasado las cosas. Entonces por lo menos una docena de personas sacaron botellas y lo invitaron.

Bueno, al cabo de un rato alguien dijo que habría que linchar a Sherburn. Después de un minuto decía lo mismo todo el mundo, así que se marcharon, rabiosos, gritando y arrancando todas las cuerdas de tender la ropa que veían para colgarlo con ellas.

Capítulo 22

F
UERON EN ENJAMBRE
a casa de Sherburn, gritando y aullando como indios, y todo el mundo tenía que apartarse o echar a correr para que no los atropellaran y los pisotearan, y resultaba terrible verlo. Los niños iban corriendo delante de la multitud, gritando y tratando de apartarse, y en todas las ventanas del camino había mujeres que asomaban la cabeza y chicos negros en cada árbol y negros y negras adultos que miraban por encima de todas las vallas, y en cuanto llegaba la horda cerca de ellos, se apartaban y salían fuera de su alcance. Muchas de las mujeres y de las muchachas lloraban y gritaban, medio muertas del susto.

Llegaron frente a la valla de Sherburn, tan apretados que no cabía ni un alfiler y armando un ruido que no podía uno oír ni lo que pensaba. Era un patio pequeño de unos veinte pies. Alguien gritó: «¡Tirad la valla! ¡Tirad la valla!» Luego se oyó un ruido de maderas rotas, arrancadas y aplastadas y cayó la valla, y el primer grupo de la multitud empezó a entrar igual que una ola.

Justo entonces Sherburn aparece en el tejado del porchecito de la fachada, con una escopeta de dos cañones en la mano, y ahí se queda, tan tranquilo y calmado, sin decir ni palabra. Se terminó la escandalera y la ola de gente se echó atrás. Sherburn no dijo ni una palabra; se quedó allí, mirando hacia abajo. Aquel silencio daba nervios y miedo. Sherburn recorrió la multitud lentamente con la vista, y cuando tropezaba con los ojos de alguien éste intentaba aguantarle la mirada, pero no podía; bajaba los ojos, como si se le hubiera colado dentro. Y al cabo de un momento Sherburn como que se echó a reír, pero no con una risa agradable, sino con una de esas que le hace a uno sentir como si estuviera comiendo pan en el que se ha mezclado arena.

Y después va y dice, lento y despectivo:

—¡Mira que venir vosotros a linchar a nadie! Me da risa. ¡Mira que pensar vosotros que teníais el coraje de linchar a un hombre! Como sois tan valientes que os atrevéis a ponerles alquitrán y plumas a las pobres mujeres abandonadas y sin amigos que llegan aquí, os habéis creído que teníais redaños para poner las manos encima a un hombre. ¡Pero si un hombre está perfectamente a salvo en manos de diez mil de vuestra clase...! Siempre que sea de día y que no estéis detrás de él.

»¿Que si os conozco? Os conozco perfectamente. He nacido y me he criado en el Sur, y he vivido en el Norte; así que sé perfectamente cómo sois todos. Por término medio, unos cobardes. En el Norte dejáis que os pisotee el que quiera, pero luego volvéis a casa, a buscar un espíritu humilde que lo aguante. En el Sur un hombre, él solito, ha parado a una diligencia llena de hombres a la luz del día y les ha robado a todos. Vuestros periódicos os dicen que sois muy valientes, y de tanto oírlo creéis que sois más valientes que todos los demás... cuando sois igual de valientes y nada más. ¿Por qué vuestros jurados no mandan ahorcar a los asesinos? Porque tienen miedo de que los amigos del acusado les peguen un tiro por la espalda en la oscuridad... que es exactamente lo que harían.

»Así que siempre absuelven, y después un hombre va de noche con cien cobardes enmascarados a sus espaldas y lincha al sinvergüenza. Os equivocáis en no haber traído con vosotros a un hombre; ése es vuestro error, y el otro es que no habéis venido de noche y con caretas puestas. Os habéis traído a parte de un hombre: ese Buck Harkness, y si no hubierais contado con él para empezar, se os habría ido la fuerza por la boca.

»No queríais venir. A los tipejos como vosotros no os gustan los problemas ni los peligros. A vosotros no os gustan los problemas ni los peligros. Pero basta con que medio hombre, como ahí, Buck Harkness, grite ¡A lincharlo, a lincharlo! y os da miedo echaros hacia atrás, os da miedo que se vea lo que sois: unos cobardes, y por eso os ponéis a gritar y os colgáis de los faldones de ese medio hombre y venís aquí gritando, jurando las enormidades que vais a hacer. Lo más lamentable que hay en el mundo es una turba de gente; eso es lo que es un ejército: una turba de gente; no combate con valor propio, sino con el valor que les da el pertenecer a una turba y que le dan sus oficiales. Pero una turba sin un hombre a la cabeza da menos que lástima. Ahora lo que tenéis que hacer es meter el rabo entre las piernas e iros a casa a meteros en un agujero. Si de verdad vais a linchar a alguien lo haréis de noche, al estilo del Sur, y cuando vengáis, lo haréis con las caretas y os traeréis a un hombre. Ahora, largo y llevaos con vosotros a vuestro medio hombre.

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