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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (26 page)

BOOK: Las correcciones
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¿Era a semejante entidad mercantil a quien Alfred pretendía mantenerse fiel?

Cuanto más lo pensaba, más se enfadaba Gary. Permaneció en su estudio, solo, incapaz de regular su creciente agitación o de aminorar el ritmo de locomotora en marcha a que se sucedían sus inhalaciones de aire. También se mantenía ciego al hermoso crepúsculo color calabaza que se iba desplegando tras los tulipíferos de Virginia, más allá de las líneas de cercanías. Lo único que alcanzaba a percibir era que estaba produciéndose el incumplimiento de los principios más elementales.

Allí se habría quedado indefinidamente, rumiando sus obsesiones, acumulando pruebas contra su padre, si no hubiera oído un crujido al otro lado de la puerta de su estudio. Se levantó de un salto y abrió la puerta.

Vio a Caleb sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, revisando su catálogo.

—¿Ya puedo hablar contigo?

—¿Has estado todo el tiempo sentado ahí, escuchando?

—No —dijo Caleb—. Tú dijiste que podíamos hablar cuando terminaras. Tengo una pregunta. Me gustaría saber qué habitación puedo poner bajo vigilancia.

Hasta del revés veía Gary en el catálogo que los precios del equipo de Caleb —objetos en cajas de aluminio pulido, pantallas LCD— rondaban las tres y cuatro cifras.

—Es mi nuevo hobby —dijo Caleb—. Quiero poner una habitación bajo vigilancia. Mamá dice que puedo utilizar la cocina, si tú no tienes inconveniente.

—¿Pretendes poner la cocina bajo vigilancia, así, por hobby?

—¡Sí!

Gary negó con la cabeza. A él, que tantos hobbies había tenido de pequeño, incluso había llegado a dolerle, en cierto momento, que sus hijos no tuvieran ninguno. Y Caleb había acabado por darse cuenta de que apelando a la palabra «hobby» podía conseguir que Gary diese luz verde a gastos en que de otro modo nunca habría permitido que incurriese Caroline. Así, Caleb tuvo por hobby la
fotografía hasta que Caroline le
compró una cámara autofoco, una réflex con un zoom mejor que el de la cámara de su padre y una cámara digital de enfocar y disparar. Y tuvo por hobby la informática hasta que Caroline le compró un palmtop y un portátil. Pero Caleb iba para los doce años, y Gary ya se conocía demasiado bien el truco. Ahora se ponía a la defensiva en cuanto oía hablar de hobbies. Incluso había conseguido que Caroline le prometiera no compararle a Caleb ningún equipo más, de ninguna clase, sin consultar primero con él.

—La vigilancia no es ningún hobby —dijo.

—¡Sí que lo es, papá! Fue mamá quien me dio la idea. Dijo que podía empezar por la cocina.

Gary interpretó como nueva Señal de Aviso de depresión el hecho de que su primer pensamiento fuera:
Las bebidas alcohólicas están en un armario de la cocina.

—Más vale que lo hable yo antes con mamá, ¿de acuerdo?

—Pero es que la tienda cierra a las seis —dijo Caleb.

—Puedes esperar unos días. No me digas que no.

—Pero si llevo toda la tarde esperando. Dijiste que íbamos a hablar y ahora ya es casi de noche.

Que fuera casi de noche otorgaba a Gary el claro derecho a beberse una copa. Las bebidas alcohólicas estaban en un armario de la cocina. Dio un paso en esa dirección.

—¿De qué equipo estamos hablando, exactamente?

—Solamente una cámara, un micrófono y unos servocontroladores —Caleb le puso el catálogo ante los ojos—. Mira, mira, ni siquiera necesito lo más caro. Ésta sólo vale seis cincuenta. Mamá ha dicho que de acuerdo.

A Gary no se le quitaba de la cabeza la idea recurrente de que había algo desagradable que su familia deseaba olvidar, algo que él era el único que se empeñaba en recordar; algo que sólo requería su asentimiento, su visto bueno, para quedar olvidado. Esta idea constituía, también, una Señal de Aviso.

—Mira, Caleb —dijo—: ésta es la típica cosa de la que luego te cansas a la media hora. Y es demasiado dinero para eso.

—¡No, no! —dijo Caleb, muy angustiado—. ¡Tengo un interés total, papá, es un
hobby!

—Pero el caso es que te has aburrido muy de prisa de otras varias cosas que te hemos comprado. Y de todas ellas dijiste lo mismo, que te interesaban muchísimo.

—Esto es diferente —alegó Caleb—. Esto me interesa de verdad.

Estaba clara la determinación del chico a gastar toda la divisa verbal devaluada que fuese menester para conseguir la aquiescencia de su padre.

—¿No comprendes lo que te estoy diciendo? ¿No ves la pauta? —dijo Gary—. Las cosas se ven de una manera antes de comprarlas y de otra muy diferente cuando ya las has comprado. Los sentimientos cambian después de haber comprado. ¿Entiendes lo que te digo?

Caleb abrió la boca, pero antes de soltar un nuevo alegato, u otra lamentación, una ocurrencia le resplandeció en la cara.

—Me parece —dijo, con aparente humildad— que sí que lo entiendo.

—¿Y no crees que vaya a ocurrir lo mismo con este nuevo equipo? —le preguntó Gary.

Caleb dio toda la impresión de estar meditando muy seriamente.

—Esta vez es distinto —dijo, al fin.

—Muy bien, pues de acuerdo —dijo Gary—. Pero acuérdate muy bien de esta conversación que acabamos de tener. No quiero ver cómo todo esto termina siendo otro juguete carísimo para entretenerte un par de semanas y luego dejarlo por ahí tirado. Pronto vas a entrar en la adolescencia, y, la verdad, me gustaría ver que vas aprendiendo a concentrarte más en tus cosas.

—¡Eso no es justo, Gary! —dijo Caroline, con mucho calor.

Venía del dormitorio principal, cojeando, con la espalda arqueada y una mano en los riñones, sujetando la sanadora bolsa de hielo.

—Hola, Caroline. No sabía que estuvieras escuchando.

—Caleb no se deja las cosas por ahí tiradas.

—Es verdad, no me las dejo —dijo Caleb.

—Lo que no acabas de entender —le dijo Caroline a Gary—, es que todo puede resultarnos útil en este nuevo hobby. Eso es lo estupendo que tiene. Caleb ha pensado el modo de utilizar todo ese equipo junto en un…

—Muy bien, muy bien, me alegro mucho de saberlo.

—El chico hace algo creativo y tú consigues que se sienta culpable.

En cierta ocasión, Gary llegó a preguntarse en voz alta si con tantos cachivaches como le regalaban al niño no acabarían atrofiándole el ingenio, y a Caroline sólo le falto acusarlo de calumnia contra su propio hijo. Entre los diversos libros de orientación parental que leía, su preferido era
La imaginación tecnológica: Lo que los niños de hoy han de enseñar a sus padres,
donde Nancy Claymore, doctora en filosofía, ponía en contraposición el agotado «paradigma» del Niño Superdotado como Genio Socialmente Aislado con el «paradigma tecnológico» del Niño Superdotado como Consumidor Creativamente Conectado, arguyendo que los juguetes electrónicos pronto serían tan baratos y alcanzarían tanta difusión, que la imaginación de los niños dejaría de ejercitarse en los dibujos con lápices de colores y la invención de cuentos, para aplicarse a la síntesis y explotación de las tecnologías existentes —una idea que a Gary se le antojaba tan persuasiva como deprimente. Él, a la edad de Caleb, o poco menos, lo que tenía por hobby era hacer construcciones con palos de polo.

—Entonces, ¿podemos ir a la tienda ahora mismo? —dijo Caleb.

—No, Caleb, esta tarde no. Ya son casi las seis —dijo Caroline.

Caleb dio una patada en el suelo:

—¡Siempre pasa lo mismo! Espero y espero y espero, y al final es tarde.

—Vamos a alquilar una película —dijo Caroline—. La que tú quieras.

—No quiero ver ninguna película. Quiero practicar la vigilancia.

—No va a suceder —dijo Gary—, de modo que más vale que te hagas a la idea.

Caleb se metió en su habitación dando un portazo. Gary fue tras él y abrió la puerta con violencia.

—¡Ya está bien! —dijo—. En esta casa nadie da portazos.

—¡Tú das portazos!

—No quiero oír una palabra más.

—¡Tú das portazos!

—¿Quieres pasarte la semana entera encerrado en tu habitación?

Caleb respondió bizqueando los ojos y frunciendo los labios hacia adentro: ni una sola palabra más.

Gary permitió que la vista se le extraviara por rincones del cuarto de Caleb que normalmente ponía especial cuidado en no ver. Ahí tirados, en confuso montón, como amontonan los ladrones el botín en sus guaridas, había equipo fotográfico e informático y videográfico completamente nuevo, por un valor total que seguramente excedía del sueldo anual de la secretaria de Gary en CenTrust. ¡Qué tumulto de lujos en la madriguera de un muchachito de once años! Diversas sustancias químicas que las compuertas moleculares llevaban reteniendo toda la tarde quedaron de pronto en libertad y anegaron los senderos neuronales de Gary. Un aluvión de reacciones desencadenadas por el Factor 6 le relajó los lacrimales y le envío una oleada de náuseas por el nervio neumogástrico abajo: la «sensación» de ir sobrellevando los días por el procedimiento de no prestar atención a las verdades soterradas que a cada momento iban haciéndose más irrefutables y decisivas. La verdad de su propia muerte. De que no por precipitarse a la tumba con un tesoro en las manos iba a lograr salvarse.

La luz de las ventanas iba declinando rápidamente.

—¿De veras vas a utilizar todo ese equipo? —dijo, con algo duro en el pecho.

Caleb, todavía con los labios en involución, se encogió de hombros.

—Aquí nadie está autorizado a dar portazos —dijo Gary—. Ni yo tampoco. ¿Entendido?

—Muy bien, papá. Lo que tú digas.

Al salir de la habitación de Caleb al ya oscuro pasillo, estuvo a punto de chocar con Caroline, que se alejaba de puntillas y a toda prisa, sobre los pies enfundados en las medias, hacia el dormitorio conyugal.

—¿Otra vez? ¿Otra vez? Te digo que no me espíes, y eso es lo primero que haces.

—No estaba espiándote. Ahora voy a tener que echarme.

Y se metió en el dormitorio, cojeando.

—Huye todo lo que quieras, que no vas a encontrar dónde esconderte —le dijo Gary, siguiéndola—. Quiero saber por qué te dedicas a espiarme.

—Eso es pura paranoia tuya. No te estoy espiando.

—¿Paranoia mía?

Caroline se dejó caer en la cama de roble tamaño Extra. Después de casarse con Gary, había permanecido en terapia durante cinco años, dos sesiones a la semana, y el terapeuta, en la sesión final, tuvo a bien declarar que el tratamiento había concluido con un «éxito rotundo»; lo cual la situó para siempre en ventaja con respecto a Gary en la carrera por la salud mental.

—Pareces convencido de que aquí el único que
no
tiene un problema eres tú —dijo—. Y tu madre piensa exactamente lo mismo. Si siquiera…

—Caroline. Contéstame a una pregunta. Mírame a los ojos y contéstame a una pregunta. Esta tarde, cuando estabas…

—Por Dios, Gary, no empecemos de nuevo. Escucha lo que estás diciendo.

—Cuando andabas correteando por el jardín, bajo la lluvia, estropeándote la ropa, tratando de mantenerte a la altura de un chico de once años y otro de catorce…

—¡Estás obsesionado! ¡Estás obsesionado con eso!

—Corriendo y resbalándote y pegándole patadas a un balón, bajo la lluvia…

—Te enfadas con tus padres y luego te desahogas con nosotros.


¿No cojeabas ya antes de entrar en casa?
—Gary agitó el dedo índice ante el rostro de su mujer—. Mírame a los ojos, Caroline, no apartes la vista. ¡Venga! ¡Hazlo! Mírame a los ojos y dime que no estabas ya cojeando
antes.

Caroline se retorcía de dolor.

—Te pasas casi una hora hablando con ellos por teléfono…

—¡No puedes mirarme a los ojos! —cacareó Gary, en expresión de su amarga victoria—. Me estás mintiendo y te niegas a reconocerlo.

—¡Papá, papá!

El grito venía de la puerta del dormitorio. Gary se dio la vuelta y vio a Aaron moviendo la cabeza en brutales sacudidas, fuera de sí, contorsionado el agraciado rostro, arrasado por las lágrimas.

—¡Deja de gritarle!

El neurofactor del Remordimiento (Factor 26) inundó los parajes del cerebro de Gary especialmente preparados por la evolución para responder a su acción.

—Está bien, Aaron —dijo.

Aaron empezó a dar vueltas sobre sí mismo, marchándose y no marchándose al mismo tiempo, dando grandes zancadas en dirección a ninguna parte, como tratando de estrujarse de los ojos las vergonzosas lágrimas y metérselas en el cuerpo, y que le cayeran por las piernas abajo, para poder pisotearlas en el suelo.

—Papá, por favor, papá, no-le-grites.

—Está bien, Aaron —dijo Gary—. Se terminaron los gritos.

Extendió un brazo para tocar el hombro de su hijo, pero Aaron escapó a todo correr por el pasillo. Gary se desentendió de Caroline y fue tras él, mientras la sensación de aislamiento se le agravaba ante semejante demostración de que su mujer tenía muy fuertes aliados en la casa. Sus hijos la protegerían de su marido. De su marido, que era un gritón. Como su padre lo había sido antes que él. Su padre, antes que él, que ahora estaba deprimido. Pero que, en sus buenos tiempos de gritón, había llegado a intimidarlo de tal modo, que al pequeño Gary nunca se le pasó por la cabeza interceder por su madre.

Aaron estaba tumbado boca abajo en la cama. Por su cuarto acababa de pasar un tornado, dejando ropa y revistas por los suelos, pero respetando dos cosas: la trompeta Bundy (con sordina y atril) y la enorme colección de cedés por orden alfabético, incluidas las cajas con las ediciones completas de Dizzy y Satchmo y Miles Davis, más grandes surtidos variados de Chet Baker y Wynton Marsalis y Chuck Mangione y Herb Alpert y Al Hirt, todos los cuales le había comprado Gary para fomentarle el interés por la música.

Gary se sentó en el borde de la cama.

—Lamento haberte puesto nervioso —dijo—. Ya sabes que a veces pierdo los estribos y me vuelvo un hijo de perra. Pero es que a tu madre le cuesta un trabajo enorme reconocerlo, cuando se equivoca. Sobre todo cuando…

—Se ha hecho. Daño. En la espalda —surgió la voz de Aaron, amortiguada por el edredón de Ralph Lauren—. No es cuento.

—Ya sé que se ha hecho daño en la espalda, Aaron. Yo quiero muchísimo a tu madre.

—Pues entonces
no le grites.

—Vale. Se acabaron los gritos. Vamos a cenar algo —Gary aplicó un amago de golpe de judo en el hombro de Aaron—. ¿Qué te parece?

Aaron no se movió. Iban a hacer falta más estímulos verbales para que se animase, pero a Gary no se le ocurría ninguno en aquel momento. Estaba experimentando una escasez crítica de los Factores 1 y 3. Momentos antes había tenido la impresión de que a Caroline le faltaba poco para acusarlo de estar «deprimido», y lo asustaba la posibilidad de que ganase cotización la idea de que estaba deprimido, porque entonces perdería el derecho a opinar. Perdería el derecho a sus certezas morales; cada palabra que pronunciase se convertiría en síntoma de enfermedad; nunca volvería a imponerse en una discusión.

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