Las correcciones (20 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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—¿A un lituano? —dijo Chip.

—Qué gracioso —Gitanas le dedicó una mirada de aprobación—. Pero ¿qué pasa si lo que yo quiero es que esta página web, y varias por el estilo, digan otra cosa? ¿Qué pasa si necesito borrar lo que dicen y poner, en buen inglés norteamericano, que nuestro país ha logrado superar la plaga financiera rusa? Por poner un ejemplo: Lituania tiene ahora una tasa de inflación anual por debajo del 6%, las mismas reservas en divisas fuertes que Alemania y un superávit comercial de cerca de cien mil millones de dólares, gracias a la sostenida demanda de recursos naturales lituanos.

—Eso te va como anillo al dedo, Chip —dijo Edén.

Chip había tomado la tranquila e irrevocable decisión de no volver a mirar a Edén, ni a dirigirle la palabra, en todos los días de su vida.

—¿Qué recursos naturales tiene Lituania? —le preguntó a Gitanas.

—Arena y grava, más que ninguna otra cosa.

—Enormes reservas estratégicas de arena y grava. Vale.

—Arena y grava en abundancia —Gitanas cerró el maletín—. Pero voy a ponerte un desafío. ¿Cuál es la razón de que estos curiosos recursos hayan alcanzado una demanda sin precedentes?

—¿El boom de la construcción en Letonia y Finlandia? ¿La desesperada necesidad de arena en que se halla Letonia? ¿La desesperada necesidad de grava en que se halla Finlandia?

—¿Y cómo fue que esos dos países no se contagiaron del colapso financiero mundial?

—Letonia posee unas instituciones democráticas fuertes y estables —dijo Chip—. Es la espina dorsal financiera de los países bálticos. Finlandia limitó de modo muy riguroso la salida de capital extranjero a corto plazo y logró salvar su mundialmente famosa industria de muebles.

El lituano asintió, visiblemente satisfecho. Edén golpeó el tablero de su mesa de despacho con los puños.

—Dios mío, Gitanas, ¡Chip es un tío fantástico! Tiene todo el derecho a un bono especial a la firma del contrato. Y también a alojamiento de primera clase en Vilnius, además de una dieta diaria en dólares.

—¿En Vilnius? —dijo Chip.

—Sí. Vamos a vender un país —dijo Gitanas—. Necesitamos un consumidor norteamericano satisfecho e
in situ.
Además, es mucho más seguro trabajar en la Red desde allí. Mucho más seguro.

Chip soltó la carcajada.

—¿De verdad esperas que los inversores norteamericanos te manden dinero? ¿En base a qué? ¿La escasez de arena en Letonia?

—El dinero ya me lo están mandando —dijo Gitanas—, en base a una pequeña ocurrencia mía. Ni arena ni grava. Una pequeña ocurrencia mía. Decenas de miles de dólares, a estas alturas. Pero quiero que me manden millones.

—Gitanas —dijo Edén—. Cuánto te quiero. Está claro que aquí viene a cuento un incentivo por escalones. Es una situación que ni pintiparada para una cláusula de aumento gradual. Cada vez que Chip multiplique por dos tus ingresos, tú le das un punto de porcentaje. ¿Eh?

—Si veo un aumento de cien veces en los ingresos, Cheep va a ser un hombre muy rico. En eso puedes creerme.

—Sí, pero vamos a ponerlo por escrito.

Gitanas captó la mirada de Chip y, sin decir nada, le transmitió su opinión sobre la anfitriona.

—¿En qué documento lo ponemos por escrito, Edén? —dijo—. ¿Qué designación vamos a utilizar para el cargo de Cheep? ¿Consultor para Fraudes Electrónicos Internacionales? ¿Adjunto a la Dirección General de Falsificación?

—Vicepresidente de Distorsiones Tortuosas Intencionadas —propuso Chip.

Edén soltó un gritito de placer.

—¡Me encanta!

—Mira, mamá —dijo April.

—Nuestro acuerdo es estrictamente verbal —dijo Gitanas.

—Pero ni que decir tiene que no hay nada verdaderamente contrario a la ley en lo que vais a hacer —dijo Edén.

Gitanas contestó mirando por la ventana durante un buen rato. Con su cazadora roja de rayas, parecía un piloto de motocross.

—Por supuesto que no —dijo.

—O sea que no es fraude electrónico —dijo Edén.

—No, no. ¿Fraude electrónico? Qué va.

—Porque, vaya, no es que me quiera hacer la melindrosa, pero todo esto suena casi, casi, a fraude electrónico.

—La riqueza colectiva de mi país se ha sumido en la del tuyo sin levantar una olita —dijo Gitanas—. Un país rico y poderoso ha fijado las reglas que le cuestan la vida a Lituania. ¿Por qué razón vamos a respetarlas?

—Una pregunta digna de Foucault —dijo Chip.

—Y de Robin Hood —dijo Edén—. Lo cual no me deja verdaderamente tranquila en materia jurídica.

—Voy a ofrecerle a Cheep quinientos dólares norteamericanos a la semana. También los bonos que me parezcan oportunos. ¿Te interesa, Chip?

—Puedo sacar más que eso sin moverme de Nueva York —dijo Chip.

—Estamos hablando de mil diarios, como mínimo —dijo Edén.

—En Vilnius, se puede ir muy lejos con un solo dólar.

—Sí, qué duda cabe —dijo Edén—. Y no digamos en la luna. En qué te lo vas a gastar.

—Cheep —dijo Gitanas—, cuéntale a Edén qué se puede comprar con dólares en un país pobre.

—Supongo que la mejor comida y la mejor bebida —dijo Chip.

—¿En un país donde la generación más joven se ha educado en una situación de anarquía moral y donde la gente tiene hambre?

—No creo que resulte muy difícil encontrarse una novia guapa, si es eso lo que quieres decir.

—Si no te rompe el corazón —dijo Gitanas— ver a una preciosidad de provincias ponerse de rodillas…

—Oye, Gitanas, que hay una criatura delante —dijo Edén.

—Yo estoy en una isla —dijo April—. Mira qué isla, mamá.

—Muchachitas, me refiero —dijo Gitanas—. De quince años. ¿Tienes dólares? De trece. De doce.

—Los doce no me atraen especialmente —dijo Chip.

—¿Prefieres diecinueve? Las de diecinueve son todavía más baratas.

—Bueno, oídme, francamente… —dijo Edén, dando una palmada.

—Sólo pretendo que Cheep se haga una idea de por qué un dólar es mucho dinero y por qué la oferta que le estoy haciendo es perfectamente aceptable.

—El problema —dijo Chip— es que yo mientras tendré que estar pagando mis deudas norteamericanas con esos mismos dólares.

—En Lituania conocemos muy bien ese problema, puedes creerme.

—Chip quiere una paga diaria de mil dólares, más incentivos por rendimiento —dijo Edén.

—Mil a la semana —dijo Gitanas—. Por dar legitimidad a mi proyecto. Por el trabajo creativo y por tranquilizar a los clientes potenciales.

—Uno por ciento de los ingresos brutos —dijo Edén—, una vez deducido su salario mensual de veinte mil dólares.

Gitanas, ignorando a Edén, se sacó de la cazadora un grueso sobre y, con unas manos muy rechonchas y muy poco cuidadas, se puso a contar billetes de cien. April permanecía sentada en mitad del papel tamaño periódico, en un cerco de monstruos colmilludos y muy crueles garabatos versicolores. Gitanas arrojó un fajo de billetes de cien sobre la mesa de Edén.

—Tres mil —dijo—, que cubren las tres primeras semanas.

—Todos los viajes en clase Business, por supuesto —dijo Edén.

—Vale, de acuerdo.

—Y alojamiento de primera categoría en Vilnius.

—Hay una habitación para él en el palacete. Ningún problema.

—Otra cosa: ¿quién lo protege de los señores de la guerra?

—Bueno, puede que yo también tenga un poquito de señor de la guerra —dijo Gitanas, con una sonrisa cauta y apocada.

Chip miraba aquel montón de verdes encima de la mesa de Edén. Algo le estaba provocando una erección, quizá la visión anticipada de unas chicas de diecinueve años tan corrompidas como espléndidas, aunque también podía tratarse de la perspectiva de subirse a un avión y dejar a ocho mil kilómetros de distancia la pesadilla de su vida en Nueva York. Lo que hacía de las drogas una perpetua propuesta sexual era la oportunidad de ser otro. Ya hacía años que había llegado a la conclusión de que el chocolate para lo único que le servía era para meterle la paranoia en el cuerpo y para dejarlo sin pegar ojo, pero aún se seguía empalmando cada vez que le pasaba por la cabeza la idea de fumarse un canuto. Todavía le levantaba la libido la idea de fugarse de la cárcel. Tocó los billetes.

—Si queréis, entro en Internet y os reservo vuelo a los dos —dijo Edén—. Podéis salir en cuanto queráis.

—¿Vas a hacerlo, pues? —le preguntó Gitanas a Chip—. Vas a trabajar muchísimo, y a divertirte otro tanto. Muy poco riesgo. Siempre existe algún riesgo, claro, en todas las cosas. Sobre todo cuando hay dinero por medio.

—Lo comprendo —dijo Chip, tocando los billetes.

En las celebraciones nupciales, Enid nunca dejaba de experimentar un amor, llevado al paroxismo, del
lugar:
del Medio Oeste, en general, y de la zona residencial de St. Jude, en particular. Era, para ella, el único patriotismo verdadero, la única espiritualidad viable. Habiendo vivido bajo presidentes tan bribones como Nixon y tan estúpidos como Reagan y tan repugnantes como Clinton, había perdido todo interés en ondear la bandera norteamericana, y no se había cumplido ni uno solo de los milagros que le había pedido a Dios; pero un sábado de boda, en temporada de lilas, sentada en un banco de la Iglesia Presbiteriana de Paradise Valley, le era posible mirar en torno y ver doscientas personas simpáticas y ni una sola mala persona. Todos sus amigos eran simpáticos y tenían, a su vez, amigos igual de simpáticos, y, además, como la gente simpática solía criar niños simpáticos, el mundo de Enid era como una pradera en que crecía tan espesa la hierba proa, que al mal no le quedaba un solo hueco donde poner su impronta: un milagro de bondad. Si, por ejemplo, era una de las chicas de Esther y de Kirky Root, quien avanzaba por el pasillo de la iglesia, del brazo de Kirby, Enid se acordaba del día en que la pequeña Root, se vistió de bailarina para hacer las rondas del Halloween, o de cuando vendía pasteles por cuenta de las Girl Scouts, o de cuando le hacía de canguro a Denise, o de cómo, cuando las niñas Root ya estaban ambas en sus buenas universidades del Medio Oeste, cada vez que volvían a casa, durante las vacaciones, ponían especial cuidado en llamar a la puerta trasera de Enid para ponerla al corriente de lo que sucedía en casa de los Root, quedándose de visita, en alguna ocasión, una hora o más (y no, como bien sabía Enid, porque Esther les hubiera dicho que fueran a verla, sino porque eran criaturas de St. Jude, como Dios manda, que se ocupaban del prójimo por propia inclinación); y a Enid se le llenaba el corazón de albricias viendo a otra encantadora y caritativa niña de los Root recibiendo ahora por marido, como premio, a un muchacho con el pelo bien cortado, como los que salen en los anuncios de ropa de caballero, un jovencito verdaderamente magnífico, bien predispuesto, muy atento con las personas mayores y nada inclinado a las relaciones prematrimoniales, y que tenía un puesto de trabajo desde el que aportar algo a la sociedad, como ingeniero electrónico o biólogo ambiental, y que procedía de una familia fundada en el amor, la estabilidad y la tradición, y que quería crear su propia familia fundada en el amor, la estabilidad y la tradición. Podía ser que Enid estuviera dejándose engañar por las apariencias, pero los jóvenes de esta condición, ahora que el siglo XX se iba acercando a su fin, seguían siendo la
norma
en la zona residencial de St. Jude. Todos los chicos que ella había conocido de Cachorros Scouts, los que habían utilizado su aseo de la planta baja, los que le habían limpiado la nieve de la entrada, los varios chicos Driblett, los diversos Person, los gemelos Schumpert, todos aquellos muchachos tan limpitos y tan guapos (a todos los cuales había despreciado Denise, en sus tiempos de adolescente, con su mirada de «extrañeza», ante la callada rabia de Enid), habían recorrido o estaban a punto de recorrer el pasillo de alguna iglesia protestante de aquella tierra, para casarse cada uno con una chica simpática y normal y establecerse, si no en el propio St. Jude, sí al menos dentro del mismo huso horario. Pero en lo recóndito de su corazón, donde no era tan distinta de Denise como ella pretendía, a Enid le constaba que hay tonos más adecuados, para un esmoquin, que el azul pálido, y que los trajes de novia bien podían hacerse de algún tejido mucho más interesante que la seda china de color malva; y, sin embargo, aunque la honradez le impidiera utilizar el adjetivo «elegante» en las bodas de ese tipo, había una parte de su corazón, más manifiesta y más feliz, a la cual le gustaba este tipo de bodas por encima de cualquier otro, porque la falta de refinamiento garantizaba a los invitados que para aquellas dos familias a punto de unirse había cosas mucho más importantes que el estilo. A Enid le encantaba casar a la gente y era de lo más feliz con esas bodas en que las damas de honor, renunciando a sus deseos personales, llevaban vestidos a juego con los ramos de flores, con las servilletas de cóctel, con los adornos del pastel y con las cintas decorativas del festejo. Para su gusto, tras una ceremonia celebrada en la iglesia metodista de Chiltsville tenía que venir una modesta celebración en el Chiltsville Sheraton. También para su gusto, una boda más elegante, en la iglesia presbiteriana de Paradise Valley, había de culminar en el Club de Deepmire, donde incluso las cerillas de recordatorio
(Dean & Trish
13 de junio de 1987)
hacían juego con el decorado. Lo más importante de todo era que el novio y la novia hicieran juego: que procedieran de ambientes similares, que fueran más o menos de la misma edad y que hubieran recibido una educación parecida. Ocurría a veces, en alguna boda entre familias no muy amigas de Enid, que la novia abultara más que el novio, o que fuera mucho mayor, o que la familia del novio procediera del campo, de alguna finca de la provincia, y que se le notara demasiado el pasmo ante la elegancia de Deepmire. A Enid le daban mucha pena los protagonistas, en una boda así. No le cabía la menor duda de que aquel matrimonio iba a ser una auténtica lucha desde el primer día. Lo más normal, sin embargo, era que la única nota discordante en una celebración en Deepmire fuera un brindis impertinente por parte de alguno de los testigos de menor importancia, por lo general un amiguete del novio, mostachudo y con poco mentón, cargadito de alcohol y, por su acento, no procedente del Medio Oeste, en absoluto, sino de alguna ciudad del Este, pretendiendo lucirse con alguna referencia «humorística» a las relaciones prematrimoniales y consiguiendo que ambos, el novio y la novia, se ruborizaran o se rieran con los párpados bajos (no, según Enid, porque les hiciera gracia la cosa, sino por delicadeza natural, para que el ofensor no se diera cuenta de hasta qué punto era ofensivo lo que acababa de decir), mientras Alfred inclinaba la cabeza al modo de los sordos y Enid echaba un vistazo en torno a ver si localizaba a alguna amiga con quien intercambiar un gesto de complicidad.

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