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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (2 page)

BOOK: Las crisálidas
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—No puedo —gimió, mirándome temerosamente a través de las lágrimas.

Me arrodillé junto a ella para ver lo que podía hacer yo.

—No debes decirlo nunca —me advirtió—. ¡Nunca, nunca! ¿Lo prometes?

Se lo prometí.

Fue muy valiente. No hizo más ruido que el de los quejidos de cachorro. Cuando por fin logré liberar el pie, parecía raro, quiero decir que estaba todo retorcido e hinchado; pero no noté entonces que tenía más dedos de los habituales. Luego de arreglármelas para sacar el zapato de la grieta, se lo entregué a Sophie. Sin embargo, debido a la inflamación del pie, no pudo volver a ponérselo. Ni tampoco podía apoyar el pie en el suelo. Pensé en llevarla a la espalda, pero como pesaba más de lo que yo imaginaba era evidente que así no podíamos ir muy lejos.

—Tendré que ir a buscar ayuda —expliqué.

—No —contestó ella—. Iré arrastrándome.

Caminé a su lado, llevando su zapato y sintiéndome inútil. Durante un buen trecho se mantuvo sorprendentemente animosa, pero luego se vio obligada a desistir. Se le habían roto los pantalones a la altura de las rodillas y éstas se hallaban inclusive escoriadas y sangrantes. Nunca antes había conocido yo a nadie, chico o chica, que hubiera aguantado hasta ese extremo. Me sentía un poco atemorizado. La ayudé a levantarse sobre el pie sano y la sujeté mientras me señalaba la situación de su casa y el hilo de humo que la distinguía. Cuando me volví a mirar, ella se había puesto a gatear de nuevo, desapareciendo entre los arbustos.

Encontré la casa sin muchas dificultades y, con algo de nerviosismo, golpeé la puerta.

Me abrió una mujer alta. Tenía un fino y bello rostro con grandes y relucientes ojos. Su vestido era el clásico marrón rojizo de las aldeanas, si bien un poco más corto que el que solían vestir la mayoría de las mujeres en casa; no obstante, llevaba la convencional cruz que iba desde el cuello hasta el bajo y de seno a seno, en un tono verde que hacía juego con el pañuelo de la cabeza.

—¿Es usted la madre de Sophie? —le pregunté.

Me miró severamente y frunció el entrecejo. Con ansiosa brusquedad, replicó:

—¿Qué ha pasado?

Se lo conté todo.

—¡Oh! —exclamó—. ¡El pie!

Volvió a mirarme con dureza durante un momento. Después apoyó en la pared la escoba que tenía en las manos y me preguntó vehementemente:

—¿Dónde está?

La conduje por donde había venido. Al oír la voz de su madre, Sophie salió arrastrándose de los arbustos.

La mujer observó el inflamado y deforme pie de su hija, así como las sangrantes rodillas.

—¡Oh, pobrecita mía! —dijo, sosteniéndola y besándola.

Luego añadió:

—¿Lo ha visto él?

—Sí —contestó Sophie—. Lo siento, mamá. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero no pude yo sola, y me dolía tanto…

Su madre asintió lentamente con la cabeza. A continuación exhaló un suspiro y comentó:

—Está bien. Ya no tiene remedio. ¡Aúpa!

Sophie subió a las espaldas de la mujer, y los tres nos dirigimos hacia la casa.

Es posible que las órdenes y los preceptos que uno aprende de pequeño puedan recordarse de memoria pero de poco sirven hasta que se ejemplifican, y aun entonces es necesario admitir el ejemplo.

Por eso pude estar yo allí, sentado pacientemente, y observar cómo aquella mujer lavaba y vendaba el pie herido después de aplicarle una cataplasma fría, sin relacionarlo para nada con la afirmación que había escuchado casi cada domingo de mi vida:

«Y creó Dios al hombre a su propia imagen. Y Dios ordenó que el hombre tuviera un cuerpo, una cabeza, dos brazos y dos piernas; que cada brazo estuviera unido a un sitio y terminara en una mano; que cada mano tuviera cuatro dedos y un pulgar; que cada dedo tuviera una uña plana…».

Y así hasta:

«Entonces creó Dios también a la mujer, a la misma imagen, pero con las siguientes diferencias de acuerdo con su naturaleza: su voz debería ser más aguda que la del hombre; no le crecería la barba; tendría dos pechos…».

Aunque yo me lo sabía entero, palabra por palabra, la visión de los seis dedos del pie de Sophie no trajo ningún estímulo a mi mente. Vi cómo el pie descansaba en el regazo de la mujer. Observé cómo ésta se detenía para mirarlo un instante más, lo levantaba, se inclinaba para besarlo dulcemente y luego elevaba los ojos llenos de lágrimas. Me entristecí por su congoja, por Sophie y por el pie lastimado, pero por nada más.

Mientras la madre terminaba el vendaje eché una ojeada de curiosidad a la habitación.

La casa era bastante más pequeña que la mía, en realidad se trataba de una vivienda humilde, pero me gustaba más. Me sentía gusto en ella. Y aunque la madre de Sophie estaba ansiosa y preocupada, no me hizo experimentar la sensación de ser yo el factor lamentable o indigno de confianza dentro de una vida, por otro lado ordenada, que es la forma en que vive la mayoría de la gente. Además, me parecía mejor la habitación porque en sus paredes no habían colgado grupos de palabras acusadoras. En cambio sí que tenían varios dibujos de caballos que encontré muy bonitos.

Al poco rato Sophie, ya limpia y eliminadas las señales de las lágrimas, llegó cojeando y se sentó conmigo a la mesa. Completamente recuperada, a excepción del pie, me preguntó con grave hospitalidad si me gustaban los huevos.

Después, la señora Wender me pidió que aguardara donde estaba mientras ella llevaba a su hija al piso de arriba. Volvió a los pocos minutos y se sentó junto a mí. Cogió mi mano entre las suyas y me miró seriamente durante unos instantes. Sentía fuertemente su ansiedad, si bien, al principio, para mí no estaba muy clara la causa de su gran preocupación. Yo quedé sorprendido porque hasta entonces no había habido el menor indicio de que ella pudiera pensar de aquel modo. La devolví el pensamiento, tratando de asegurarla y demostrarla que no iba a darle motivos para estar angustiada, pero el pensamiento no le llegó. Continuó mirándome con sus brillantes ojos, casi como Sophie cuando intentaba llorar. Mientras me observada, sus pensamientos no eran más que preocupación y deformidad. Lo intenté de nuevo, pero seguimos sin poder comunicarnos.

Luego asintió lentamente con la cabeza y dijo con palabras:

—Eres un buen chico, David. Te has portado muy bien con Sophie y quiero darte las gracias por ello.

Me sentí incómodo y me puse a mirarme los zapatos. No recordaba que nadie me hubiera dicho antes que yo era un buen chico. Desconocía la forma establecida de respuesta a tal circunstancia.

—Te agrada Sophie, ¿verdad? —añadió, todavía mirándome.

—Sí —le contesté.

Y después agregué:

—Además, creo que es tremendamente valiente. Porque debe haberle dolido mucho.

—¿Serías capaz de guardar por ella un secreto, un importante secreto?

—Sí, claro —respondí.

Sin embargo, y por ignorar el secreto de que se trataba, había habido una ligera vacilación en mi tono.

—¿Le… le has visto el pie? —me preguntó, sin apartar sus ojos de los míos—. ¿Has visto sus dedos?

—Sí —repliqué de nuevo, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.

—Pues bien, ese es el secreto, David. Nadie más debe saberlo. Aparte de su padre y de mí, tú eres la única persona que lo conoce. Pero nadie más debe saberlo. Nadie… y nunca.

—No —contesté, y volví a mover seriamente la cabeza.

Se hizo el silencio, o al menos su voz se silenció, aunque sus pensamientos continuaron, como si el «nadie» y el «nunca» hubieran estado produciendo desoladores e infelices ecos. Luego varió la situación y ella se puso tensa y furiosa y sintió miedo dentro de sí. Como no tenía sentido reconsiderar las circunstancias del caso, traté torpemente de subrayar con palabras el significado de lo que había dicho.

—Nunca… ni a nadie —la aseguré gravemente.

—Es muy, muy importante —insistió—. ¿Cómo podría explicártelo?

Pero en realidad no era preciso que explicara nada. La sensación de importancia estaba clarísima en su urgencia y en su estado de tensión. Sus palabras tenían bastante menos fuerza:

—Si alguien lo descubriera, sería… sería terriblemente malo con ella. Hemos de procurar que eso no ocurra jamás.

Era como si la sensación de ansiedad se hubiera convertido en algo duro, como en una vara de hierro.

—¿Debido a que ella tiene seis dedos? —pregunté.

—Exacto; eso es lo que nadie, aparte de nosotros, debe saber jamás —repitió con machaconería—. Tiene que ser un secreto entre nosotros. ¿Lo prometes, David?

—Lo prometo —afirmé—. Si quiere, puedo jurarlo.

—Basta con tu promesa replicó.

Se trataba de una promesa tan cargante, que yo me hallaba totalmente resuelto a mantenerla sin decírselo siquiera a mi prima Rosalind. Aunque, en el fondo, me desconcertaba su evidente importancia. Se me antojaba que era un dedo muy pequeño para ocasionar tan enorme ansiedad. Si bien eran frecuentes los desasosiegos de los adultos que me parecían desproporcionados con las causas. Así que me atuve a la cuestión principal, o sea, a la necesidad de guardar el secreto.

La madre de Sophie continuó mirándome con una expresión triste, pero distraída, que me hizo sentir incómodo. Ella lo notó cuando yo me agité impaciente, y sonrió. Era una sonrisa bondadosa.

—Entonces, de acuerdo —dijo—. Lo mantendremos en secreto y nunca volveremos a hablar de ello, ¿verdad?

—Sí —asentí.

Al salir de la casa, cuando llevaba andados unos pasos por el camino, me volví para preguntar:

—¿Puedo venir a ver a Sophie pronto?

La mujer titubeó un momento, se lo pensó un poco y replicó:

—Está bien, pero sólo si estás seguro de que puedes venir sin que nadie lo sepa.

Hasta que no llegué al terraplén y tomé el camino de casa, no tropezaron los monótonos preceptos del domingo con la realidad. Al producirse el encuentro hubo un «clic» casi audible. La Definición del Hombre resonaba en mi cabeza: «… y cada pierna estará unida al cuerpo y tendrá un pie, y cada pie cinco dedos, y cada dedo acabará en una uña plana…». Y así sucesivamente hasta que al final: «Y toda criatura que parezca humana, pero que no esté formada de este modo, no es humana. No es ni hombre ni mujer. Es una blasfemia contra la genuina imagen de Dios y detestable ante sus ojos». De pronto me sentí bruscamente inquieto; y también muy confundido. De acuerdo con lo que me habían inculcado, la blasfemia era una cosa espantosa. Sin embargo, no había nada espantoso en Sophie. Se trataba de una chiquilla corriente; si acaso, bastante más sensible y valiente que la mayoría. Con todo, y de acuerdo con la Definición…

Era evidente que había un error en alguna parte. Sin duda que el tener un dedito más en el pie —bueno, dos deditos más, porque yo suponía que debía contar con otro semejante en el otro pie— no sería defecto bastante como para hacerla «detestable ante los ojos de Dios».

Los caminos del mundo eran desconcertantes…

Arribé a mi casa por mi método habitual. Al llegar a un punto en el que los árboles crecían en la ladera del terraplén y lo atravesaban, bajé a gatas hasta una estrecha senda muy poco utilizada. A partir de entonces caminé atento y con la mano puesta en el cuchillo. Se suponía que yo debía mantenerme alejado de los bosques porque, en ocasiones, si bien muy escasas, hablan penetrado animales grandes en lugares poblados hasta llegar inclusive a Waknuk, y existía la posibilidad de tropezarse con un perro o un gato salvaje. Sin embargo, y como siempre, lo único que oí fueron las pequeñas criaturas que escapaban de mi presencia.

Al cabo de los dos kilómetros más o menos llegué a tierra cultivada, teniendo a la vista la casa al final de tres o cuatro sembrados. Anduve por la orilla del bosque para, desde su protección, observar atentamente los movimientos de los alrededores; luego crucé al amparo de los setos todos los campos menos el último, y me detuve para echar una nueva ojeada. A la vista no estaba sino el viejo Jacob, quien paleaba pausadamente estiércol en el corral. Cuando me volvió la espalda, pasé con celeridad a través de una pequeña abertura que había en el terreno, penetré en la casa por una ventana y anduve cautamente hasta mi alcoba.

No es fácil describir mi casa. Desde que mi abuelo, Elías Strorm, levantó unos cincuenta años atrás los primeros edificios, se le habían ido añadiendo nuevas habitaciones y anexos. En aquel momento se extendí, por un lado, en cobertizos, almacenes, establos y graneros, y por el otro, en lavaderos, lecherías, queserías, viviendas de los empleados, etcétera, y todo ello situado de forma que las tres cuartas partes circundaran un enorme y llano corral puesto al abrigo del viento, a la espalda de la casa principal, y cuyo rasgo característico era un montón de basura permanente en el centro.

Al igual que las demás casas del distrito, la mía se había construido sobre pilastras sólidas y toscamente revestidas; pero como era la casa más antigua del lugar, la mayor parte de los muros exteriores habían sido levantados con ladrillos y piedras procedentes de las ruinas de algunos de los edificios del Viejo Pueblo, y únicamente se habían enyesado las paredes internas.

Cuando mi padre me enseñó a mi abuelo, su aspecto era el de un hombre de virtud fastidiosamente monótona. Sólo más tarde pude recomponer una imagen suya más creíble, aunque menos honrosa.

Elías Strorm procedía del este, de alguna parte próxima al mar. El motivo de su venida no está completamente claro. El mantenía que habían sido los impíos caminos del este los que le habían obligado a buscar una región menos sofisticada y de mentalidad más fiel. Sin embargo, yo había oído decir a alguien que había sido su patria chica la que se había negado a soportarle por más tiempo. Sea cual fuere la causa, lo cierto es que a la edad de cuarenta y cinco años, y con todos sus bienes cargados en un tren de seis vagones, mi abuelo se vio obligado a emigrar a Waknuk, tierra entonces subdesarrollada y casi fronteriza. Se trataba de un hombre robusto, dominante y celoso de la rectitud.

Debajo de sus espesas cejas tenía unos ojos capaces de relampaguear de fuego evangélico. Como el respeto a Dios se encontraba con frecuencia en sus labios y temía constantemente al diablo en su corazón, por lo visto era difícil decir qué sentimiento le inspiraba más.

Poco después de empezar a construir la casa se marchó de viaje y regresó con una esposa tímida, hermosa y veinticinco años más joven que él. Me dijeron que se movía igual que una atractiva chiquilla cuando creía que no la veía nadie; y era tan medrosa como un conejo cuando sentía sobre sí la mirada de su marido.

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