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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (4 page)

BOOK: Las crisálidas
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Después estaba Elizabeth, que contrajo matrimonio con el tío Axel. Yo desconocía el paradero de mi media tía Lilian y de mi medio tío Thomas, pero como mi medio tío Angus Morton poseía la granja siguiente a la nuestra, nuestros límites corrían juntos alrededor de dos kilómetros, circunstancia que incomodaba a mi padre, quien apenas estaba en nada de acuerdo con el medio tío Angus. La hija de éste, Rosalind, era naturalmente mi prima.

Aunque Waknuk era la granja más grande del distrito, la mayor parte de las otras tenían una organización similar, y todas ellas, al contar con el beneficio de una estabilidad proporcionada y con el incentivo de extenderse, crecían progresivamente. Cada año se talaban árboles y se despejaban las tierras para obtener nuevos sembrados. Poco a poco fueron eliminándose bosques y árboles sueltos, hasta que el campo empezó a asemejarse a la vieja y cultivadísima región del este.

Se decía que en aquella época hasta la gente de Rigo sabía dónde estaba Waknuk sin buscarlo en el mapa.

Por tanto, yo vivía en la granja más próspera de un distrito próspero. Sin embargo, a mis diez años yo valoraba poco aquella situación. Para mí, aquel era un sitio fastidiosamente industrioso en donde siempre parecía haber más trabajos que personas para desempeñarlos, y en donde había que estar muy al tanto si uno quería librarse de hacer algo. Consecuentemente, en aquel particular atardecer me las arreglé para ocultarme hasta que los familiares ruidos rutinarios me advirtieron de que se aproximaba la hora de la cena, y por lo mismo podía salir sin riesgos de mi escondite.

Anduve por la casa haraganeando y viendo cómo quitaban los atalajes a los caballos y los metían en las caballerizas. Al poco rato sonó un par de veces la campana del socarrén. Las puertas se abrieron y entraron los obreros en el patio, camino de la cocina.

Me mezclé con ellos. Al entrar, me di de cara con la advertencia «¡Estate alerta para no experimentar ni tener nada que ver con la mutación!». Pero estaba ya tan familiarizado con ella, que no provocó en mí ningún pensamiento. Lo único que en aquel momento me estimulaba era el olor a comida.

A partir de entonces, solía visitar a Sophie una o dos veces a la semana. El colegio que nos daban lo teníamos por las mañanas, y consistía en una media docena de chicos a los que una u otra de las muchas ancianas que había enseñaba a leer, escribir y hacer algunas sumas Durante la comida del mediodía no era difícil escabullirse pronto de la mesa y desaparecer, en tanto pensaban los demás que alguien me habría dado alguna tarea para realizar.

Cuando Sophie se hubo repuesto de su tobillo, pudo mostrarme los rincones favoritos de su territorio.

Un día la traje conmigo a nuestro lado del gran terraplén para que viera la máquina a vapor. No había otra máquina a vapor en ciento sesenta kilómetros, y estábamos orgullosos de ella. Corky, quien se hallaba a su cuidado, no estaba por los alrededores, pero como las puertas del fondo del cobertizo se encontraban abiertas, se oía con toda claridad el rítmico sonido de sus ronquidos, explosiones y soplidos. Puestos en el umbral, nos atrevimos a atisbar en el lóbrego interior. Era fascinante observar cómo subían y bajaban con sofocados ruidos los grandes maderos, mientras arriba, en las sombras del techo, una enorme viga transversal se mecía lentamente atrás y adelante haciendo una pausa al final de cada movimiento, como si hubiera estado recogiendo energía para el esfuerzo siguiente. Fascinante, sí, pero al cabo del rato, monótono.

Con diez minutos de contemplación tuvimos bastante; luego nos retiramos y subimos a la cumbre de una pila de maderos que había junto al cobertizo. Allí sentados, sentíamos debajo de nosotros cómo temblaba el montón de madera a consecuencia de los pesados resoplidos de la máquina.

—Mi tío Axel —comenté— dice que el Viejo Pueblo debe haber tenido máquinas mucho mejores que ésta.

—Mi padre —replicó ella— afirma que si es cierta sólo una cuarta parte de las cosas que se dicen del Viejo Pueblo, entonces tuvieron que ser magos y no personas reales.

—Pero eran hechos prodigiosos —insistí.

—Dice mi padre que demasiado prodigiosos para ser verdad —contestó Sophie.

—¿No cree que fueran capaces de volar, como asegura la gente? —pregunté.

—No. Eso es una tontería. Si ellos hubieran podido volar, nosotros también podríamos hacerlo.

—Pero muchas de las cosas que ellos hacían las estamos aprendiendo nosotros de nuevo —protesté.

—No volar —respondió moviendo la cabeza—. Las cosas vuelan o no vuelan, y nosotros no volamos.

Estuve tentado a contarle mi sueño de la ciudad y de las cosas que volaban sobre ella, pero al fin y al cabo un sueño no es una gran evidencia, por lo que lo dejé estar. Al poco rato bajamos al suelo, dejamos a la máquina con sus soplidos y sus explosiones y nos dirigimos a casa de Sophie.

John Wender, su padre, había regresado de uno de sus viajes. Del cobertizo exterior en donde se hallaba extendiendo pieles sobre bastidores salía el ruido de los martillazos, y todo el lugar se había llenado del olor característico de esta operación. Sophie se tiró a él y puso los brazos alrededor de su cuello. El hombre se irguió sosteniendo a su hija con un brazo.

—Hola, Chicky —saludó.

Conmigo se mostró más serio. Habíamos acordado tácitamente que nuestras relaciones serían de hombre a hombre. Siempre había sido así. Cuando me vio por primera vez, me echó una mirada tan impresionante que no me atreví a hablar en su presencia. Sin embargo, aquella situación fue cambiando gradualmente. Llegamos a hacernos amigos. Me enseñó y me dijo un montón de cosas interesantes; no obstante, había veces en que al levantar yo la vista le sorprendía observándome con inquietud. Y con razón. Sólo unos años más tarde pude apreciar la enorme preocupación que debió producirle el regresar a casa y encontrarse con que Sophie se había torcido el tobillo, y que había sido nada menos que David Strorm, el hijo de Joseph Strorm, quien le había visto el pie. Supongo que debió tentarle muchísimo la idea de que un cuerpo muerto no puede romper una promesa… Es posible que me hubiera salvado la señora Wender.

Pero también creo que quizá le tranquilizara la noticia de un incidente que ocurrió en mi casa al mes más o menos de haberme encontrado con Sophie.

Me había clavado una astilla en la mano y cuando me la saqué eché bastante sangre.

Al entrar en la cocina para que me ayudaran, me di cuenta de que todos demasiado ocupados con la cena y no podían atenderme; así que me puse a revolver en el cajón de los trapos en busca de una tira que me sirviera. Durante uno o dos minutos traté torpemente de atármela, hasta que lo notó mi madre. Ella hizo unos ruidos de desaprobación con la lengua e insistió en que antes había que lavar la herida. Luego me la vendó hábilmente mientras refunfuñaba por haberla tenido que molestar cuando más atareada estaba. Le dije que lo sentía, y añadí:

—Me las hubiera arreglado yo solo muy bien si hubiera contado con otra mano.

Se conoce que mi voz llegó a todo el mundo porque de repente se hizo un gran silencio en la sala.

Mi madre se quedó helada. Yo me volví para mirar a mí alrededor ante la súbita quietud. Todos me estaban observando fijamente: Mary, de pie, y con una tarta en las manos, dos de los obreros de la granja que aguardaban para recoger su cena, mi padre a punto de sentarse a la cabecera de la mesa, y los demás. Cuando capté la expresión de mi padre, ésta estaba transformándose de sorpresa en ira. Alarmado, pero sin entender nada, le observé apretar la boca, adelantar la mandíbula y fruncir el entrecejo sobre sus incrédulos ojos. Me exigió:

—¿Qué es lo que has dicho, muchacho?

Ya conocía el tono. Desesperado, intenté comprender rápidamente la ofensa que había cometido esta vez. Me puse a tartamudear:

—He dicho que no podía atármela yo solo.

Sus ojos, ahora menos incrédulos, eran más acusadores.

—¡Y has deseado tener una tercera mano!

—No, padre. Únicamente he dicho si yo hubiera contado con otra mano.

—… hubieras podido atártela. Si eso no es un deseo, ¿qué es entonces?

—Sólo era una suposición —protesté.

La alarma y la gran confusión que sentía me impedían explicar que únicamente había expresado de una forma una dificultad que podía exponerse de muchas maneras más. Ya me había dado cuenta de que los otros habían dejado de mirarme boquiabiertos a mí, y estaban ahora observando con aprensión a mi padre. La expresión de éste era ceñuda.

—¡Tú, mi propio hijo, clamando al diablo para que te dé otra mano! —me acusó.

—Pero no es así. Sólo he…

—Cállate, muchacho. Todos te han oído. Y ciertamente no vas a arreglarlo con mentiras.

—Pero…

—¿Estabas o no estabas expresando tu insatisfacción con la forma del cuerpo que Dios te ha dado, la forma que es su propia imagen?

—Únicamente he dicho si yo…

—Has blasfemado, muchacho. Has pecado contra la Norma. Todos los que están aquí te han oído. ¿Qué es lo que tienes que decir? ¿Sabes lo que es la Norma?

No merecía la pena protestar. Yo sabía muy bien que en aquel estado de ánimo mi padre no trataría siquiera de comprenderme. Murmuré como un lorito:

—«La Norma es la imagen de Dios».

—Lo sabes, y sin embargo has deseado deliberadamente sufrir una mutación. Es terrible, monstruoso. Tú, mi hijo, blasfemando, ¡y delante de tus padres!

Y con la severa voz que acostumbraba a utilizar en el púlpito, añadió:

—¿Qué es una mutación?

—«Algo maldito ante los ojos de Dios y de los hombres» —musité.

—¡Y eso es lo que tú has deseado ser! ¿Qué tienes que decir?

Como tenía la absoluta certeza de que sería inútil decir nada, mantuve cerrada la boca y bajé los ojos.

—¡Ponte de rodillas! —me ordenó—. ¡Arrodíllate y reza!

Los demás se arrodillaron también. La voz de mi padre se elevó:

—Señor, hemos cometido un pecado de omisión. Te rogamos que nos perdones por no haber instruido mejor a este niño en tus leyes…

La oración siguió retumbando durante mucho tiempo. Después del «Amén» hubo una pausa que rompió mi padre, diciendo:

—Ahora vete a tu alcoba y reza. Reza, despreciable muchacho, y pide un perdón que tú no mereces, pero que Dios, en su misericordia, quizás te conceda todavía. Luego iré yo a verte.

Por la noche, cuando se hubo mitigado la angustia que me había producido la visita de mi padre, permanecí despierto en medio de una gran confusión. No se me había pasado por la cabeza desear una tercera mano, pero, aunque así hubiera sido… Si tan terrible era pensar solamente en tener tres manos, ¿qué hubiera pasado si uno las tenía de verdad?

Esa o cualquier otra anomalía, como, por ejemplo, un dedo de más en el pie…

Y cuando por fin quedé dormido, tuve un sueño.

Nos encontrábamos todos reunidos en el patio, igual que habíamos estado en la última purificación. En aquella oportunidad se había tratado de un becerrillo pelón que aguardaba parpadeando de manera estúpida frente al cuchillo que sostenía mi padre.

Esta vez era una niña, Sophie, la que erguida y con los pies desnudos intentaba ocultar inútilmente la larga hilera de dedos que se veían en cada uno de sus pies. Estábamos todos mirándola y esperando. De pronto, ella empezó a correr de una a otra persona implorando ayuda, pero nadie hizo ningún movimiento ni mostró expresión alguna en el rostro. Mi padre, con el cuchillo brillando en su mano, comenzó a caminar hacia ella.

Sophie se puso frenética; con las lágrimas rodándole por la cara, iba desesperadamente de un inmóvil espectador a otro. Mi padre, duro, implacable, continuó acercándose; sin embargo, nadie intentó socorrerla. Mi padre, con los brazos extendidos al máximo para impedirle la huida, se aproximó aún más hasta lograr arrinconarla.

Por fin la cogió, y a rastras la llevó al centro del patio. Cuando el sol empezó a salir por el horizonte, todos principiaron a cantar un himno. Mi padre, al igual que había hecho con el batallador becerrillo, agarró con un brazo a Sophie. Levantó cuanto pudo la otra mano, y al bajarla, el cuchillo relampagueó a la luz del saliente sol, del mismo modo que había relampagueado cuando cortó el cuello del becerrillo…

Pienso que John y Mary Wender se hubieran sentido mucho más tranquilos de haberme visto cuando me desperté, luchando y gritando, para permanecer después tendido en la oscuridad mientras trataba de convencerme a mí mismo de que la terrible imagen no había sido más que un sueño.

En aquella época fue cuando pasé de un período de placidez a otro de acontecimientos sucesivos. Sin embargo, no había mucha razón para ello; quiero decir que sólo unos pocos de los eventos estaban relacionados entre sí: era como si un ciclo activo se hubiera puesto en marcha, como si una temporada de tiempo diferente hubiera comenzado.

Supongo que si el primer incidente fue mi encuentro con Sophie, el segundo fue el descubrimiento que hizo tío Axel acerca de mí y de mi media prima Rosalind Morton.

Sucedió que él —y tuvimos suerte de que fuera él, y no otro— me sorprendió cuando estaba hablando con ella.

Debe haber sido el instinto de conservación lo que nos había hecho mantener el secreto entre nosotros, porque no teníamos ninguna sensación activa del peligro; tan poco contaba yo con el riesgo, que cuando tío Axel me encontró detrás de un almiar hablando aparentemente solo, apenas me molesté en disimular. Cuando, al mirar de reojo, me di cuenta de que había alguien y me volví para ver quién era, él ya llevaría allí un minuto o más.

Tío Axel era un hombre alto, ni delgado ni gordo, pero sí fuerte, y con aspecto de persona habilidosa. Había veces en que, al observarle en el trabajo, solía pensar que sus curtidas manos y brazos tenían algún tipo de parentesco con la pulida madera de los mangos que utilizaba. Estaba de pie en su forma acostumbrada, cargando mucho de su peso sobre el grueso bastón que usaba a causa del pésimo entablillado que le hicieron cuando se rompió la pierna en el mar. Al fruncir ligeramente el ceño, se estrecharon aún más sus espesas cejas que ya empezaban a blanquear, pero los rasgos de su curtido rostro mostraron cierta diversión al observarme.

—Bueno, bueno, Davey —dijo—, ¿y a quién hablabas con tanto gusto? ¿Era a las hadas, a los gnomos, o sólo a los conejos?

Me limité a mover negativamente la cabeza. Se aproximó cojeando, se sentó junto a mí y cogió del almiar un tallo de hierba para masticarlo.

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