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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas

BOOK: Las crisálidas
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Después de una guerra nuclear a nivel mundial de efectos devastadores. David, el joven héroe de la novela, vive en el seno de una compacta comunidad de fundamentalistas genéticos y religiosos, siempre atentos a cualquier desviación en las normas de la creación divina. Toda planta anómala se quema en público mientras se cantan himnos.

Los humanos anómalos (que en realidad no son humanos) también están condenados a la destrucción, a no ser que consigan huir a Bordes, un territorio salvaje en el que, según dicen las autoridades, uno se puede fiar de nada y en el que el demonio hace su trabajo. David crece rodeado de advertencias: «MANTÉN PURO EL REBAÑO DEL SEÑOR», «CUÍDATE DE LOS MUTANTES».

Al principio David no se hace ninguna pregunta. Sin embargo, después se da cuenta de que él también está fuera de la normalidad, que tiene un poder que podría condenarlo a la destrucción o llevarlo a un nuevo y hasta ahora jamás pensado mundo de libertad.

John Wyndham

Las crisálidas

ePUB v1.1

gosubUSK
20.07.12

Título original:
The chrysalids

John Wyndham, 1955.

Traducción: Félix Monteagudo.

Editor original: Nibbler (v1.0)

Segundo editor: GosubUSK (v1.1)

ePub base v2.0

Cuando yo era muy pequeño, soñaba a veces con una ciudad, cosa algo extraña por cuanto eso sucedía sin saber yo siquiera lo que era una ciudad. Pero aquella ciudad, apiñada en la curvatura de una gran bahía azul, me venía una y otra vez a la mente.

Podía ver sus calles y los edificios que las enmarcaban, la parte que daba al mar, e inclusive los barcos anclados en el puerto; sin embargo, despierto, yo nunca había visto el mar o algún barco…

Y los edificios eran muy distintos a los que yo conocía. El tráfico de las calles era raro, pues los carruajes corrían sin caballos que los arrastraran; y en ocasiones había cosas en el cielo, como brillantes en forma de peces que desde luego no eran pájaros.

La mayor parte del tiempo veía este maravilloso lugar a la luz del día, pero a veces era por la noche cuando las luces, semejantes a hileras de relucientes gusanos, discurrían a lo largo de la costa, y unos cuantos de ellos parecían ser chispas esparcidas por el agua o el aire.

Se trataba de un sitio bonito y fascinante, y en una oportunidad, cuando aún seguía siendo demasiado joven para saber más, pregunté a Mary, mi hermana mayor, dónde podría encontrarse esta hermosa ciudad.

Ella meneó la cabeza y me contestó que no existía tal lugar, al menos entonces.

Quizás, me sugirió, yo estuviera soñando con algo que había existido muchísimo tiempo antes. Los sueños eran sensaciones muy divertidas, y no tenían explicación razonable; así que era probable que yo estuviera viendo un poco del mundo de otra época, es decir, el maravilloso mundo en el que había vivido el Viejo Pueblo antes de que Dios enviase la tribulación.

No obstante, después de decirme aquello me advirtió seriamente de que no lo contara a nadie más; ella sabía de la existencia de otras personas que no concebían tales imágenes en sus cabezas, por lo que sería absurdo hablarles de aquel asunto.

Desde luego era un buen consejo, y afortunadamente tuve la prudencia de seguirlo. La gente de nuestro distrito estaba tan pendiente de lo singular o de lo insólito, que hasta mi calidad de zurdo provocaba una ligera desaprobación. Por tanto, durante aquel tiempo, y aún algunos años después, no se lo conté a nadie, y de hecho casi me olvidé de ello, pues a medida que iba creciendo el sueño me venía con menos frecuencia y luego muy raramente.

Pero la advertencia paró. De no haber sido así, posiblemente hubiera yo mencionado el curioso modo de entenderme con mi prima Rosalind, y de haberme creído alguien, nos hubiera traído sin duda problemas muy graves a ambos. Sin embargo, me parece que ni ella ni yo le prestamos en aquel tiempo mucha atención: contábamos sencillamente con el hábito de la prudencia. Desde luego que yo no me notaba nada raro. Era un niño normal, que crecía de una manera normal y que aceptaba de modo natural la forma en que me trataba el mundo. Y así continué hasta el día en que me encontré con Sophie. Más todavía, ni siquiera entonces fue inmediata la diferencia. La consideración posterior es lo que me permite decir que aquél fue el día en que comenzaron a germinar mis primeras pequeñas dudas.

Aquel día me había ido yo solo, como casi siempre. Me parece que por aquellas fechas tenía yo cerca de los diez años de edad. Mi siguiente hermana, Sarah, era cinco años mayor, y por ello yo jugaba la mayoría de las veces en solitario. Bajé hacia el sur, por el camino de carros, a lo largo de los límites de varios sembrados hasta que llegué al terraplén, por cuya cima anduve durante un buen rato.

En aquella época no me inquietaba el terraplén: era tan grande, que ni siquiera pasaba por mi mente la idea de que lo hubieran podido construir los hombres, como tampoco se me ocurrió relacionarlo nunca con las prodigiosas obras del Viejo Pueblo que a veces me habían mencionado. Para mí era simplemente el terraplén que, después de describir una amplia curva, se extendía recto como una flecha hacia los lejanos montes; se trataba, pues, de un pedazo más del mundo, y en mí no causaba mayor admiración que la producida por el río, el cielo o las montañas.

Aunque ya había recorrido en otras ocasiones su cima, raramente me había aventurado a explorar la parte de más allá del terraplén. Por alguna razón consideraba yo que aquella tierra era extraña, y un tanto hostil como fuera de los límites de mi territorio.

Pero en el declive más apartado había descubierto un sitio en donde el agua de la lluvia, al precipitarse por la ladera, había formado una torrentera arenosa. De modo que si alguien se sentaba en su principio y tomaba un fuerte impulso, podía deslizarse a una buena velocidad, surcar el aire unas cuantas decenas de centímetros y caer por último sobre un montón de blanda tierra.

Habría estado en aquel lugar una media docena de veces antes y nunca me había tropezado con nadie, pero en esta ocasión, cuando acababa de realizar mi tercer descenso y me estaba preparando para el cuarto, alguien dijo:

—¡Hola!

Miré a mí alrededor. A lo primero no pude distinguir de dónde procedía la voz; luego, un movimiento de las ramillas superiores de un grupo de arbustos que había cerca captó mi atención. Las ramas se apartaron un poco y vi un rostro que me miraba. Se trataba de una cara pequeña, tostada por el sol y rodeada en su parte superior de oscuros rizos. La expresión era algo seria, pero los ojos relucían. Después de observarnos mutuamente por un momento, respondí:

—Hola.

Ella dudó un instante, pero a continuación separó más todavía las ramas de los matojos. Vi a una niña algo más baja que yo y quizás un poco más joven. Vestía unos pantalones de batalla de color marrón rojizo y una blusa amarilla. El refuerzo en forma de cruz cosido en la parte delantera de los pantalones era de una tela más oscura. A ambos lados de la cabeza llevaba atado el pelo con cintas amarillas. Aún permaneció sin moverse durante unos segundos más, como indecisa ante la alternativa de abandonar la seguridad de los arbustos. Pero luego la curiosidad pudo más que su cautela y se adelantó hacia mí.

Yo la observé con atención, porque para mí era completamente desconocida. Como de vez en cuando se celebraban reuniones o fiestas en las que se juntaban todos los niños de los alrededores, me resultaba muy extraño encontrarme con alguien a quien no había visto nunca antes.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Sophie —replicó—. ¿Y tú?

—David —dije—. ¿Dónde vives?

—Por allí —contestó, señalando vagamente con la mano hacia la extraña tierra que había más allá del terraplén.

Sophie apartó sus ojos de los míos para dirigirlos a la arenosa torrentera por la que me había estado yo deslizando.

—¿Es eso divertido? —preguntó en tono serio.

Dudé un momento antes de invitarla, diciendo:

—Ya lo creo. Prueba y verás.

Ella, poniendo otra vez su atención en mí, volvió a vacilar. Me examinó con grave expresión durante un segundo o dos y luego se decidió rápidamente. Trepó delante de mí a la cima del terraplén.

Bajó por la torrentera con los rizos y las cintas al viento. Cuando tomé tierra junto a ella había desaparecido su aspecto serio y sus ojos bailaban de excitación.

—Otra vez —dijo, volviendo a subir jadeante la cuesta.

Fue en el tercer descenso cuando ocurrió la desgracia. Sophie se había sentado y lanzado como las otras veces. Yo vi cómo se deslizaba y removía la tierra al llegar al final.

Sin embargo, en la caída se había desviado alrededor de medio metro a la izquierda del lugar de costumbre. Yo ya estaba listo para seguirla, y esperé a que se apartara. Pero no lo hizo.

—Quítate —la dije impaciente.

Ella intentó moverse; luego respondió:

—No puedo. Me he hecho daño.

Entonces me arriesgué a bajar, y caí junto a ella.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

En su rostro había un gesto de dolor y se le estaban saltando las lágrimas.

—Tengo atrapado el pie —explicó.

Su pie izquierdo se hallaba enterrado. Empecé a retirar la suave tierra con mis manos.

Se le había atascado el zapato en una estrecha grieta que había entre dos piedras puntiagudas. Traté de moverlo, pero sin éxito.

—¿No puedes torcerlo un poco? —le sugerí.

Lo intentó valientemente, con los labios apretados.

—No sale.

—Te ayudaré a tirar —me ofrecí.

—¡No, no! —protestó—. Me hace daño.

Yo no sabía qué hacer. Era evidente que le dolía. Consideré el problema antes de decidir:

—Lo mejor es cortar los cordones del zapato para que puedas sacar el pie. Yo no alcanzo a deshacer el nudo.

—¡No! —exclamó alarmada—. No debo hacerlo.

Lo dijo con tanto énfasis que me quedé confundido. Si sacaba el pie del zapato podríamos golpear libremente a éste con una piedra para retirarlo, pero en el caso contrario yo ignoraba lo que podríamos hacer. Sophie se recostó en la tierra, levantando en el aire la rodilla del pie atrapado.

—¡Ay, cómo me duele! —gimió.

Incapaz de contener por más tiempo sus lágrimas, éstas rodaron libremente por su rostro. Pero ni siquiera entonces escandalizó; eran sólo suaves quejidos a la manera de un cachorrillo.

—Tendrás que sacar el pie del zapato —insistí.

—¡No! —volvió a protestar—. No debo hacerlo. Nunca. No debo hacerlo.

Perplejo, me senté a su lado. Mientras lloraba, me había cogido con ambas manos una de las mías y la apretaba fuertemente. Era indudable que estaba aumentando el dolor de su pie. Casi por primera vez en mi vida me encontraba yo en una circunstancia que exigía una decisión. La tomé:

—Esto no puede ser. Convéncete de que debes sacar el pie del zapato. Si no lo haces, te quedarás probablemente aquí y te morirás, supongo.

Todavía se resistió un poco, pero al final lo consintió. Sin embargo observó con aprensión cómo cortaba yo el cordón y luego me dijo:

—¡Vete! No debes verlo.

Vacilé: pero como la infancia es un período densamente lleno de aceptaciones incomprensibles, aunque importantes, me aparté unos cuantos metros y me volví de espaldas. Hasta allí me llegó el sonido de su jadeo. Después rompió a llorar de nuevo. Me di la vuelta.

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