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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (3 page)

BOOK: Las crisálidas
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Todas sus respuestas, pobrecilla, fueron insatisfactorias. No consiguió que el servicio matrimonial generara amor; no procuró, con su juventud, recuperar la de su marido; y tampoco compensó esa falta con la administración del hogar al modo de una experimentada ama de casa.

Por otro lado, Elías no era hombre que dejara de reparar en los defectos de los demás.

En unas cuantas oportunidades cercenó las chiquilladas con reconvenciones, marchitó la hermosura con sermones y produjo un espectro triste y lánguido de esposa que murió, sin protestar, un año después del nacimiento de su segundo hijo.

El abuelo Elías no tuvo nunca dudas sobre la adecuada pauta a seguir con su prole. La fe de mi padre fue cultivada en sus huesos, sus principios eran sus tendones, y ambas cosas correspondían a una mente repleta de ejemplo de la Biblia y del Repentances de Nicholson. En cuanto a fe, padre e hijo concordaban; la única diferencia consistía en el enfoque; el relámpago evangélico no aparecía en los ojos de mi padre; su virtud era más legalista.

Joseph Strorm, mi padre, no se casó hasta que murió Elías, y al matrimoniar no era hombre que pudiera cometer la equivocación de su progenitor. Los puntos de vista de mi madre armonizaban con los suyos. Ella tenía un gran sentido del deber y jamás dudó de la ubicación de éste.

Nuestro distrito, y consecuentemente nuestra casa, por ser la primera del lugar, fue llamado Waknuk debido a la tradición de que allí, o en sus alrededores, había existido un sitio con ese nombre hacía mucho, muchísimo tiempo, en la época del Viejo Pueblo.

Como de costumbre, la tradición era imprecisa, pero ciertamente había habido allí edificios de alguna especie porque los restos y los cimientos permanecieron hasta que fueron utilizados para levantar nuevas construcciones. Además estaba el largo terraplén que se extendía hasta alcanzar los montes y el enorme tajo que seguramente hizo el Viejo Pueblo cuando, de manera sobrehumana, cortaron la mitad de una montaña en busca de algo que les interesaba. Quizás fuera entonces cuando le pusieron Waknuk; de cualquier modo, Waknuk había llegado a ser, y era una comunidad ordenada, obediente a la ley y respetuosa con Dios, formada por unas cien haciendas dispersas, grandes y pequeñas.

Mi padre era una consecuencia local. Cuando, a la edad de dieciséis años, hizo su primera aparición en público con motivo de una charla que dio un domingo en la iglesia que había edificado su padre, aún había en el distrito menos de sesenta familias. Y a pesar del aumento de los acres de labranza y de la mayor cantidad de personas que vinieron a establecerse en el lugar, él no quedó eclipsado. Continuó siendo el principal terrateniente, siguió predicando frecuentemente los domingos y explicando con versada claridad las leyes y los puntos de vista que en el cielo se tenían respecto a una diversidad de asuntos y prácticas, y, en los días designados, no dejó de administrar las leyes temporales como magistrado. Durante el resto del tiempo se preocupaba de que tanto él, como todo lo que estaba bajo su control, constituyera un elevado ejemplo para el distrito En la casa, y según la costumbre local, la vida se centraba en la enorme sala que abarcaba también la cocina La sala, como la casa, era la más espaciosa y mejor de Waknuk. La gran chimenea era un objeto de orgullo; no de vanidad, desde luego; se trataba más de ser conscientes de haber dado un digno tratamiento a los excelentes materiales que el Señor había provisto: en realidad, una especie de testamento. El fogón estaba formado por sólidos bloques de piedra. La totalidad de la chimenea había sido construida con ladrillos y no se sabía que hubiera ardido nunca. En el lugar por donde salía al exterior se encontraban las únicas tejas del distrito, y la cubierta de cañas que cubría el resto del techo tampoco se había quemado nunca.

Mi madre se preocupaba de que la gran sala estuviera siempre bien limpia y ordenada.

El suelo se componía de fragmentos de ladrillo y piedra junto a piedras artificiales, todo ello inteligentemente acoplado. El mueblaje lo formaban varias mesas y banquetas achaparradas y blancas, amén de unas cuantas sillas. Las paredes estaban encaladas.

De ellas colgaban diversas cacerolas bruñidas que por su tamaño no cabían en las alacenas. Lo más próximo a un sentido de la decoración eran una serie de cuadros de madera con frases, mayormente del Repentances, artísticamente grabadas al fuego. El situado a la izquierda del hogar rezaba: «Sólo el hombre es la imagen de Dios». El de la derecha decía: «Conservad pura la estirpe del Señor». En la pared opuesta había dos con las citas: «Bendita sea la norma» y «en la pureza está nuestra salvación». El más largo era el colgado en la pared situada frente a la puerta que daba al patio. A todo el que entraba le advertía: «¡Estate alerta para no experimentar ni tener nada que ver con la mutación!».

Mucho antes de que yo aprendiera a leer, las frecuentes referencias a estos textos me habían familiarizado con las palabras. En realidad, no estoy seguro de que ellos no fueran mis primeras lecciones de lectura. Me los sabía de memoria, al igual que conocía otros colocados en diversas paredes de la casa y que decían cosas como: «La norma es la voluntad de Dios», «La reproducción es la única producción santa», y «El diablo es el padre de la aberración»; aparte de un conjunto de ellos relativos a las ofensas y las blasfemias.

Muchas de estas citas seguían siendo oscuras para mí; de otras ya entendía algo. Por ejemplo, de las ofensas, porque el suceso de una ofensa constituía un momento impresionante. Por lo general, el primer signo de su encuentro era el mal genio que traía mi padre al entrar en casa. Luego, al anochecer, nos convocaba a todos, inclusive a los empleados de la hacienda. Cuando nos poníamos todos de rodillas, él proclamaba nuestro arrepentimiento y guiaba los rezos en demanda de perdón. A la mañana siguiente nos levantábamos antes del alba y nos congregábamos en el patio. Al salir el sol cantábamos un himno mientras mi padre mataba ceremoniosamente el ternero de dos cabezas, el polluelo de cuatro patas, o cualquier otro tipo de ofensa que hubiese acontecido. Había ocasiones en que el suceso era mucho más singular que los referidos…

Por otra parte, las ofensas no se limitaban únicamente al ganado. A veces se trataba de tallos de trigo o de algunas verduras que cultivaba mi padre y que arrojaba colérico y avergonzado sobre la mesa de la cocina. Si eran meramente unas cuantas ringleras de verduras, se las destruía después de arrancarlas y en paz. Pero si era todo un campo el que había crecido mal, esperábamos a que hiciese buen tiempo, le pegábamos entonces fuego y cantábamos himnos mientras ardía. A mí solía gustarme la visión de tal ceremonia.

Como mi padre era hombre prudente y piadoso, y además contaba con una aguda visión para advertir las ofensas, nosotros solíamos tener más matanzas e incendios que los otros hacendados. Sin embargo, cualquier indicación en el sentido de que las ofensas nos afligían más a nosotros que a otras personas, le molestaba y le enfurecía. De ningún modo deseaba él tirar un dinero tan bueno, afirmaba. Si nuestros vecinos hubieran sido tan conscientes como nosotros, a él no le cabía la menor duda de que sus liquidaciones hubieran superado en mucho a las nuestras; pero, por desgracia, había determinados individuos con unos principios muy elásticos.

En resumen, que yo aprendí muy pronto lo que eran las ofensas. Se trataba de entes que no parecían ser cabales, esto es, que no asemejaban a sus padres o a la familia de plantas de los que procedían. Por lo general, el defecto era pequeño. Pero, no obstante su escasa magnitud, se trataba de una ofensa, y si acontecía en personas era una blasfemia —o al menos ese era el término técnico empleado —, aunque a ambas clases se las denominaba comúnmente aberraciones.

Con todo, la cuestión de las ofensas no era siempre tan simple como pudiera pensarse, y cuando existía desacuerdo podía requerirse la intervención del inspector del distrito. Mi padre, empero, llamó poquísimas veces al inspector, ya que, para asegurarse bien, prefería eliminar todo lo que ofreciera dudas. Algunos vecinos desaprobaban la meticulosidad de mi padre y decían que la proporción de aberraciones locales, que en conjunto había mejorado notablemente por cuanto se mantenía en la mitad de la cifra predominante en la época de mi abuelo, hubiera sido todavía más satisfactoria de no haber mediado mi padre. No obstante, el distrito de Waknuk vivía muy pendiente de la pureza.

Nuestra región ya no era fronteriza. El duro trabajo y el sacrificio habían producido una estabilidad de ganados y cosechas que envidiaban incluso algunas de las comunidades situadas al este de nosotros. Se podían recorrer muy bien cincuenta kilómetros hacia el sur o el suroeste antes de llegar a Tierra Agreste, esto es, la región en donde las probabilidades de verdadero cultivo estaban por debajo del cincuenta por ciento. Después todo crecía de modo más irregular a lo largo de una franja de terreno que en algunas partes medía quince kilómetros de ancho y en otras alcanzaba incluso los treinta, hasta que se llegaba a los misteriosos Bordes, en donde nada era seguro y en donde, según aseveraba mi padre, «el diablo establece sus vastos dominios y se hace burla de las leyes de Dios». Se decía asimismo que el país de los Bordes variaba en profundidad, y que más allá de él se encontraban las Malas Tierras, de las que nadie sabía nada. Por lo general, todo el que se aventuraba en las Malas Tierras moría allí, y el par de personas que habían podido regresar de ellas no duraron mucho.

Pero no eran las Malas Tierras sino los Bordes los que de cuando en cuando nos ocasionaban problemas. El pueblo de los Bordes —al menos hay que llamarle pueblo porque, aunque eran realmente aberraciones, si no mostraban grandes deformidades solían pasar muy bien por personas humanas corrientes—, como contaba con muy poco en la tierra fronteriza donde vivía, penetraba en los lugares civilizados para robar grano y ganado y, si podían, llevarse también ropas, herramientas y armas; a veces, hasta raptaban niños.

Las pequeñas y ocasionales incursiones solían acontecer dos o tres veces al año y nadie, excepto las víctimas de los saqueos, claro, las tenía en cuenta como norma. Por lo general, los atacados tenían tiempo para huir y consecuentemente sólo perdían sus bienes. A continuación todos los vecinos contribuían con algo, en especies o en dinero, para ayudarles a instalarse de nuevo. Pero a medida que pasaba el tiempo y se iba ganando terreno a la franja fronteriza, en los Bordes había más gente que intentaba vivir en menos tierra. Hasta entonces se había tratado de una docena de individuos más o menos que hacían una rápida incursión y regresaban luego rápidamente al país de los Bordes. Pero ahora, y debido a la gran hambre que estaban padeciendo desde hacía unos años, venían en numerosas y organizadas bandas que ocasionaban un enorme perjuicio.

Cuando mi padre era pequeño, las madres solían aquietar y atemorizar a los niños importunos con la amenaza de… O te portas bien, o llamo a la vieja Maggie de los Bordes.

Ella tiene cuatro ojos para vigilarte, y cuatro oídos para oírte, y cuatro brazos para pegarte. Así que ten cuidado. Jack el peludo era también otra figura siniestra a la que podía llamarse… para que te lleve a su cueva en los Bordes, donde vive su familia. Todos ellos son asimismo muy peludos y tienen largos rabos; cada uno se come todas las mañanas a un niño para desayunar, y a una niña todas las noches para cenar. En aquellos días, sin embargo, ya no eran sólo los pequeños los que vivían en nerviosa vigilancia del pueblo de los Bordes, que ahora no estaba tan lejos. Su existencia se había convertido en una peligrosa molestia, y sus depredaciones constituían el motivo de numerosas solicitudes enviadas al gobierno de Rigo.

Con todo, y a pesar de la buena intención de las solicitudes, lo mismo hubiera dado no hacerlas. En efecto, como nadie era capaz de predecir el lugar en donde se produciría el próximo ataque, pues se trataba de una extensión de ochocientos o mil kilómetros, es difícil indicar qué ayuda práctica podían haber recibido. Lo que sí hizo el gobierno desde su cómoda y remota posición, muy lejos al este, fue expresar su simpatía con frases de estímulo y sugerir la formación de una milicia local, sugerencia que se interpretó como equivalente a un desentenderse de la situación por cuanto todos los varones sanos y fuertes pertenecían ya a una especie de milicia extraoficial desde los tiempos fronterizos.

Por lo que se refiere al distrito de Waknuk, la intimidación procedente de los Bordes era más una molestia que una amenaza. La incursión más profunda que habían efectuado los atacantes quedaba todavía a más de quince kilómetros, pero las alarmas seguían sucediéndose, y al parecer con más profusión cada año, con la consecuencia de quedar detenido el trabajo de la granja al tenerse que marchar los hombres a repeler la agresión.

Las interrupciones eran caras y ruinosas. Además, siempre producían ansiedad si el problema se encontraba próximo a nuestro sector: nadie podía asegurar que una de las veces no penetraran más adentro…

No obstante, disfrutábamos de una existencia acomodada, ordenada e industriosa.

Nuestra casa albergaba a mucha gente. Además de la familia, compuesta por mi padre, mi madre, mis dos hermanas y mi tío Axel, estaban también las cocineras y las lecheras, algunas de ellas casadas con trabajadores de la granja, y sus hijos, así como, naturalmente, los hombres, por lo que al juntarnos todos para la comida que teníamos al final de la jornada de trabajo sumábamos unos veinte. Y aún nos congregábamos mayor número a la hora de las oraciones, ya que los hombres de las viviendas adyacentes venían con sus esposas e hijos.

El tío Axel no era en realidad pariente. Se había casado con una de las hermanas de mi madre, Elizabeth. Como por aquel tiempo era marinero, ella se había ido al este con él y había muerto en Rigo, mientras tío Axel realizaba el viaje que le había dejado inválido.

Aunque de movimientos lentos debido a su pierna, tío Axel era un hombre muy útil por sus muchas habilidades, y consecuentemente mi padre le permitía vivir con nosotros.

Además, se trataba de mi mejor amigo.

Mi madre procedía de una familia compuesta por cinco niñas y dos niños. Cuatro de las niñas eran hermanas de padre y madre, en tanto que la niña más joven y los dos muchachos eran medio hermanos con respecto a las otras. Hannah, la mayor, había sido expulsada de casa por su marido, y desde entonces nadie había sabido de ella. Emily, mi madre, era la siguiente por edad. Luego venía Harriet, quien se había casado con el dueño de una vasta granja de Kentak, a casi veinticinco kilómetros de nuestra hacienda.

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