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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (21 page)

BOOK: Las correcciones
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A Alfred también le encantaban las bodas. Le parecían el único festejo de propósito verdaderamente justificado. Bajo su invocación autorizaba compras (un vestido nuevo para Enid, un traje nuevo para él, un juego de diez piezas para ensalada, de alta calidad, en madera de teca, para regalo) que normalmente habría vetado, por exorbitantes.

Enid alguna vez soñó, para cuando Denise fuera mayor y hubiera terminado en el
college,
con organizar una boda verdaderamente elegante (no, ¡ay!, en el Deepmire, ya que los Lambert eran un caso único, o casi único, en su más íntimo círculo de amigos, y no podían permitirse la astronómica factura del Deepmire), para Denise y un joven alto, ancho de hombros, quizá de origen escandinavo, cuyo blondísimo pelo compensara la negrura y los rizos que Denise había heredado de su madre, pero que en todo lo demás hiciera juego con la novia. Y, por tanto, a Enid estuvo a punto de partírsele el corazón una noche de octubre, cuando no habían pasado ni tres semanas de la boda que Chuck Meisner ofreciera a su hija Cindy, la más rumbosa nunca celebrada en Deepmire, con todos los caballeros vestidos de frac, y una fuente de champán, y un helicóptero en la calle 18 del campo de golf, y una banda de ocho componentes tocando fanfarrias, y Denise llamó a casa con la noticia de que su jefe y ella se habían metido en un coche, se habían plantado en Atlantic City y se habían casado ante un juez. Enid, que tenía muy buen estómago (en su vida había vomitado), tuvo que pasarle el teléfono a Alfred y arrodillarse en el cuarto de baño y hacer varias inhalaciones muy profundas.

La primavera anterior, en Filadelfia, Alfred y ella habían almorzado, ya muy tarde, en el ruidosísimo restaurante donde Denise se estropeaba las manos y, de paso, tiraba su juventud por la ventana. Tras la comida, que estuvo bien, aunque muy pesada, Denise se empeñó en presentarles al jefe de cocina de quien había sido alumna y a quien ahora dedicaba todos sus guisos y todas sus salsas. El tal «jefe» de cocina se llamaba Enfile Berger y era un judío de Montreal, bajito, de mediana edad, nada simpático, cuya idea de cómo vestir para el trabajo era ponerse una camiseta blanca, de manga corta (como un cocinero, no como un jefe de cocina, pensó Enid; sin chaqueta ni gorro) y cuya idea de cómo afeitarse consistía en ir sin afeitar. A Enid le habría caído mal Emile y lo habría ignorado en todos los supuestos, sin necesidad, como ocurría ahora, de haber comprendido, por el modo en que Denise bebía de sus labios, que el hombre tenía enganchada a su hija hasta un límite poco aconsejable.

—Qué pesado el pastel de cangrejo —acusó en la cocina—. Al primer bocado ya no podía más.

A lo cual, en vez de pedir perdón y rebajarse, como habría hecho cualquier sanjudeano de pro, Emile respondió diciendo que sí, que si pudiera prepararse, y no fallara el sabor, un pastel de cangrejo de tipo «ligero» podría ser algo maravilloso, pero el problema, señora Lambert, era cómo prepararlo. ¿Eh? ¿Cómo se hace para preparar un pastel de cangrejo ligero? Denise seguía sus palabras con verdadera ansia, como si las hubiera escrito ella, o quisiera aprendérselas de memoria.

Ya fuera del local, antes de que Denise se reincorporara a su turno de catorce horas, a Enid no se le olvidó decirle:

—Qué bajito es, ¿no? Y qué pinta de judío tiene.

El tono no le salió tan controlado como había pretendido, sino bastante más alto y más agudo de lo pertinente, y Enid pudo darse cuenta, por la mirada distante de sus ojos y el rictus de desagrado de su boca, que había herido los sentimientos de Denise. Pero, a fin de cuentas, ella se había limitado a decir la verdad. Y ni por un segundo se le pasó por la cabeza que Denise —quien, por muy inmadura y muy romántica que fuese y por muy poco prácticos que fueran sus proyectos de futuro, acababa de cumplir los veintitrés y tenía una cara y un tipo muy bonitos, y toda la vida por delante— estuviese de veras
saliendo
con un individuo como Emile. En cuanto a qué era exactamente lo que una joven debía hacer con sus encantos físicos mientras le llegaba la plenitud, ahora que las chicas ya no se casan tan jóvenes como antes, Enid, a decir verdad, no tenía una noción muy clara. En general, lo que más adecuado le parecía eran las reuniones en grupos de tres o más personas; es decir, en una palabra: ¡las fiestas! Lo que sí le constaba, de modo categórico, el principio que ella defendía con más crecida pasión cuanto más lo hacían objeto de mofa y befa en los medios y en los programas de éxito popular, era el carácter inmoral de las relaciones prematrimoniales.

Y, sin embargo, aquella noche de octubre, allí, de rodillas en el cuarto de baño, a Enid le sobrevino la herética idea de que al fin y al cabo quizá habría sido mejor que sus homilías maternales no hubieran puesto tanto énfasis en el matrimonio. Se le ocurrió pensar que la precipitación de Denise bien podía tener origen, en alguna medida, por pequeña que fuera, en su deseo de dar gusto a su madre ajustándose a la moral. Como un cepillo de dientes en un váter, como un grillo muerto en la ensalada, como un pañal en la mesa del comedor, se le plantó delante esa asquerosa duda: quizá habría sido mejor que Denise hubiera tirado por la calle de en medio y hubiera cometido adulterio, mancillándose en un placer egoísta momentáneo, echando a perder la pureza que todo hombre como Dios manda tiene derecho a esperar de su futura mujer, en vez casarse con Emile. ¡Salvo que Denise, para empezar, nunca debería haberse sentido atraída por Emile! Era el mismo problema que Enid tenía con Chip, y hasta con Gary: sus hijos no encajaban bien. No deseaban las mismas cosas que ella y todos sus amigos, y todos los hijos de sus amigos deseaban. Sus hijos deseaban otras cosas, y las deseaban de un modo radical y bochornoso.

Observando, periféricamente, que en la moqueta del cuarto de baño había más manchas de las que ella tenía controladas, y habría que comprar una nueva antes de las vacaciones, Enid oyó que Alfred le ofrecía a Denise pagarles el billete de avión. Le chocaba la aparente tranquilidad con que Alfred recibía la noticia de que su única hija había tomado la decisión más importante de su vida sin consultarle. Pero cuando colgó el teléfono y ella salió del cuarto de baño y él se limitó a comentar que la vida estaba llena de sorpresas, Enid se dio cuenta del modo extraño en que le temblaban las manos a Alfred. Unas sacudidas más amplias y, al mismo tiempo, más intensas que las que a veces le daban por culpa del café. Y a todo lo largo de la semana siguiente, mientras Enid, tratando de salvar la cara ante la ignominiosa situación en que la había puesto Denise, (1) llamaba a sus mejores amigas y les anunciaba, con mucha alegría en la voz, que ¡Denise estaba a punto de casarse! con un canadiense muy agradable, pero que estaba empeñada en que la ceremonia sólo fuese para la familia más cercana, y que presentaría a su marido en el transcurso de una fiesta que se daría en casa de Alfred y Enid durante las Navidades (ninguna de las amigas se tomó en serio la alegría, pero todas le anotaron en el haber aquel esfuerzo por ocultarles su sufrimiento; algunas incluso llevaron su sensibilidad hasta el punto de no preguntarle dónde había puesto Denise la lista de bodas) y (2) encargaba, sin permiso de Denise, doscientas tarjetas de participación, no sólo para que la boda pareciera más normal, sino también para sacudir un poco el árbol de los regalos, en la esperanza de recibir alguna compensación por los montones y montones de juegos de ensalada en madera de teca que Alfred y ella habían regalado a los demás durante los últimos veinte años… toda esa larga semana, Enid estuvo tan pendiente de los extraños temblores que ahora padecía Alfred, que cuando, por fin, su marido consintió en ir al médico y éste lo mandó al doctor Hedgpeth, que le diagnosticó un Parkinson, una ramificación profunda de su inteligencia se empeñó en asociar la enfermedad con el anuncio de Denise, echándole así la culpa a su hija del subsiguiente derrumbe de su calidad de vida, sin tener en cuenta lo que el doctor Hedgpeth les explicaba con mucho énfasis, es decir, que el Parkinson es una enfermedad somática en origen y gradual en su manifestación. Cuando ya estaban encima las vacaciones y el doctor Hedgpeth les había proporcionado toda clase de folletos y manuales, cuyos mortecinos colores y deprimentes dibujos y espeluznantes fotografías, de consulta médica, les auguraba un futuro igual de mortecino y deprimente y espeluznante, Enid había llegado a la conclusión irrevocable de que Denise y Emile le habían arruinado la vida. Pero tenía órdenes muy estrictas de Alfred en el sentido de recibir a Emile como a un miembro más de la familia. De modo que durante la fiesta en honor de los recién casados se pintó una sonrisa en la cara y aceptó, uno tras otro, los sinceros parabienes de los viejos amigos de la familia, que querían mucho a Denise y que la consideraban un encanto (porque Enid la había educado en la importancia de ser bueno con las personas mayores) (y ¿era eso precisamente su matrimonio, un acto de extremada bondad con una persona mayor?), aunque Enid habría preferido, con mucho, que le diesen el pésame. El esfuerzo que hizo por jugar limpio y animar el ambiente, obedeciendo a Alfred y recibiendo a su maduro yerno de un modo cordial, y sin decir una sola palabra acerca de su religión, sólo sirvió para agravar el bochorno y la rabia que experimentó cinco años más tarde, cuando Denise y Emile se divorciaron y Enid tuvo que comunicar esa noticia, también, a todas sus amigas. Con la enorme importancia que ella atribuía al matrimonio, con lo mucho que había puesto de su parte para aceptar éste, lo menos que podía haber hecho Denise era seguir casada.

—¿Tienes alguna noticia de Emile, de vez en cuando? —preguntó Enid.

Denise secaba los platos en la cocina de Chip.

—De vez en cuando, sí.

Enid se había aparcado en la mesa del comedor y recortaba cupones de las revistas que llevaba en la bolsa de mano de las Nordic Pleasurelines. La lluvia caía sin orden ni concierto, golpeando los cristales y empañándolos. Alfred estaba en la tumbona de Chip, con los ojos cerrados.

—Estaba pensando ahora —dijo Enid—, Denise, que si todo hubiera ido bien, y siguierais casados, lo cierto es que a Emile no le quedan muchos años para convertirse en un anciano. Y eso es muchísimo trabajo. No te puedes imaginar qué responsabilidad tan enorme.

—Dentro de veinticinco años seguirá siendo más joven de lo que papá es ahora —dijo Denise.

—No sé si alguna vez te he hablado de una compañera mía de instituto, Norma Greene —dijo Enid.

—Me hablas de Norma Greene literalmente cada vez que nos vemos.

—Pues entonces ya estás al corriente de su historia. Norma conoció a un señor, Floyd Voinovich, que era un perfecto caballero, unos cuantos años mayor que ella, con un sueldo estupendo, y se quedó fascinada. Siempre la llevaba a Morelli's, y al Steamer, y al Bazelon Room, y el único problema…

—Madre…

—El único problema —porfió Enid— era que estaba casado. Pero no se suponía que Norma tuviera que preocuparse por tal cosa. Floyd la convenció de que el impedimento era temporal. Le dijo que había cometido un tremendo error, que había hecho un matrimonio espantoso, que nunca había querido a su mujer…

—Madre…

—Y que iba a divorciarse.

Enid dejó caer los párpados en un arrebato de placer narrativo. Sabía muy bien que a Denise no le gustaba nada su relato, pero anda que no había cosas que a ella no le gustaban nada en la vida de Denise.

—Bueno, pues la cuestión se prolongó durante años. Floyd era un hombre la mar de zalamero y encantador, y podía permitirse cosas que un hombre de edad más parecida a la de Norma no podía permitirse. Norma se aficionó verdaderamente al lujo y, además, hay que tener en cuenta que había conocido a Floyd a esa edad en que las chicas se vuelven locas cuando se enamoran, y que Floyd no hacía más que jurarle una y otra vez que se iba a divorciar y que se casaría con ella. Por aquel entonces papá y yo ya estábamos casados y habíamos tenido a Gary. Recuerdo que Norma vino a vernos una vez, cuando Gary era pequeño, y todo se le volvía cogerlo en brazos y hacerle carantoñas. Le encantaban los niños, le encantaba tener en brazos a Gary, y a mí me hacía sentirme muy mal, porque llevaba años saliendo con Floyd, y él seguía sin divorciarse. Le dije mira, Norma, no puedes continuar así para siempre. Y ella dijo que había tratado de romper con Floyd, que había salido con otros, pero que eran demasiado jóvenes y que los encontraba faltos de madurez… Floyd le llevaba quince años y era un hombre muy maduro, y comprendo muy bien que un hombre maduro tiene cosas que pueden resultar atractivas a las jovencitas…

—Madre…

—Pero, claro, los chicos jóvenes no siempre podían permitirse eso de llevarla a sitios de postín y de comprarle flores y de hacerle regalitos, como Floyd (porque, además, tampoco era ella manca sacándole cosas, sólo con ponérsele arisca). Y luego, claro, los chicos jóvenes quieren crear su propia familia, y Norma…

—Ya no era tan joven —dijo Denise—. He traído postre. ¿Os apetece algo de postre?

—Bueno, ya sabes lo que pasó.

—Sí.

—Es una historia tristísima, porque Norma…

—Sí, ya conozco la historia.

—Norma se encontró…

—Madre:
ya lo sé.
Y cualquiera diría que, según tú, esa historia tiene algo que ver con mi situación.

—No, Denise, qué va. Yo ni siquiera sé cuál es tu «situación». Nunca me la has contado.

—Entonces, ¿por qué te empeñas en colocarme una y otra vez la historia de Norma Greene?

—No sé por qué te molesta tanto, si no tiene nada que ver contigo.

—Lo que me molesta es que tú lo creas. ¿Piensas que estoy liada con un hombre casado?

Enid no sólo lo pensaba, sino que de pronto la irritó tanto la idea, la llenó de tanta desaprobación, que se quedó sin aliento.

—Por fin.
Por fin
voy a poder deshacerme de estas revistas —dijo, pasando violentamente las páginas de papel cuché.

—Madre.

—Es mejor que no hablemos del asunto. Como en el ejército: el que pregunta se queda de cuadra.

Denise permanecía en el umbral de la cocina, con los brazos cruzados y una bayeta en la mano, hecha una bola.

—¿Qué te hace pensar que estoy liada con un hombre casado?

Enid pasó otra página, con la misma violencia.

—¿Es por algo que te haya dicho Gary?

Enid hizo un enorme esfuerzo para decir que no con la cabeza. Denise se habría puesto como una furia si hubiera descubierto que Gary había traicionado su confianza, y Enid, aunque se pasaba buena parte de la vida muy enfadada con Gary, por una razón o por otra, también se enorgullecía de saber guardar un secreto, y no quería meter a su hijo en apuros. Era verdad que llevaba meses dándole vueltas a la situación de Denise, y que había acumulado grandes depósitos de rabia. Mientras planchaba, mientras podaba la hiedra, durante las noches sin dormir, ensayaba los juicios —
Éste es el típico comportamiento terriblemente egoísta que nunca comprenderé ni perdonaré
y
Vergüenza me da tener por hija a una persona capaz de vivir de ese modo
y
En una situación así, Denise, mis simpatías están al mil por ciento con la esposa, al mil por ciento
— que sobre el modo de vida de Denise, tan inmoral, estaba ansiosa de emitir. Y ahora se le presentaba una oportunidad de emitirlos. Y, no obstante, si Denise negaba los cargos, toda la rabia de Enid, todo el refinamiento y todos los ensayos de su sentencia, quedarían totalmente desperdiciados. Y si, por otra parte, Denise lo admitía todo, también sería mejor, para Enid, tragarse sus juicios reprimidos, para no correr el riesgo de un enfrentamiento. Enid necesitaba a Denise como aliado en el frente navideño, y no quería embarcarse en un crucero de lujo con un hijo desaparecido inexplicablemente, otro hijo echándole en cara su traición y una hija que acabara de confirmarle sus peores temores.

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