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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (26 page)

BOOK: Las crisálidas
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Trepé con más cuidado hasta alcanzar el último peldaño de la escala que se apoyaba en un saliente de la roca. Alargó el brazo y me ayudó a entrar.

—Siéntate —me invitó.

La oscuridad absorbió la zona iluminada por la que había venido. Sophie se puso a buscar algo. A continuación se produjeron chispas al usar el pedernal. Por fin consiguió encender un par de velas. Estas eran cortas, sebosas, de llama humeante y olor abominable, pero me facilitaron la visión de los contornos.

Me hallaba en una cueva de unos cuatro metros y medio de profundidad por tres de anchura, cortada en la roca arenosa. Una cortina de piel de animal tapaba la entrada. En el techo de uno de los rincones del interior había una raja de la que constantemente caía una gota de agua por segundo más o menos. Para recibir el líquido se había dispuesto un cubo de madera cuyo rebose corría por una reguera a lo largo de toda la cueva hasta salir por la entrada. En el otro rincón del interior había un petate de ramas pequeñas con pellejos y una manta haraposa. Vi unos cuantos tazones y utensilios. Cerca de la entrada había un hogar ennegrecido, ahora vacío, con un ingenioso tiro para sacar los humos al exterior. De diversos agujeros hechos en las paredes sobresalían varios mangos de cuchillos y otros instrumentos. Próximo al petate había una lanza, un arco y una aljaba de cuero con alrededor de una docena de flechas dentro. No vi mucho más.

Me acordé de la cocina de la casa de los Wender. De la limpia y brillante sala que me había parecido tan amistosa por no tener textos colgados de las paredes. La llama de las velas temblaba, despedía hacia el hecho un humo grasiento y atufaba.

Sophie sacó agua del cubo con un tazón, cogió de un agujero un jirón de tela medianamente limpio y vino hacia mí. Después de lavarme la sangre que había en mi rostro y en mi pelo, examinó su causa.

—Es sólo un corte —aseguró—, y no muy profundo.

Me lavé las manos en el agua. Ella arrojó el líquido sobrante a la reguera, enjuagó el tazón y lo volvió a colocar donde estaba.

—¿Tienes hambre, David? —me preguntó.

—Mucha —repliqué.

Desde nuestra breve parada con los dos hombres de los Bordes, no había comido nada en todo el día.

—Quédate aquí —me ordenó—. No tardaré mucho.

Y desapareció tras la cortina de pellejo.

Me senté, observando las sombras que bailaban en las paredes rocosas y oyendo el plop-plop-plop de las gotas. Me dije que aquello sería inclusive un lujo en los Bordes.

«Uno ha de llegar a tener tan poco como yo tengo…», me había confesado Sophie, aunque evidentemente no se había referido a cosas materiales. Para escapar de la desesperación y la infelicidad busqué la compañía de Michael.

—¿Dónde estás? —quise saber—. ¿Qué pasa?

—Hemos acampado para pasar la noche —me contestó—. Es demasiado peligroso continuar en la oscuridad.

Trató de pasarme la imagen del sitio en que estaban según lo había visto él antes de la puesta del sol, pero habíamos conocido como una docena de lugares así a lo largo de nuestra marcha.

—La andadura ha sido lenta durante todo el día —añadió—, y también fatigosa. Esta gente de los Bordes conoce sus bosques. Nos hemos pasado todo el camino esperando en alguna parte una emboscada en toda regla, pero no hemos sufrido más que ataques de poca envergadura y hostigamientos. Nos han matado tres hombres y han herido a siete más…, dos de ellos de gravedad.

—¿Y seguís avanzando?

—Sí. La impresión que aquí reina es que ahora que contamos con una fuerza poderosa en este territorio, tenemos la oportunidad de inferir al pueblo de los Bordes una derrota de la que tarden en recuperarse. Por otro lado, quieren encontraros a vosotros tres como sea. Existe el rumor de que en Waknuk y distritos limítrofes viven un par de docenas o más de nosotros, y su intención es capturaros para que los identifiquéis.

Hizo una breve pausa, que rompió para continuar en un tono preocupado e infeliz:

—En realidad, David, tengo miedo… mucho miedo… Sólo queda uno.

—¿Uno?

—Rachel, en el límite de su alcance, consiguió comunicarse muy débilmente conmigo.

Me dijo que a Mark le había ocurrido algo.

—¿Le han cogido?

—No. Ella cree que no. De haber sido así, él se lo hubiera comunicado. Simplemente se ha callado. Desde hace veinticuatro horas no se sabe nada de él.

—¿Entonces un accidente? Acuérdate de Walter Brent…, aquel chico al que mató un árbol. Se calló del mismo modo.

—Podría ser. Rachel no lo sabe. Ella está asustada; ahora se encuentra sola, con el agravante de que está en el límite de su alcance y yo casi igual también. Otros tres o cuatro kilómetros y ya no podremos establecer contacto.

—Es raro que no os oyera yo hablar de eso antes —le indiqué.

—Probablemente fuera mientras estabas tú desmayado —observó.

—Bueno, cuando Petra se despierte podrá ponerse en contacto con Rachel. Por lo visto ella no tiene ningún límite.

—¡Ah, sí, es verdad! —convino—. Lo había olvidado. Eso ayudará un poco a Rachel.

Unos segundos después surgió una mano apartando la cortina y poniendo sobre la entrada de la cueva un tazón. Sophie terminó de trepar y me entregó el recipiente. Avivó el fuego de las desagradables velas y se acurrucó sobre el pellejo de un animal imposible de identificar, en tanto yo me las arreglaba con una cuchara de madera. Se trataba de un plato extraño; constaba de varios trozos de carne tierna mezclados con porciones de pan duro; no obstante, el resultado era pasable y sobre todo muy bien recibido. Disfruté con tal comida hasta casi el final, cuando de pronto me sentí tan herido que me eché toda una cucharada en la camisa. Petra se había despertado.

Conseguí responder en seguida. Por su parte, Petra no cesaba de oscilar entre la angustia y el júbilo. Con sus muestras de cariño hacia mi persona casi me causaba dolor.

Evidentemente había despertado a Rosalind, porque logré captar sus característicos conceptos entre el caos que se formó con Michael preguntando qué demonios pasaba y la amiga de Petra de Tierra del Mar protestando ansiosamente.

Mi hermana consiguió por fin dominarse y la agitación se aquietó. En todos los implicados se notó un relajamiento cauteloso.

—¿Se encuentra ya bien la niña? —preguntó Michael—. ¿Cuál ha sido la causa de esos rayos y truenos?

Haciendo un evidente esfuerzo para controlar la comunicación, Petra nos confesó:

—Creíamos que David había muerto. Pensábamos que le habían matado.

En aquel momento empecé a captar los pensamientos de Rosalind, que adquirían forma inteligible después de salir de una especie de torbellino. Yo me sentía confundido, atontado, feliz y angustiado, todo al mismo tiempo. Por mucho que lo intentaba, no podía aclarar mis ideas para contestar. Fue Michael quien puso por fin orden.

—Esto es casi indecente para terceras personas —observó—. Cuando vosotros dos podáis atendernos, discutiremos una serie de cosas que urgen.

Se hizo una pausa que volvió a romper Michael.

—Bueno —continuó—. ¿En qué situación estáis?

Se lo explicamos. Rosalind y Petra se encontraban todavía en la tienda del hombre araña; éste se había marchado después de dejarlas al cuidado de un hombre grandón, de ojos enrojecidos y pelo blanco. Por mi parte, les dije dónde estaba.

—Muy bien —asintió Michael—. Así que, según tú, ese hombre araña es una autoridad y ha marchado a la lucha. ¿Crees que piensa participar en el combate o simplemente ha ido a plantear las tácticas? Lo digo porque si no hace más que lo segundo podría regresar a su poblado en cualquier instante.

—No tengo ni idea —le indiqué.

Rosalind intervino bruscamente, en una actitud próxima a la histeria desconocida para mí.

—Me tiene espantada. Es un hombre distinto. No como nosotros. No de la misma especie. Seria ultrajante…; igual que un animal. Yo no podría… nunca. Si intenta hacerme suya me mataré…

Michael la atajó enérgicamente:

—Tú no harás nada tan estúpido. Si es preciso, mata mejor al hombre araña.

Dando por zanjada aquella cuestión, nuestro amigo dirigió a otro sitio su atención. Con toda la fuerza de que era capaz, expuso una pregunta a la amiga de Petra:

—¿Cree todavía que pueden llegar hasta nosotros?

La respuesta procedía aún de una larga distancia, pero estaba claro que se contestaba ya sin ningún esfuerzo. Fue un confiado y tranquilo:

—Sí.

—¿Cuándo? —insistió Michael.

Se produjo una pausa antes de la contestación, como si se estuviera haciendo una consulta. Luego, con la misma confianza, replicó:

—Dentro de no más de dieciséis horas.

El escepticismo de Michael se evaporó. Por primera vez se permitió admitir la posibilidad de aquella ayuda.

—Entonces es cuestión de asegurarse de que vosotros tres os mantenéis a salvo durante ese tiempo —comentó.

—Esperad un minuto —les pedí—. En seguida estoy otra vez con vosotros.

Levanté la vista hasta Sophie. A la escasa pero suficiente luz de las humeantes velas comprobé que me estaba observando fijamente y con inquietud.

—¿Estabas «hablando» con esa chica? —me preguntó.

—Y con mi hermana —contesté—. Ya se han despertado. Están en la tienda, bajo la vigilancia de un albino. Parece extraño.

—¿Extraño?

—Bueno… —vacilé—, lo lógico es que fuese una mujer quien las custodiara.

—Estás en los Bordes —me recordó con amargura.

—¡Ah, ya! —contesté torpemente—. Bueno, la cuestión es si crees que hay alguna forma de sacarlas de allí antes de que él regrese. Me da la impresión de que ahora sería el momento. Porque en cuanto él vuelva…

Me encogí de hombros mientras seguía con mis ojos clavados en los suyos. Sophie dirigió al poco rato la vista hacia las velas y en ellas la mantuvo durante unos instantes.

Luego asintió con la cabeza.

—Si —convino con cierta tristeza—. Eso será lo mejor para todos… para todos excepto él… Sí, creo que hay una forma.

—¿Ahora mismo?

Volvió a mover afirmativamente la cabeza. Cogí la lanza que había junto al catre y la sopesé en la mano.

Era algo ligera, pero estaba bien equilibrada. Después de mirar el arma, Sophie negó con la cabeza.

—Tú debes quedarte aquí —me ordenó.

—Pero… —empecé.

—No —cortó ella—. Si te viera alguien se produciría una alarma. En cambio, nadie se extrañará si me ve a mí dirigirme hacia su tienda.

Aquel argumento era razonable. Si bien con alguna mala gana, dejé la lanza en el suelo.

—¿Pero vas a poder tú…?

—Sí —afirmó con decisión.

Resuelta, se dirigió a una de las paredes y sacó un cuchillo de un agujero. La ancha hoja estaba limpia y brillante. Pensé si no sería parte de un botín conseguido en una granja asaltada. Sophie se lo metió en el cinturón de la falda, dejando únicamente al descubierto el oscuro mango. Luego se volvió y me contempló un instante.

—David —empezó a decir.

—¿Qué? —pregunté.

Por lo visto cambió de idea, porque en tono distinto me pidió:

—¿Quieres decirlas que no hagan ruido? ¿Qué pase lo que pase no hagan ningún ruido? Dilas también que me sigan y que preparen ropas oscuras para arrollárselas.

¿Serás capaz de hacérselo saber con claridad?

—Si —repliqué—. Pero me gustaría que me dejaras…

Movió la cabeza y no me permitió terminar la frase.

—No, David. Con eso aumentaría el riesgo. Tú no conoces el poblado.

Apagó las velas y se acercó a la cortina. Momentáneamente vi recortarse su silueta contra la oscuridad más débil de la entrada; luego desapareció.

Transmití sus instrucciones a Rosalind y juntos hicimos ver a Petra la necesidad de guardar silencio. Ya no me quedaba otro remedio sino esperar y oír el constante goteo que se producía en el fondo de la cueva.

Como me era imposible permanecer así mucho tiempo, me aproximé a la entrada y saqué un poco la cabeza. Entre las chozas se apreciaban algunos trémulos fuegos.

Asimismo se notaba el movimiento de los miembros del poblado, porque había veces en que las llamas quedaban medio ocultas tras las figuras que cruzaban ante ellas. También oí murmullos de voces, ocasionales bullicios, un pájaro nocturno que cantaba a lo lejos, el grito de un animal que estaba a mayor distancia todavía. Nada más.

Todos nos hallábamos esperando. Un pequeño e informe brote de excitación partió momentáneamente de Petra. Nadie lo comentó.

Después Rosalind emitió un alentador «todo va bien», aunque con un curioso efecto secundario. Me pareció más sensato no distraerlas ahora preguntándoles la causa.

Me puse a escuchar. No había ninguna alarma ni cambios en el murmullo general. Se me hizo una eternidad el tiempo hasta que oí debajo de mí el crujido que producían los pies al pisar la arena. Los peldaños de la escala golpeaban ligeramente en la roca al liberarse del peso que iba ascendiendo. Me metí más en la cueva para dejar el paso libre.

Rosalind, en silencio, con algunas dudas, me preguntó:

—¿Va todo bien? ¿Estás ahí, David?

—Si —repliqué—. ¡Date prisa!

Una figura se recortó en la entrada. Luego otra más pequeña y, por fin, una tercera. La abertura quedó oscurecida. Inmediatamente se encendieron de nuevo las velas.

Rosalind, y también Petra, contemplaban silenciosas y con espantada fascinación cómo Sophie sacaba un cazo de agua del cubo para lavarse la sangre de los brazos y limpiar el cuchillo.

Las dos muchachas se estudiaron mutuamente, con curiosidad y cautela. Los ojos de Sophie recorrieron la figura de Rosalind, se posaron un instante en su parduzco vestido de algodón con la cruz marrón sobrepuesta y terminaron por fin en sus zapatos de piel. A continuación contempló primero sus suaves mocasines y luego su corta y andrajosa falda.

En el curso de este último examen descubrió nuevas manchas que una hora antes no tenía. Sin ningún embarazo se la quitó y empezó a lavarla en el agua fría. Se dirigió en seguida a Rosalind para decirla:

—Debes quitarte esa cruz… Y también la de la niña. Eso os distingue. Las mujeres de los Bordes creemos que no nos ha sido de ninguna utilidad. Los hombres también sienten rencor. Toma.

Sacó de un agujero un pequeño cuchillo de hoja fina y se lo alargó.

Rosalind, vacilante, lo cogió. Lo miró y luego clavó la vista en la cruz que había llevado en cada vestido que había usado. Sophie comentó:

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