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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (10 page)

BOOK: Las crisálidas
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Al principio esa actitud te parece estúpida, pero cuando empiezas a tropezarte con más y más tipos tan convencidos de su postura como nosotros lo estamos de la nuestra… bueno, comienzas a hacerte algunas preguntas. Por ejemplo está la cuestión de qué evidencia real tenemos nosotros sobre la verdadera imagen. Te das cuenta de que la Biblia no dice una palabra contraria a la gente que en aquel tiempo era como nosotros, pero por otra parte tampoco da una definición del hombre. No, la definición procede del Repentances de Nicholson y éste admite que está escribiendo varias generaciones después de la tribulación, por lo que uno no tiene más remedio que preguntarse si él sabía que era verdadera imagen o si sólo pensaba que lo era…

Aunque el tío Axel me dijo muchísimas cosas más sobre el sur que yo recuerdo muy bien, y en un sentido todo era muy interesante, no me había mencionado sin embargo lo que yo deseaba conocer. Por consiguiente se lo pregunté sin ambages:

—Tío Axel, ¿hay allí ciudades?

—¿Ciudades? —repitió—. Bueno, aquí y allá encuentras un pueblo o algo así. Quizás tan grande como Kentak, pero construido de modo diferente.

—No —insistí—. Quiero decir sitios grandes.

Y le describí la ciudad de mi sueño, pero sin hablarle de que lo había soñado.

—No —replicó mirándome asombrado—. Nunca he tenido noticia que existiera ningún lugar así.

—Quizás más lejos, ¿no? —sugerí—. Más allá de donde tú llegaste.

—No se puede ir más lejos —contestó moviendo la cabeza—. A partir de ese punto el mar está lleno de algas. Masas de algas con tallos como cables. Una nave no puede atravesarlas, y si entra en esa zona tiene muchas dificultades para salir.

—¡Oh! —exclamé—. ¿Entonces estás seguro de que no hay ninguna ciudad?

—Por completo —afirmó—. Además, si existiera lo sabríamos ya.

Me había llevado un chasco. Por lo visto escaparme hacia el sur, contando incluso con poder encontrar un barco que me llevara, sería poco mejor que marcharme a los Bordes.

Durante un tiempo había abrigado una esperanza, pero ahora tenía que volver a la idea de que, después de todo, la ciudad de mis sueños debía ser una de las pertenecientes al Viejo Pueblo.

El tío Axel continuó hablándome de las dudas acerca de la verdadera imagen que le habían provocado sus viajes. Se tiró un buen rato hablando, casi sin parar, hasta que de pronto me preguntó directamente:

—Davie, ¿verdad que comprendes la razón por la que te estoy diciendo todo esto?

En realidad yo no estaba seguro de que así fuera. Además, me resistía a admitir el quebranto de la ortodoxia familiar y metódica que me habían inculcado. Eché mano de una frase que había oído muchísimas veces:

—¿Es que has perdido la fe?

Tío Axel pegó un bufido y forzó el rostro al exclamar:

—¡Palabras de clérigo!

Luego de reflexionar un rato, continuó:

—Te estoy diciendo que el que mucha gente diga que una cosa es así, no prueba que lo sea. Te estoy diciendo que nadie, pero nadie, sabe realmente cuál es la verdadera imagen. Todos creen saberlo, como nosotros, pero al no poder demostrar nada, quizás ni el Viejo Pueblo siquiera fue la verdadera imagen.

Después volvió a mirarme larga y fijamente antes de agregar:

—Por tanto, ¿cómo puedo yo o nadie asegurar que esta «diferencia» que tú y Rosalind compartís no os aproxima más a vosotros a la verdadera imagen que al resto de la gente? Es posible que el Viejo Pueblo fuera la imagen; de acuerdo, pero una de las cosas que se dicen de ellos es que podían hablar entre sí a grandes distancias. Nosotros no podemos realizar eso; sin embargo, Rosalind y tú sí que podéis. Sólo te pido que lo pienses un poco, Davie.

Es posible que vosotros dos estéis más cerca de la imagen que nosotros.

Estuve dudando durante un minutos más o menos. Luego me decidí:

—Pero es que no somos únicamente Rosalind y yo, tío Axel. Hay también otros.

Se quedó helado. Volvió a clavar sus ojos en los míos y repitió:

—¿Otros? ¿Quiénes? ¿Cuántos?

—No sé quiénes son —repliqué moviendo la cabeza—. Quiero decir que no conozco sus nombres. Como los nombres no adquieren ninguna forma en el pensamiento, nunca nos hemos preocupado. Lo único que sabes es quién está pensando, igual que se sabe quién está hablando. Descubrí que uno de ellos era Rosalind por casualidad.

Continuó observándome seriamente, intranquilo.

—¿Cuántos sois? —insistió.

—Ocho —respondí—. Éramos nueve, pero hace aproximadamente un mes uno de ellos se paró. Eso es lo que yo quería preguntarte, tío Axel, ¿crees que alguien lo haya descubierto?… Porque el que se paró lo hizo de repente, y nos hemos estado preguntando si alguien lo habría descubierto… Claro, si alguien se ha dado cuenta de que ese…

Dejé que él dedujera por sí mismo el final de la frase. Al poco rato meneó otra vez la cabeza y dijo:

—No creo. Casi con seguridad que lo hubiéramos sabido. Quizás se haya marchado.

¿Vivía cerca de aquí?

—Supongo que sí —contesté—, aunque no lo sé con certeza. No obstante, estoy seguro de que nos hubiera dicho que se iba.

—También os hubiera dicho si creía que le había descubierto alguien, ¿no? Al ser una suspensión tan repentina, me inclino más a pensar en un accidente de algún tipo. ¿Te gustaría que tratara de averiguarlo?

—Sí, por favor —rogué—. A algunos de nosotros nos ha hecho coger miedo.

—Muy bien —asintió—. Veré lo que puedo hacer. Es un chico, ¿no? Probablemente viviendo a no mucha distancia de aquí. Hace más o menos un mes. ¿Alguna otra cosa?

Le dije cuanto sabía, que era muy poco. Representaba un alivio pensar en que él intentaría descubrir lo que había ocurrido. Al haber transcurrido un mes sin que nada parecido nos hubiera pasado a los demás, estábamos menos angustiados que al principio, pero desde luego no nos sentíamos tranquilos.

Antes de separarnos volvió a insistir en su anterior advertencia respecto a que yo no olvidara que nadie podía estar cierto de ser la verdadera imagen.

Más tarde supe por qué había hecho tanto hincapié en ello. Comprendí asimismo que a él no le importaba demasiado conocer la identidad de la verdadera imagen. Por otra parte, no puedo decir si actuó o no con sabiduría al tratar de prevenir la alarma y el sentido de inferioridad que había sentido asomar en nosotros cuando debiéramos haber sido mejores conocedores de nuestra personalidad y diferencia. Quizás hubiera sido preferible dejar aquello durante algún tiempo; por otro lado, es posible que actuara como reductor de la angustia de despertar…

De cualquier modo, por el momento decidí no marcharme de casa. Las dificultades prácticas parecían ser enormes.

La llegada de mi hermana Petra supuso para mí una sorpresa genuina y para los demás una sorpresa convencional.

A lo largo de una o dos semanas antes había empezado a sentirse en toda la casa una ligera expectación, no totalmente característica, de la que no se hablaba. Para mí, la sensación de que se me mantenía al margen de algo que se estaba preparando no quedó explicada hasta oír una noche los sollozos de un bebé. Eran penetrantes, inequívocos y desde luego dados dentro de la casa, en donde el día anterior no había ningún recién nacido. Nadie, en efecto, hubiera soñado con mencionar abiertamente el asunto sin que el inspector hubiera sido llamado para extender el certificado en el que se hacía constar que se trataba de un bebé humano a la verdadera imagen. En el caso de que, desgraciadamente, aquel niño hubiera violado la imagen y, por tanto, hubiera quedado imposibilitado de conseguir el certificado, todos hubieran continuado ignorándole y se hubiera considerado que el penoso incidente no había en realidad sucedido.

En cuanto amaneció, mi padre mandó a un establero que cogiera un caballo y fuera rápidamente a llamar al inspector. Pendiente de su llegada, la totalidad de la casa trató de disimular su ansiedad procurando dar la impresión de que estábamos comenzando un día corriente.

El intento, empero, se fue desvaneciendo poco a poco a medida que pasaba el tiempo, ya que el establero, en lugar de volver inmediatamente con el inspector como era de esperar en un caso que atañía a un hombre de la posición e influencia de mi padre, regresó con un cortés mensaje de parte del inspector en el que aseguraba que haría todo lo posible para poder visitarnos durante el transcurso del día.

Y es que hasta para un hombre recto es insensato entablar un altercado con el inspector local y motejarle en público. El funcionario cuenta con muchísimos medios de devolverle los palos.

Mi padre se puso furioso, y más porque los convencionalismos no le dejaban admitir que estaba enfadado. Por otra parte, sabía muy bien que la intención del inspector era disgustarle. Cuando vieron todos que se iba a pasar la mañana dando vueltas por la casa y el patio, y que estallaba colérico por cualquier cosa, anduvieron con pies de plomo y trabajaron fuerte a fin de no atraer su atención.

Nadie se hubiera atrevido a anunciar un nacimiento sin que el niño hubiera sido oficialmente examinado y aprobado. Y cuanto más se demoraba el anuncio formal, más tiempo tenían los maliciosos para inventar razones que justificaran el retraso. Un hombre de posición trataba de obtener el certificado lo antes posible. Por consiguiente en casa, como aún no se podía mencionar ni por insinuación la palabra «niña», continuamos dando la impresión de que mi madre estaba en la cama debido a un catarro o a otro tipo de indisposición.

Mi hermana Mary se pasaba muchos ratos en la alcoba de mi madre, y durante el resto del tiempo trataba de ocultar su ansiedad mandando a voces a las chicas del servicio. Yo me puse a haraganear para no perderme el anuncio cuando se hiciera. Mi padre siguió con sus paseos arriba y abajo.

El suspenso se agravaba con el conocimiento que tenían todos de que en las dos últimas ocasiones similares no había habido certificado. Mi padre debía conocer muy bien, así como indudablemente el inspector, que existían innumerables especulaciones silenciosas sobre si el primero, según le autorizaba la ley, repudiaría o no a mi madre en el caso de que esta vez resultara también desgraciada. Entre tanto, puesto que hubiera sido descortés e indigno ir a rogar al inspector para que viniera, no podía hacerse otra cosa sino sobrellevar el suspenso lo mejor posible.

Hasta media tarde no apareció el inspector, montado en su jaca que marchaba a paso de andadura. Mi padre hizo de tripas corazón y salió a recibirle; era tan grande el esfuerzo que estaba realizando para mostrarse incluso formalmente cortés, que se le veía sofocado. El inspector, sin embargo, no se inmutó. Desmontó calmosamente, se dirigió con lentitud hacia la casa y comentó el tiempo. Mi padre, con el rostro encendido, se lo pasó a Mary para que le llevara a la habitación de mi madre. Entonces comenzó la peor de todas las esperas.

Mary nos dijo después que el funcionario no había cesado de murmurar exclamaciones de duda durante el larguísimo período que había estado examinando minuciosamente a la niña. Cuando salió por fin de la habitación, no había ninguna expresión en su cara. Se sentó a la mesa de la salita que usábamos poco y se puso a andar en la pluma para conseguir que escribiera bien. Sacó al fin un impreso de su cartera y, de modo deliberado, escribió con lentitud que oficialmente la niña era una verdadera hembra humana, libre de toda forma visible de aberración. Luego se quedó pensativo por un rato, como si no estuviera satisfecho del todo. Mostró vacilación en el gesto antes de fechar y firmar el papel, secó cuidadosamente la tinta y al entregárselo a mi irritado padre aún exteriorizó una ligera incertidumbre.

Desde luego que no existía ninguna duda real en su mente, porque en ese caso hubiera solicitado la opinión de otra persona; y mi padre lo sabía perfectamente también.

Ya se pudo admitir la existencia de Petra. A mí se me dijo formalmente que tenía una nueva hermana, y en seguida me llevaron a que la viera acostada en una cuna junto a la cama de mi madre.

Se me antojó tan rojiza y arrugada, que no podía entender cómo el inspector había estado tan seguro de su perfección. Sin embargo, al no apreciarse evidentemente ninguna anomalía en ella, se le había extendido el certificado. Nadie podía censurar al inspector por ello; Petra parecía ser tan normal como cualquier recién nacido…

Mientras hacíamos cola para observarla, alguien empezó a tocar la campana del establo en la forma acostumbrada. Todo el mundo en la granja dejó de trabajar, y pronto nos congregamos en la cocina para elevar rezos de gratitud.

Dos o quizás tres días después del nacimiento de Petra fui testigo de un suceso familiar que hubiera preferido desconocer.

Me hallaba sentado tranquilamente en la alcoba próxima a la habitación de matrimonio en cuya cama seguía acostada mi madre. Me encontraba allí por casualidad y también por estrategia. Era el último lugar que había descubierto para permanecer escondido después de la comida del mediodía, en espera de que desaparecieran todos para poder escabullirme sin que me asignaran una tarea de tarde; hasta entonces nadie había pensado en buscarme allí. Era simplemente cuestión de aguardar media hora más o menos. Por lo general, la alcoba me servía muy bien para mi propósito, aunque su uso en el momento presente requería cierta cautela debido a que la pared divisoria de ambas habitaciones se había agrietado y, por lo mismo, yo me veía obligado a andar de puntillas para que no me oyera mi madre.

En aquel día particular estaba pensando que ya habría transcurrido el tiempo preciso para que todo el mundo se hallara ya trabajando, cuando escuché el ruido de un carruaje ligero. Al pasar frente a la ventana divisé a mi tía Harriet sosteniendo las riendas.

Aunque la había visto solamente ocho o nueve veces porque vivía a unos veinticinco kilómetros de distancia, en la dirección de Kentak, lo que conocía de ella me gustaba. Era alrededor de tres años más joven que mi madre. Si bien se parecían bastante en lo superficial, como tía Harriet tenía todos los rasgos un poco más suavizados, el efecto que producía el conjunto era de diferenciación. Cuando yo la observaba, solía experimentar la sensación de que estaba viendo a mi madre como ella podría haber sido…, o mejor, como a mí me hubiera agradado que fuese. También era de más fácil acceso para conversar; en ella no se apreciaba ese desalentador estilo de escuchar sólo para corregir.

Con los calcetines puestos únicamente, atisbé por la ventana y la vi atar el caballo, coger un lío blanco del carruaje y meterse con él en la casa. No pudo haberse tropezado con nadie, porque unos cuantos segundos después oí sus pasos por el corredor y luego que cedía el picaporte de la puerta próxima.

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