Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (17 page)

BOOK: Las correcciones
6.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Chip Lambert! ¿Qué tal? —dijo Doug.

Chip no encontró el modo de sostener su cesta de la compra y estrechar la cuadrada mano de Doug al mismo tiempo sin adoptar una postura de niñita.

—April está eligiendo su postre para la cena —dijo Doug.

—Mis tres postres —dijo April.

—Vale, tus tres postres.

—¿Qué es éste? —dijo April, señalando con el dedo.

—Sorbete de granadina y capuchina, mi amor.

—¿Me va a gustar?

—Eso no lo sé.

Doug, que era más joven y más bajo que Chip, insistía tantísimo en su estupefacción ante el cacumen de Chip y había dado tantas pruebas de no poner en ello ninguna clase de ironía ni de condescendencia, que Chip había acabado por aceptar plenamente el hecho de que Doug lo admiraba. Una admiración que resultaba más desalentadora que el menosprecio.

—Me cuenta Edén que ya has terminado el guión —dijo Doug, mientras recomponía la fila de helados que April acababa de desordenar—. Me tienes alucinado, tío. Es un proyecto que suena fenomenal.

April acunaba tres envases con reborde contra su pichi de pana.

—¿Qué es lo que has elegido? —le preguntó Chip.

April se encogió de hombros extremadamente, en un encogimiento de principiante.

—Llévaselos a mamá, mi amor, que yo tengo que hablar con Chip.

Mientras April se alejaba por el pasillo, a Chip le habría gustado saber cómo sería eso de tener un niño, de que lo necesiten a uno todo el rato, en lugar de estar necesitando a alguien todo el rato.

—Te quería preguntar una cosa —dijo Doug—. ¿Tienes un segundo? Vamos a suponer que alguien te ofrece una nueva personalidad. ¿La aceptarías? Vamos a suponer que alguien viene y te dice:
te puedo recablear la cabeza como más te guste.
¿Estarías dispuesto a pagar para que te lo hicieran?

El envoltorio del salmón se había adherido a la piel de Chip, por efecto del sudor, y además se estaba rompiendo por la parte de abajo. No era el momento ideal para suministrarle a Doug la compañía intelectual que parecía estar deseando, pero Chip quería que Doug lo siguiera teniendo en muy alta consideración y animase a Edén a comprarle el guión. Le preguntó que por qué lo preguntaba.

—Por mi mesa pasan un montón de cosas rarísimas —dijo Doug—. Sobre todo ahora, con todo el dinero que está llegando de fuera. Todo eso de las punto-com, claro. Seguimos poniendo el máximo empeño en convencer al norteamericano medio de que gestione beatíficamente su propia ruina financiera. Pero la biotecno es fascinante. He leído folletos enteros sobre las calabazas con alteraciones genéticas. Parece ser que en este país comemos muchísima más calabaza de lo que yo suponía, y las calabazas son propensas a más enfermedades de las que uno se imagina al verlas por fuera, con lo robustas que son. Es eso o… Southern Cucumtech está muy sobrevalorado a treinta y cinco por acción. Yo qué sé. Pero, oye, Chip, lo del cerebro sí que me llama la atención, tío. La cosa rara número uno es que estoy autorizado a hablar de ello. Es de dominio público. ¿No te parece raro?

Chip estaba intentando mirar a Doug con cara de máximo interés, pero los ojos se le comportaban como niños pequeños, se le iban corriendo por los pasillos. Por decirlo de algún modo, era como si hubiera estado a punto de salir de su cuerpo y dejarlo abandonado.

—Sí que es raro.

—La idea —dijo Doug— es rehabilitar lo básico del cerebro. Dejar la cáscara y el techo, cambiar las paredes y las cañerías. Eliminar el rinconcito del comedor, que no sirve para nada, e instalar en él un moderno interruptor de circuito.

—Aja.

—Conservas tu atractiva fachada —dijo Doug—. Sigues pareciendo la mar de serio y la mar de intelectual, con el toque nórdico, por fuera. Un tipo sobrio e instruido. Pero por dentro eres más habitable. Un salón muy grande, con una consola de juegos. Más espacio para la cocina, y mayor facilidad de manejo. Tienes triturador de basura en el fregadero, horno de convección. Dispensador de cubitos de hielo en la puerta del frigorífico.

—¿Pero sigo identificando mi propia persona?

—¿Quieres identificarte? Los demás sí te identificarán, por lo menos en lo que se refiere al aspecto exterior.

El rótulo, aparatoso y destellante, de recaudación bruta del día hizo una pausa en 444.447,41$ y luego siguió subiendo.

—Mi mobiliario es mi personalidad —dijo Chip.

—Digamos que es una rehabilitación gradual. Digamos que los obreros trabajan con mucho aseo. Te hacen limpieza en el cerebro todas las noches, cuando vuelves a casa del trabajo, y no está permitido molestarte durante los fines de semana, por ordenanza local y por las restricciones normales pactadas. Todo sucede por fases, te vas haciendo a ello. O ello se va haciendo a ti, si quieres. Nadie te obliga a comprar muebles nuevos.

—¿Tu pregunta es hipotética?

Doug levantó un dedo en el aire.

—Lo único es que puede haber algo de metal en el asunto. Cabe la posibilidad de que se activen las alarmas a tu paso, en el aeropuerto. Me figuro, además, que también puedes recibir alguna emisora de radio, en según qué frecuencias. El Gatorade y otras bebidas de alto valor electrolítico pueden plantear algún problema. Pero ¿qué contestas?

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Compruébalo tú mismo en la página web. Ya te daré la dirección. «Las consecuencias son inquietantes, pero nada podrá detener esta nueva tecnología». Algo así podría ser la divisa de nuestra época, ¿no te parece?

El hecho de que un filete de salmón estuviera ahora escurriéndosele a Chip por los calzones abajo, como una babosa ancha y calentita, parecía guardar una estrecha relación con su cerebro y con cierto número de decisiones equivocadas que éste había tomado. En el plano racional, Chip sabía que Doug no tardaría en dejarlo ir e incluso que acabaría escapando de la Pesadilla del Consumo para meterse en el servicio de algún restaurante y sacarse el filete de donde estaba y recuperar sus plenas facultades críticas; que llegaría un momento en que ya no estaría ahí, entre
gelati
carísimos, con un trozo de pescado tibio en los calzones, y que ese momento sería de extraordinario alivio. No obstante, por ahora seguía habitando un momento anterior, mucho menos placentero, desde cuyo punto de vista la posibilidad de hacerse con un nuevo cerebro era justo lo que le hacía falta.

—¡Los postres eran como de un palmo de altos! —exclamó Enid, a quien el instinto le decía que a Denise no iban a interesarle nada las pirámides de gambas—. Todo elegante, elegante. ¿Has visto alguna vez una cosa así?

—Seguro que todo estuvo estupendo —dijo Denise.

—Los Driblett hacen las cosas de súper lujo, no te quepa duda. Nunca he visto un postre de semejante calibre. ¿Tú sí?

Los sutiles signos de que Denise estaba ejerciendo la facultad de la paciencia —los suspiros algo más profundos de lo normal, el modo de depositar el tenedor en el plato, sin hacer ruido, y beber a continuación un sorbo de vino y volver a poner el vaso en la mesa— le resultaban a Enid más dolorosos que cualquier explosión violenta.

—He visto postres bastante altos —dijo Denise.

—¿No son tremendamente difíciles de preparar?

Denise cruzó las manos sobre el regazo y exhaló lentamente el aire.

—Tiene que haber sido una fiesta estupenda. Me alegro mucho de que os lo pasarais bien.

Enid, desde luego, se lo había pasado la mar de bien en la fiesta de Dean y Trish, y le habría encantado que Denise hubiera podido asistir, para que hubiera visto con sus propios ojos lo elegante que era todo. Pero también se temía que a Denise la fiesta no le habría parecido nada elegante, que habría desmenuzado todos sus aspectos especiales hasta convertirlos en puras y simples cosas ordinarias. El gusto de su hija constituía un punto ciego en la visión de Enid, una especie de agujero en su experiencia por el que sus propios placeres siempre parecían a punto de sumirse y desaparecer.

—Ya se sabe: sobre gustos no hay nada escrito —dijo.

—Eso es verdad —dijo Denise—; pero hay gustos y gustos.

Alfred se mantenía muy encorvado sobre el plato, para estar seguro de que todo pedacito de salmón o de judías verdes que se le cayera del tenedor aterrizaría en loza. Pero escuchaba.

—Ya está bien —dijo.

—Eso pensamos todos —dijo Enid—. Todo el mundo cree que su gusto es el mejor.

—Pero casi todo el mundo se equivoca —dijo Denise.

—Todo el mundo está en su derecho a tener su propio gusto —dijo Enid—. En este país, cada persona es un voto.

—¡Por desgracia!

—Ya está bien —le dijo Alfred a Denise—. ¡Nunca ganarás!

—Hablas como una verdadera esnob —dijo Enid.

—Madre, te pasas el día diciéndome cuánto te gusta la buena comida casera. Bueno, pues a mí me pasa lo mismo. Hay una especie de vulgaridad disneyiana en un postre de palmo de alto. Tú eres mejor cocinera que…

—Ah, no —Enid sacudió la cabeza—. Yo de cocinera no tengo nada.

—¡Eso es totalmente falso! ¿Dónde crees que yo…?

—No de mí —la interrumpió Enid—. No sé de dónde habrán sacado mis hijos sus talentos. Pero no de mí. Yo de cocinera no tengo nada. Pero nada, nada.

(¡Qué extraño placer le producía estar diciendo aquello! Era como verter agua hirviendo en una erupción cutánea por contacto con hiedra venenosa).

Denise se puso derecha en la silla y levantó su vaso. Enid, que toda su vida había sido incapaz de no observar lo que ocurría en los platos ajenos, la había visto comer un trocito de salmón que no daba para más allá de tres bocados, una pizca de ensalada y una corteza de pan. Raciones que, por su tamaño, eran en sí un reproche a las raciones de Enid. Ahora, el plato de Denise estaba vacío, y no había repetido de nada.

—¿Eso es todo lo que vas a comer? —dijo Enid.

—Sí. Con esto he comido.

—Has adelgazado.

—De hecho, no, no he adelgazado.

—Pues no sigas adelgazando —dijo Enid, con la risa estrecha tras la cual solía esconder sus sentimientos más amplios.

Alfred se llevaba a la boca un tenedor con salmón y salsa de acedera. La porción se desprendió del cubierto y se rompió en pedazos de formación violenta.

—La verdad es que este plato le ha salido estupendamente a Chip —dijo Enid—. ¿No te parece? El salmón está muy tierno y muy bueno.

—Chip siempre ha sido muy buen cocinero —dijo Denise.

—¿Te gusta, Al? ¿Al?

Alfred, ahora, sostenía el tenedor con menos fuerza. Le colgaba un poco el labio inferior y había una torva sospecha en su mirada.

—¿Te gusta lo que estás comiendo? —le preguntó Enid.

Alfred se asió la mano izquierda con la derecha y se la estrujó. Las manos emparejadas prosiguieron juntas su oscilación, mientras él miraba los girasoles del centro de la mesa. Dio la impresión de
tragarse
la agria disposición de su boca, de desatragantarse la paranoia.

—¿Ha sido Chip quien ha hecho todo esto? —dijo.

—Sí.

Sacudió la cabeza como si el hecho de que Chip hubiera cocinado, de que Chip estuviera ausente, lo abrumara más allá de toda medida.

—Esta enfermedad me fastidia cada vez más —dijo.

—Lo que tú tienes es muy leve —dijo Enid—. No hace falta más que ajustarte un poco la medicación.

Él negó con la cabeza.

—Según Hedgpeth, eso es algo que no puede predecirse.

—Lo importante es seguir haciendo cosas —dijo Enid—, mantenerse activo, seguir adelante.

—No. No te has enterado bien. Hedgpeth puso especial cuidado en no prometer nada.

—Por lo que yo he leído…

—Me importa un bledo lo que diga el artículo de la revista esa. No estoy bien, y el propio Hedgpeth lo reconoció.

Denise depositó el vaso de vino en la mesa, estirando el brazo en toda su extensión.

—Bueno y ¿qué te parece el nuevo trabajo de Chip? —le preguntó Enid, con mucho ánimo.

—¿El qué de Chip?

—Lo del
Wall Street Journal.

Denise bajó los ojos al mantel.

—No tengo opinión al respecto.

—¿No te parece interesantísimo?

—No tengo opinión al respecto.

—¿Sabes si es de jornada completa?

—No.

—Es que no acabo de entender en qué consiste el trabajo.

—No sé nada de ese asunto, madre.

—¿Sigue en la abogacía?

—¿La corrección de pruebas, quieres decir? Sí.

—Luego sigue en el bufete.

—No es abogado, madre.

—Ya sé que no es abogado.

—Eso de «abogacía» y «bufete», ¿es lo mismo que les dices a tus amigas?

—Les digo que trabaja en un bufete. Nada más. Un bufete de Nueva York. Y es la verdad. Trabaja en un bufete.

—Eso se presta a confusiones, y lo sabes muy bien —dijo Alfred.

—La verdad, más me valdría no decir nunca nada.

—Lo que tienes que hacer es decir la verdad —dijo Denise.

—Bueno, pues yo creo que tendría que dedicarse al Derecho —dijo Enid—. El Derecho se le daría perfectamente. Necesita estabilizarse en una profesión. Necesita estructura en su vida. Papá siempre creyó que podía ser un excelente abogado. Yo me inclinaba más bien por la medicina, porque le gustaban las ciencias, pero papá siempre lo vio como abogado. ¿Verdad, Al? ¿No pensaste siempre que Chip podía ser un excelente abogado? Con lo bien que se le da hablar.

—Ya es muy tarde para eso, Enid.

—Pensé que trabajando en el bufete a lo mejor se le despertaba el interés y volvía a estudiar.

—Demasiado tarde.

—Porque el caso es, Denise, que hay que ver la cantidad de cosas que se pueden hacer con Derecho. Presidente de una compañía. ¡Juez! Profesor. Periodista. Hay tantos caminos que Chip podría emprender.

—Chip hará lo que quiera hacer —dijo Alfred—. Nunca lo he entendido, pero tampoco va a cambiar a estas alturas.

Tuvo que hacerse dos manzanas a pie, bajo la lluvia, para encontrar un teléfono con línea. En la primera cabina abierta y pareada con que tropezó, un aparato estaba castrado, con borlitas de distintos colores asomando por el cabo del cable, y del otro sólo quedaban los cuatro agujeros de sujeción. El teléfono del cruce siguiente estaba con chicle en la ranura, y a su compañero se le había muerto la línea. La reacción típica de cualquier hombre en las circunstancias de Chip habría sido estrellar el auricular contra la caja y dejar los restos de plástico por el suelo, pero él llevaba demasiada prisa para eso. En la esquina de la Quinta Avenida había un teléfono con línea, pero que no respondía a las teclas de marcación y que no le devolvió el cuarto de dólar cuando colgó de buenas maneras el aparato, ni tampoco cuando lo hizo a golpetazo limpio. El otro teléfono tenía línea y aceptó la moneda, pero una voz de la Baby Bell le comunicó que no entendía lo que había marcado, y además tampoco pudo recuperar el dinero. Volvió a intentarlo y se quedó sin su última moneda de cuarto.

BOOK: Las correcciones
6.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Choke by Diana López
King Kong (1932) by Delos W. Lovelace
And None Shall Sleep by Priscilla Masters
Fair Is the Rose by Liz Curtis Higgs
Simulacron 3 by Daniel F. Galouye