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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (5 page)

BOOK: Las crisálidas
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—¿Te sientes solo? —me preguntó.

—No —contesté.

Volvió a fruncir ligeramente el entrecejo, al tiempo que sugería:

—¿Y no sería más divertido que charlaras con alguno de los otros niños? Yo creo que eso resultaría más interesante que sentarte aquí solo y hablar contigo mismo.

Vacilé un momento, pero luego, como se trataba del tío Axel y de mi mejor amigo entre los adultos, respondí:

—Pero si ya lo hacía.

—¿Hacías qué? —quiso saber asombrado.

—Hablar con uno de ellos —repliqué.

Desconcertado, arrugó otra vez el ceño.

—¿Con quién? —preguntó.

—Con Rosalind.

Hizo una pausa, me miró con más intensidad y observó:

—Pues no la he visto por aquí.

—Oh, ella no está aquí —expliqué—. Está en su casa… bueno, cerca de su casa, en una casita secreta que construyeron sus hermanos en el bosquecillo. Es uno de sus sitios predilectos.

A lo primero no fue capaz de captar el significado de lo que le decía, hasta el punto de que me contestó como si fuera un juego de adivinanzas. Pero después de que intenté explicárselo durante un rato, se quedó callado, miró fijamente mi cara mientras yo hablaba y luego su rostro adquirió una expresión muy seria. Cuando yo callé, él no dijo nada durante un minuto o dos; transcurrido ese tiempo, me interrogó:

—¿Entonces no es esto un juego… y lo que me estás diciendo es cierto, Davey?

Mientras hablaba, en sus ojos había un aire de dureza y de resolución.

—Claro, tío Axel, desde luego que sí —le aseguré.

—¿Y nunca se lo has dicho a nadie…, pero a nadie?

—No. Es un secreto —repliqué, al tiempo que notaba en él una mayor tranquilidad.

Arrojó de su boca los residuos del tallo de hierba que estaba masticando, y sacó otro del almiar. Después de que, pensativamente, lo hubo mordido un poco y escupió sus restos, volvió a mirarme de forma directa.

—Davie —me dijo—, quiero que me prometas algo.

—Sí, tío Axel.

—Se trata de lo siguiente —señaló con mucha gravedad—. Quiero que lo mantengas en secreto. Quiero que me prometas que nunca, nunca le dirás a nadie lo que acabas de decirme a mí…, nunca. Es muy importante, y más tarde entenderás mejor por qué. Ni siquiera debes hacer nada que pueda conducir a otra persona a adivinarlo. ¿Me lo prometes?

Su gravedad me impresionó muchísimo. Nunca antes le había oído hablar con tanta intensidad. Cuando se lo prometí, me di cuenta de que estaba ofreciendo algo más importante de lo que yo podía comprender. Mientras hablé mantuvo sus ojos fijos en los míos, y luego asintió satisfecho por mis palabras. Después de que estrechamos nuestras manos como muestra de conformidad, comentó:

—Sería mucho mejor que lo olvidaras todo.

Reflexioné un instante y contesté meneando la cabeza:

—No creo que pueda, tío Axel. No, de verdad. Quiero decir que es… así. Sería como tratar de olvidar…

Me quedé cortado, incapaz de expresar lo que quería enumerar.

—Quizás —sugirió—, ¿cómo tratar de olvidar el modo de hablar o la manera de oír?

—Sí, algo parecido —admití—. Pero con ciertas diferencias.

Luego de asentir con la cabeza, volvió a una actitud meditativa. Después insistió:

—¿Escuchas las palabras dentro de tu cabeza?

—Bueno, yo no diría exactamente «escuchar» o «ver» —respondí—. Hay… una especie de formas… y con las palabras las aclaro y las hago más fáciles de entender.

—Pero no será preciso que uses palabras… y menos que las pronuncies en voz alta como estabas haciendo ahora, ¿no?

—¡Oh, no!… Sólo que a veces eso contribuye a aclarar más las cosas.

—Y también contribuye a hacerlas más peligrosas para ambos. Quiero que vuelvas a hacerme otra promesa: que nunca más lo dirás en voz alta.

—Conforme, tío Axel —convine de nuevo.

—Cuando seas mayor —explicó— comprenderás lo importante que es.

A continuación insistió en que consiguiera de Rosalind los mismos ofrecimientos. Como le vi tan preocupado, no quise decirle nada acerca de los otros, pero decidí que también ellos debían prometerlo. Al final levantó otra vez la mano y volvimos a jurar solemnemente que guardaríamos el secreto.

Aquella misma tarde expuse el asunto a Rosalind y a los otros, lo que resultó en la cristalización de un sentimiento que ya estaba en la mente de todos. Creo que ninguno de nosotros había dejado de cometer alguna vez uno o dos deslices que no hubieran provocado en algún adulto una mirada de recelo. Unas cuantas de estas miradas habían sido suficientes para advertirnos. Y aunque no las comprendíamos, sus indicios de censura eran tan evidentes y estaban tan cerca de la sospecha que nos habían bastado para no meternos en dificultades. Y no es que hubiera entre nosotros ninguna política de cooperación o acuerdo. Era simplemente que de modo individual todos habíamos seguido el mismo proceder de autoprotección y secreto. Sin embargo ahora, debido a la ansiosa insistencia de tío Axel para arrancarme las promesas, la sensación de amenaza se intensificaba. Y si bien seguía siendo informe para nosotros, la sentíamos de manera más real. Por otro lado, al tratar de transmitir a los demás la gravedad de la situación según el tío Axel, removí por lo visto una inquietud que ya estaba en el ánimo de todos, porque nadie discrepó. Todos hicieron la promesa de buen grado, en realidad hasta con vehemencia, como si se tratara de una carga de la que quedaran aliviados al compartirla.

Era nuestro primer acto como grupo; de hecho, nos constituyó en grupo al tener que admitir formalmente nuestras responsabilidades mutuas. Cambió inclusive nuestras vidas al ser la primera actitud que tomábamos en la autoconservación colectiva, si bien entendíamos poco de eso entonces. En aquellos momentos lo más importante era al parecer el sentimiento de participación…

Después, y casi a renglón seguido de aquel suceso personal, se produjo otro de interés general: una invasión armada por parte del pueblo de los Bordes.

Como ya era habitual, no existía un plan detallado para repeler el ataque. La organización máxima a que se había llegado consistía en el establecimiento de cuarteles generales en distintos sectores. Cuando se daba la alarma, todos los hombres aptos del distrito tenían la obligación de reunirse en sus cuarteles generales locales, donde se decidiría la acción a seguir de acuerdo con la situación y la magnitud del problema. Hasta entonces el sistema había demostrado su utilidad en la lucha contra las pequeñas incursiones, pero no servía para más. Consecuentemente, cuando el pueblo de los Bordes contó con dirigentes capaces de promover una invasión organizada, nosotros no teníamos un adecuado sistema de defensa para contrarrestarla. Por eso pudieron avanzar a lo largo de un extenso frente, derrotar a varias partidas pequeñas de nuestra milicia y saquear las haciendas a su antojo, y todo ello sin tropezarse con ninguna resistencia seria hasta que penetraron cuarenta o más kilómetros en las zonas civilizadas.

Para entonces nuestras fuerzas ya se hallaban algo mejor ordenadas y los distritos vecinos habían decidido unirse con el fin de presentar un frente más amplio y atacar por los flancos. Nuestros hombres estaban asimismo mejor armados. Muchos de ellos tenían armas de fuego, en tanto que el ejército de los Bordes sólo contaba con unas cuantas que había robado y su fuerza estribaba principalmente en arcos, cuchillos y lanzas. No obstante, la extensión de su avance dificultaba mucho cualquier tentativa de contrarrestarles. Por otra parte, como se movían con más soltura en los bosques y se ocultaban más inteligentemente que los mismos seres humanos, pudieron penetrar otros veinticinco kilómetros antes de que nosotros fuéramos capaces de contenerlos y presentarles batalla.

Aquello era excitante para un muchacho como yo. Al tener al pueblo de los Bordes a poco más de doce kilómetros, nuestro patio de Waknuk se había convertido en uno de los puntos de reunión. Mi padre, a quien habían atravesado un brazo con una flecha al principio de la campaña, ayudaba a la organización de los nuevos voluntarios en escuadrones. Durante varios días tuvimos un gran bullicio con las idas, las venidas, los alistamientos y las distribuciones de los hombres, hasta que por fin marcharon sobre su monturas mientras las mujeres de la casa les despedían agitando sus pañuelos.

Cuando todos hubieron partido, incluidos también nuestros trabajadores, el lugar pareció quedar extrañamente silencioso a lo largo de un día. Luego regresó un jinete al galope que se detuvo brevemente para decirnos que se había librado una gran batalla y que el pueblo de los Bordes, desprovisto de varios dirigentes por haber sido hechos prisioneros, huía tan de prisa como le era posible; a continuación reemprendió el galope para divulgar la buena noticia.

Aquella misma tarde llegó a nuestro patio una pequeña tropa de hombres de a caballo que traía en medio de ellos a dos de los jefes de los Bordes capturados.

Dejé lo que estaba haciendo y corrí para verlos. A primera vista quedé algo decepcionado. Las historias que se contaban de los Bordes me habían hecho imaginar criaturas con dos cabezas, o con piel de animal por todo el cuerpo, o con media docena de brazos y piernas. En vez de eso me parecieron dos hombres totalmente normales con barba, si bien sucísimos y cubiertos de andrajos. Uno de ellos era pequeño, de pelo hermoso y arreglado en forma de copete, como si se lo hubiera recortado con un cuchillo.

Pero fue la visión del otro lo que me produjo tal agitación, que me quedé sin habla y con la mirada fija en él. Y es que aquel hombre, vestido con ropas decentes y teniendo la barba aseada, hubiera sido la imagen de mi padre…

Al mirar desde su cabalgadura a su alrededor, reparó en mi presencia; al principio fue casualmente, al pasear la mirada, pero luego puso sus ojos sobre mí y me observó fijamente. En su vista apareció una extraña expresión que no comprendí en absoluto…

Abrió la boca como para hablar, pero en aquel momento salió gente de la casa con el propósito de ver lo que sucedía; mi padre, con el brazo todavía en cabestrillo, era uno de ellos.

Vi que mi padre se detenía en el umbral de la puerta, echaba una ojeada al grupo de jinetes y notaba también la presencia del prisionero. Durante un momento se quedó con la mirada fija, igual que había hecho yo, antes de que le desapareciera el color y de que en su rostro brotara una erupción de manchas grisáceas.

En seguida volví mis ojos hacia el otro hombre. Se hallaba rígidamente sentado sobre su caballo. La expresión de su cara me hizo sentir de repente como un zarpazo en el pecho. Hasta entonces no había visto yo un odio tan puro: los rasgos profundamente cortados, los ojos echando chispas, los dientes asemejándose de pronto a los de un animal salvaje. Aquello fue para mí como una bofetada, ya que lo interpreté como una horrible revelación de algo hasta aquel momento desconocido y oculto. Causó en mi mente tan grande impresión, que jamás he podido olvidarlo…

Entonces mi padre, con aspecto aún parecido al de un enfermo, alargó su brazo bueno para apoyarse en la jamba de la puerta; luego entró otra vez en la casa.

Cuando uno de los jinetes del acompañamiento cortó la cuerda que inmovilizaba los brazos del prisionero. Era alrededor de cuarenta centímetros más alto que cualquiera de los que le rodeaban. Pero no porque fuese un hombre grande, ya que no habría sobrepasado el uno setenta y cinco de mi padre si sus piernas hubieran sido cabales; en cambio, eran monstruosamente largas y delgadas, lo mismo que sus brazos. Parecía mitad hombre, mitad araña…

Le dieron de comer y un vaso de cerveza. Al sentarse en un banco sus huesudas rodillas se elevaron casi a la misma altura que sus hombros. Mientras ronzaba pan y queso echó una ojeada a su alrededor. En el curso de su examen volvió a percibirme. Me hizo una seña para que me acercara. Yo hice como si no le hubiera visto. Volvió a hacerme señas. Me avergonzaba de tenerle miedo. Así que me acerqué un poco y luego otro poco más, pero con cautela, manteniéndome fuera del alcance de aquellos brazos que a mí se me antojaban de araña.

—¿Cómo te llamas, chico? —me preguntó.

—David —respondí—. David Strorm.

Asintió con la cabeza, como satisfecho de mi respuesta.

—Entonces el hombre de la puerta, con el brazo en cabestrillo, será tu padre, ¿verdad?

Joseph Strorm.

—En efecto —reconocí.

Volvió a asentir con la cabeza. Contemplando los contornos de la casa y los edificios anexos, continuó:

—Y este lugar será Waknuk, ¿no?

—Sí —contesté.

No sé si aquel individuo hubiera seguido interrogándome, ya que en aquel momento alguien me dijo que me fuera de allí. Un poco más tarde volvieron a montar todos en los caballos, ataron de nuevo los brazos al hombre araña y se alejaron rápidamente.

Contento de verles marchar, observé que tomaban la dirección de Kentak. Después de todo, mi primer encuentro con alguien de los Bordes no había sido nada excitante. En cambio, sí que había resultado desagradablemente perturbador.

Me dijeron posteriormente que los dos hombres de los Bordes capturados se las habían arreglado para escapar aquella misma noche. No puedo recordar quién me lo refirió, pero sí que estoy seguro de que no fue mi padre. Nunca le oí hablar de aquel día y yo jamás tuve el valor de preguntarle sobre lo sucedido…

Me parece recordar que apenas se hubo normalizado la situación después de la correría y los hombres se hubieron reintegrado al trabajo en la granja, mi padre tuvo un nuevo altercado con mi medio tío Angus Morton.

Llevaban años rompiendo mutua e intermitentemente las hostilidades a causa de sus diferencias de temperamento y de puntos de vista. Mi padre había resumido su juicio por lo visto con la declaración de que si Angus tenía principios, éstos eran de tan infinita amplitud que constituían una amenaza para la rectitud del vecindario. Se decía que a esta acusación había replicado Angus con la crítica de Joseph Strorm en el sentido de considerarle un pedante empedernido y un fanático extremado. Consecuentemente, las disputas se producían con relativa facilidad, y el motivo de la última era la adquisición de un par de grandes caballos por parte de Angus.

Hasta nuestro distrito habían llegado rumores acerca de la existencia de caballos grandísimos. Mi padre, ya intranquilo mentalmente por lo que había oído de ellos, no consideró desde luego como recomendación el hecho de que fuera mi medio tío su importador. Por tanto, es muy probable que fuera a examinarlos con algún prejuicio.

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