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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (6 page)

BOOK: Las crisálidas
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Sus temores quedaron confirmados en seguida. En cuanto puso sus ojos en aquellas enormes criaturas de dos metros setenta centímetros de alto, supo que eran defectuosas.

Disgustado, dio media vuelta y se dirigió resuelto a casa del inspector, donde presentó la demanda de que debían ser destruidas como ofensas.

El inspector, contento porque esta vez su posición era incontestable, replicó de buen humor:

—Su demanda está fuera de orden en esta ocasión. El gobierno ha dado el visto bueno a esos animales y, por tanto, no es ya de mi competencia.

—No lo creo —observó mi padre—. Dios no ha hecho jamás caballos de ese tamaño. El gobierno no puede haber dado su aprobación.

—Pues lo ha hecho —dijo el inspector, notándosele en el rostro la satisfacción por lo que iba a añadir—. Y lo que es más, Angus me ha dicho que como conocía tan bien a la comunidad, se ha traído consigo los certificados en los que se da fe de ello.

—Cualquier gobierno que permita criaturas como esas —indicó mi padre— es corrupto e inmoral.

—Posiblemente —admitió el inspector—, pero sigue siendo el gobierno.

Mi padre echó una mirada feroz al otro hombre. Luego agregó:

—Salta a la vista el motivo por el que algunas personas los aprueban. Uno de esos brutos es capaz de realizar el trabajo de dos o incluso de tres caballos corrientes, y por menos del doble de lo que come uno. Ya tenemos ahí una excelente ventaja y un magnífico incentivo para darles el visto bueno, pero eso no significa que sean cabales. Yo afirmo que un animal así no es una de las criaturas de Dios… y si no es suya, entonces es una ofensa y como tal tiene que ser destruida.

—La aprobación oficial —explicó el inspector— declara que la raza se consiguió por el simple apareamiento de ejemplares grandes, pero de una manera normal. Y yo le desafío a usted a que encuentre alguna característica que sea verdaderamente defectuosa en ellos.

—Cualquiera hubiera dicho lo mismo al ver el beneficio que dan —contestó mi padre—. Pero hay una palabra para calificar ese tipo de pensamiento.

El inspector se encogió de hombros.

—Sin embargo —insistió mi padre—, eso no significa que sean cabales. Un caballo de ese tamaño no es cabal, y usted, de modo oficioso, lo sabe igual que yo y no hay posibilidad de escapar a esa evidencia. Si empezamos a permitir cosas que para nosotros no son cabales, no sé dónde vamos a ir a parar. Una comunidad temerosa de Dios no tiene necesidad de perder su fe porque exista una presión apoyada por una autoridad gubernativa. Aquí somos muchísimos los que sabemos cómo quiere Dios que sean sus criaturas, aunque el gobierno lo ignore.

El inspector sonrió al preguntar:

—¿Cómo ocurrió con el gato de los Dakers?

Mi padre volvió a mirarle ferozmente. El caso del gato de los Dakers había traído cola.

Hacía un año aproximadamente que había sucedido todo. Mi padre se enteró de que la esposa de Ben Dakers había dado cobijo a un gato rabón. Al investigar y reunir la evidencia suficiente en el sentido de que aquel animal no había perdido el rabo en un accidente, por ejemplo, sino que nunca había contado con dicha extremidad, lo condenó rápidamente y en su calidad de magistrado ordenó al inspector que autorizara su destrucción por ser una ofensa. El inspector accedió, aunque con desgana, por lo que los Dakers presentaron inmediatamente una apelación. Tales vacilaciones y demoras en un caso tan obvio violentaron los principios de mi padre, quien ejecutó personalmente al animal mientras el proceso estaba aún sub judice. Cuando más tarde llegó una notificación comunicando la existencia reconocida de una raza de gatos rabones con una historia bien autenticada, mi padre quedó corrido y tuvo que pagar una fuerte indemnización. Además prefirió poco elegantemente hacer una apología pública en vez de renunciar a su magistratura.

—Esto —cortó mi padre— es un asunto mucho más importante.

—Escuche —replicó el inspector con paciencia—. La especie está aprobada. Y estos dos caballos concretamente tienen la sanción que lo confirma. Si eso no es bastante para usted, vaya y mátelos…, pero aténgase a las consecuencias.

—Usted —insistió mi padre— tiene la obligación moral de emitir una orden contra estos llamados caballos.

El inspector se sintió repentinamente cansado de la discusión.

—Parte de mi obligación oficial es proteger a esos animales del daño que les puedan hacer los tontos y los fanáticos.

Mi padre no llegó a golpear al inspector, pero estuvo muy cerca de hacerlo. Durante varios días se le vio cocer su rabia, hasta que al domingo siguiente nos echó un sermón abrasador sobre la tolerancia de las mutaciones que manchaban la pureza de nuestra comunidad. Pidió un boicot general hacia el propietario de las ofensas, especuló acerca de la inmoralidad en las altas esferas, insinuó que era de esperar en algunos un sentimiento de adhesión a las mutaciones, y concluyó la peroración criticando mordazmente a un determinado funcionario sin escrúpulos que estaba al servicio de amos sin escrúpulos y del representante local de las fuerzas del mal.

A pesar de que el inspector no contaba con un púlpito tan adecuado para replicar, se encargó de que alcanzaran una amplia circulación ciertas observaciones suyas sobre la persecución, el desacato a la autoridad, el fanatismo, la manía religiosa, las leyes contra la calumnia y los probables efectos derivados de la acción directa en oposición a las sanciones gubernativas.

Con toda probabilidad, aquella fue la última advertencia que hizo a mi padre abstenerse de obrar, aunque no de hablar. Ya había tenido grandes problemas por el gato de los Dakers, y eso que el animal no tenía ningún valor; pero los enormes caballos de mi medio tío eran criaturas muy costosas, aparte de que Angus no renunciaría a ninguna de las penalizaciones posibles…

Por tanto, y con aquel grado de frustración en el ambiente, la casa se convirtió en un magnífico sitio para estar en ella lo menos posible.

Ahora que el campo había vuelto a la normalidad y no se esperaba la aparición de indeseables, los padres de Sophie la dejaron salir a pasear otra vez y yo me dejaba caer por allí en cada ocasión que podía escabullirme.

Naturalmente, Sophie no podía ir al colegio. La hubieran descubierto enseguida, aun teniendo un certificado falso. Y aunque sus padres la enseñaban a leer y a escribir, como no tenían libros de poco le servía. Esa era la causa de que en nuestras excursiones habláramos mucho, por lo menos yo, con la intención de transmitirla lo que yo aprendía de mis libros de lectura.

—Se acepta en general —le decía yo—, que el mundo es un sitio muy grande y bonito, y probablemente redondo. Su parte civilizada, de la que Waknuk es sólo un pequeño distrito, se llama Labrador. Se piensa que éste fue el nombre que le dio el Viejo Pueblo, aunque no se está muy seguro de ello. Bastante más allá de Labrador hay una gran cantidad de agua a la que se denomina mar, y es muy importante por los peces. Nadie que yo sepa, a excepción de tío Axel, ha visto ese mar, ya que se encuentra muy lejos de aquí, pero si haces quinientos kilómetros más o menos hacia el este, el norte o el noroeste darás con él antes o después. Pero no ocurriría lo mismo si fueras en dirección suroeste o sur, porque primero te tropezarías con los Bordes y luego con las Malas Tierras, y te matarían.

Se decía también, aunque nadie podía asegurarlo, que en la época del Viejo Pueblo Labrador había sido una tierra muy fría, tan fría que nadie era capaz de vivir en ella mucho tiempo; por consiguiente, sólo la habían utilizado entonces como criadero de árboles y para realizar sus misteriosas excavaciones. Pero eso había ocurrido mucho, muchísimo tiempo atrás. ¿Mil años? ¿Dos mil? ¿Más incluso? La gente hacía conjeturas, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Eran incontables las generaciones de personas que habían pasado sus vidas como salvajes entre la venida de la tribulación y el principio de la historia registrada. Del yermo bárbaro sólo contábamos con el Repentances de Nicholson, y ello únicamente debido a que, quizás durante varios siglos, había permanecido encerrado en un cofre de piedra antes de ser descubierto. Y de la época del Viejo Pueblo sólo se había conservado la Biblia.

Aparte de lo que contaban estos dos libros, del pasado anterior a los tres siglos registrados no quedaba ninguna memoria. De aquel período en blanco habían surgido unas cuantas hebras de leyenda que, al pasar por las sucesivas mentes, se habían ido deshilachando nocivamente. Como quiera que ni la Biblia ni el Repentances mencionaban el nombre de Labrador, tuvo que ser esa larga línea de lenguas la que nos dio dicha denominación; y en cuanto al frío, quizás estuvieran en lo cierto, si bien ahora había únicamente dos meses de frío en el año. No obstante, quizás hubiera que achacarlo a la tribulación, porque a ella había que achacarle casi todo…

Durante un largo espacio de tiempo se estuvo discutiendo sobre la posibilidad de que las demás partes del mundo, a excepción de Labrador y de la gran isla de Newf, hubieran estado pobladas. Se consideraba a todas como pertenecientes a las Malas Tierras, que habían sufrido por entero el peso de la tribulación; pero había quedado demostrado que en algunos sitios existían extensiones del país de los Bordes. Lógicamente, se trataba de lugares en extremo aberrantes e impíos, así como imposibles de civilizar por el momento; no obstante, si los límites de las Malas Tierras hubieran estado más cerca de los nuestros, habría existido la probabilidad de colonizarlas alguna vez.

En conjunto, no parecía conocerse demasiado del mundo, pero al menos era un tema más interesante que la Ética que nos enseñaba un anciano los domingos por la tarde. La Ética trataba del motivo de hacer o no hacer las cosas. La mayoría de las razones contrarias eran las mismas que las de mi padre, pero como otras eran distintas yo estaba desconcertado.

Según la Ética, la humanidad, o sea, quienes vivíamos en las partes civilizadas, se hallaba en el proceso de retorno a la gracia divina. Nos encontrábamos siguiendo una borrosa y difícil huella que ascendía a las alturas de donde habíamos caído. Del rastro verdadero salían muchos ramales falsos que a veces parecían más fáciles de seguir y más atractivos; sin embargo, el fin de todos ellos era el borde del principio, en cuyo fondo estaba el abismo de la eternidad. Consecuentemente, no había más que un único rastro verdadero, y al seguirlo con la ayuda de Dios y de acuerdo con su voluntad recuperaríamos todo lo que se había perdido. Pero la huella era tan vaga y había tantas trampas y engaños en su recorrido que había que dar cada paso con cautela, y para el hombre era peligrosísima la confianza en su propio juicio. Sólo las autoridades eclesiásticas y seglares se hallaban en disposición de juzgar si el paso siguiente era un nuevo descubrimiento que se podía andar con seguridad; o si se desviaba de la verdadera reascensión y resultaba por lo mismo pecaminoso. La penitencia de la tribulación que había sido impuesta al mundo debía cumplirse, el largo ascenso debía ser recorrido de nuevo fielmente, y al final, si se vencían también las tentaciones, se recibiría el premio del perdón, la restauración de la Edad de Oro. Antes se habían sufrido las penitencias siguientes: la expulsión del Edén, el diluvio, las plagas, la destrucción de las ciudades de la llanura, la cautividad. La tribulación no solamente había sido otro de los castigos, sino el mayor de todos, como una especie de combinación de todos los demás.

La causa de su envío estaba aún por descubrirse pero si se juzgaba por los precedentes, es muy probable que fuera por un período de arrogancia irreligiosa que prevalecería entonces.

Para nosotros, la mayoría de los numerosos preceptos, argumentos y ejemplos de la Ética se condensaban en esto: la obligación y el propósito del hombre en este mundo es luchar incesantemente contra los males que la tribulación desencadenó en él. Sobre todo, debe vigilar que la forma humana se amolde al verdadero patrón divino a fin de que un día se le pueda permitir la recuperación del elevado lugar en el que, como imagen de Dios fue colocado.

Sin embargo, yo no hablé mucho de esta parte de la Ética a Sophie. Y no porque yo hubiera considerado jamás en mi mente que era una aberración; pero como había que admitir la imposibilidad de calificarla de verdadera imagen de Dios, me pareció más discreto evitar ese aspecto. Por otro lado, había muchos otros temas de los que hablar.

Al parecer, a nadie de Waknuk le preocupaba que yo no estuviera a la vista. Sólo cuando me descubrían haraganear pensaban en tareas que debían hacerse.

La estación era muy buena, pues además de hacer sol llovía lo suficiente, de modo que los granjeros apenas tenían que lamentarse de otra cosa que de la falta de tiempo para recuperar la faena que había interrumpido la invasión. Por otro lado, y con excepción de las crías habida en las ovejas, la media de ofensas producida en los nacimientos de la primavera había sido extraordinariamente baja. Las cosechas próximas eran tan ortodoxas, que el inspector había condenado solamente un campo a la quema, perteneciente a Angus Morton. Hasta en las verduras se daban muy pocas aberraciones, y como siempre eran las solonaceas las que proporcionaban un mayor número de ellas.

Con todo, la estación parecía que iba a establecer una marca de pureza y las condenas eran tan escasas que incluso mi padre, en una de sus charlas, anunció con agrado, aunque cautamente, que este año Waknuk propinaría casi con seguridad un buen revés a las fuerzas del mal, añadiendo que también era motivo de acción de gracias el que la pena por la importación de los caballos grandes hubiera recaído sobre su dueño y no sobre toda la comunidad.

Al estar, pues, todos tan ocupados, yo podía escabullirme más temprano y vagabundear junto a Sophie con más amplitud que antes durante aquellos largos días de verano, si bien realizábamos nuestras excursiones con cautela y limitábamos nuestra andadura a caminos poco frecuentados con el fin de evitar encuentros. La crianza de Sophie la había proporcionado una timidez frente a los extraños que era casi instintiva.

Poco menos que antes de hacerse visible alguien, ella ya había desaparecido silenciosamente. El único adulto con quien había hecho amistad era Corky, quien estaba al cuidado de la máquina de vapor. Todos los demás eran peligrosos.

Por la parte de arriba del arroyo descubrimos un lugar en donde había bancos de guijas. A mí me gustaba quitarme los zapatos, subirme los pantalones y chapotear en el agua al tiempo que examinaba los remansos y los agujeros. Sophie solía sentarse mientras tanto en una de las grandes y lisas piedras que se inclinaban hacia el agua para observarme desde allí melancólicamente. Más tarde fuimos provistos de dos redecillas que nos había hecho la señora Wender y de un pote para meter las capturas. Mientras yo entraba en el agua para coger as pequeñas criaturas semejantes a camarones que vivían en ella, Sophie trataba de sacarlas desde la orilla utilizando la malla como una cuchara.

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