Read Las crisálidas Online

Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (13 page)

BOOK: Las crisálidas
4.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Estábamos segando. Allá por el duodécimo acre había seis hombres guadañando escalonadamente. Yo había pasado mi guadaña a otro segador y me había puesto a hacinar las mieses para descansar un poco cuando, sin aviso previo, recibí como un golpe… Nunca antes había experimentado nada parecido. De estar haciendo gavillas sin prisas y contento, pasé en segundos a un estado en el que parecía que algo, dentro de mi cabeza, me hubiera herido físicamente. Estuve a punto de desmayarme. Luego sentí dolor, como si tuviera clavado en mi mente un anzuelo unido a un sedal en movimiento.

Sin embargo, y a pesar de la sorpresa de los primeros instantes, no existía ninguna duda respecto a si debía o no acudir; obedecí como deslumbrado. Tiré la gavilla que tenía en las manos, me lancé a través del campo y dejé atrás una serie de rostros desconcertados.

Seguí corriendo sin saber por qué; sólo tenía en cuenta que era urgente; crucé el duodécimo acre, tomé la senda, salté la cerca, bajé la cuesta de la Dehesa del Este en dirección al río…

Mirando oblicuamente desde el declive, vi el campo de Angus Morton que bajaba hasta la otra orilla del río y que estaba cruzado por una senda que conducía al puente; por ella, corriendo como el viento, venía Rosalind.

Continué a la carrera, descendí hasta la orilla, pasé el puente y seguí aguas abajo, hacia los remansos más profundos. Sin dudarlo un instante, me fui derecho al borde del segundo remanso y me zambullí sin detenerme. Cuando salí a la superficie me encontraba muy cerca de Petra. Ella, agarrada a un pequeño arbusto, estaba pegada a la pared de la balsa sin poder hacer pie en ésta. El arbusto se movía arriba y abajo y sus raíces estaban a punto de soltarse. En un par de brazadas me situé lo bastante cerca de mi hermana como para sujetarla por debajo de los brazos.

El apremio menguó de repente y desapareció. Tiré de ella hacia un lugar de fácil salida.

Cuando encontré fondo y pude ponerme de pie vi que Rosalind, con cara de susto, me contemplaba ansiosamente por encima de los arbustos.

—¿Quién es? —me preguntó con palabras de verdad y voz temblorosa, al tiempo que se pasaba la mano por la frente—. ¿Quién ha sido capaz de hacer eso?

Se lo dije.

—¿Petra? —repitió con incredulidad.

Saqué a mi pequeña hermana a la orilla y la deposité en la hierba. Aunque estaba exhausta y medio inconsciente, no parecía tener nada de gravedad.

Rosalind se acercó y se arrodilló en la hierba, al otro lado de Petra. Los dos observamos el vestido empapado y los oscurecidos y mates rizos. Luego cruzamos nuestra mirada.

—No lo sabía —la indiqué—. No tenía ni idea de que fuera una de nosotros.

Rosalind se llevó las manos a la cara y puso las yemas de sus dedos sobre sus sienes.

Movió levemente la cabeza y me miró con ojos inquietos al decir:

—No lo es. Aunque se parece, no es una de nosotros. Ninguno podemos mandar así.

Ella es mucho más que nosotros.

En aquel momento llegaron corriendo otras personas; unas me habían seguido a mí desde el duodécimo acre y otras, procedentes de la orilla opuesta, venían haciéndose cruces sobre lo que había hecho salir a Rosalind de la casa como si estuviera ardiendo.

Levanté a Petra para llevarla a casa. Uno de los segadores me miró asombrado y me preguntó:

—¿Pero cómo lo supiste? Yo no oí nada.

Rosalind, con expresión incrédula y de sorpresa, se volvió hacia él exclamando:

—¡Jolín! ¡Con los gritos que pegaba! Hubiera creído que nadie, a menos que fuese sordo, hubiera dejado de oírla aun estando a la mitad del camino a Kentak.

El hombre meneó la cabeza lleno de dudas, pero el hecho de haber sido dos los que aparentemente oímos a Petra parecía ser bastante confirmación de que quizás fuesen ellos los equivocados.

Yo no decía nada. Me hallaba muy ocupado tratando de esquivar las ansiosas preguntas de los otros y diciéndoles que aguardaran hasta que Rosalind o yo estuviéramos solos para poder atenderles sin levantar sospechas.

Aquella noche, y por primera vez después de varios años, volví a tener un sueño en otro tiempo familiar; sólo que en esta oportunidad, mientras el cuchillo relampagueaba en la levantada mano derecha de mi padre, la aberración que se resistía en su izquierda no era ningún ternero ni tampoco Sophie; era Petra. Me desperté sudando de terror…

Al día siguiente intenté hablar a Petra con el pensamiento. Se me antojaba que para ella sería importante saber lo más pronto posible que no debía exteriorizar nada. Sin embargo, aunque lo intenté con todas mis fuerzas, no conseguí establecer contacto con ella. Los demás, por turno, probaron también, pero no hubo contestación. Al manifestar la posibilidad de advertirla con palabras corrientes, Rosalind se opuso diciendo:

—Tiene que haber sido el pánico el causante de su revelación. Si ella lo desconoce en estos momentos, es probable que ni siquiera sepa que ha sucedido, por lo que podría ser muy bien un peligro innecesario el ponerla ahora al corriente. Recuerda que tiene poco más de seis años. Y no creo que sea sensato ni seguro el agobiarla sin necesidad.

Hubo un acuerdo general con el punto de vista de Rosalind. Todos nosotros sabíamos que no era nada fácil el estar siempre pendiente de cada palabra que pronunciábamos, incluso a pesar de llevar varios años practicándolo. Decidimos, pues, que a menos que se presentara una ocasión que lo hiciera preciso, o fuera lo bastante mayor como para comprender más claramente el motivo de nuestra advertencia, sería mejor no decírselo; entre tanto iríamos probando de tiempo en tiempo para ver si podíamos establecer contacto con ella; en caso contrario, el asunto debería continuar como hasta entonces.

Y en lo que concernía a nuestro grupo, no veíamos ninguna razón por la que no pudiéramos continuar del mismo modo; además, no teníamos alternativa. En caso de no seguir encubiertos, estaríamos acabados.

En los últimos años habíamos aprendido más acerca de la gente que nos rodeaba y de los sentimientos que abrigaba. A medida que se fue abriendo nuestro entendimiento, lo que cinco o seis años atrás nos había parecido un juego más bien inquietante se había transformado en algo siniestro. Y en esencia no había habido ninguna variación durante todo ese tiempo. Por consiguiente, considerábamos que si queríamos sobrevivir teníamos que seguir ocultando nuestra doble personalidad; es decir, andar, hablar y vivir como las demás personas. Contábamos con un don, un sentido que, según el amargo lamento de Michael, en vez de ser una bendición era poco mejor que una maldición. El normal más estúpido era más dichoso; podía sentirse parte de algo. Nosotros sin embargo no, y por este motivo no veíamos otra salida aparte del perpetuo engaño, la ocultación y la mentira, ya que estábamos condenados a negar siempre, a no descubrirnos, a no hablar cuando podríamos hacerlo, a no utilizar lo que sabíamos, a no exteriorizar nada. La perspectiva de continua negación que teníamos ante nosotros enfurecía más a Michael que al resto del grupo. Aunque su imaginación le llevaba aún más lejos y le proporcionaba una visión más clara de lo que iban a significar tales frustraciones, no sugería ninguna alternativa mejor que la aceptada por nosotros. En lo que a mí se refería, me hallaba bastante ocupado en tratar de aplicar todo lo negativo a la causa de la supervivencia; sólo comenzaba a percibir el vacío dejado por la falta de lo positivo. A medida que había ido creciendo, lo que más se había desarrollado en mí era mi apreciación del peligro. Esto se patentizó una tarde del verano del año anterior al que descubrimos a Petra.

Estaba siendo un mal año. Nosotros habíamos perdido tres campos, y Angus Morton igual cantidad. En total, había habido que quemar treinta y cinco campos en el distrito. En veinte años no se había conocido una proporción tan elevada de aberraciones entre las crías del ganado nacidas en primavera, y no sólo en nuestro rebaño, sino en el de todos, y particularmente en el bovino. También parecía que las noches de aquel año, los gatos salvajes eran más propensos que nunca a salir de los bosques. Cada semana se celebraba algún juicio contra alguien acusado de intento de ocultación de cosechas aberrantes, o se promulgaban sentencias respecto a la matanza y la destrucción de ofensas sin declarar entre el ganado. Y, para acabarlo de arreglar, se había dado la alarma tres veces en el distrito a causa del mismo número de incursiones procedentes del pueblo de los Bordes. Terminaba precisamente de apaciguarse la inquietud provocada por el último aviso, cuando me acerqué un momento a los dominios del viejo Jacob, quien estaba refunfuñando mientras amontonaba estiércol en el corral.

—¿Qué le pasa? —le pregunté al llegar a su lado. Clavó la horquilla en el abono y apoyó una mano en el mango. Por lo que yo recordaba, era un viejo que siempre estaba hacinando estiércol y nunca pude imaginarme que hubiera sido o fuera ninguna otra cosa.

Se volvió hacia mí con su cara llena de líneas y oculta mayormente en pelo y patillas blancas que me hacía pensar en Elías.

—Las judías —contestó—. Ahora resulta que mis malditas judías son también defectuosas. Primero fueron mis patatas, luego mis tomates, después mis lechugas, y ahora mis condenadas judías. Con lo otro ya me había pasado antes, pero ¿quién ha oído jamás que se hayan desgraciado las judías?

—¿Está usted seguro? —repuse.

—Seguro, claro. ¿No voy a saber a mi edad el aspecto que debe de tener una judía?

Y me miró con cierta indignación en sus ojos.

—Es ciertamente un mal año —convine.

—Malo —repitió—. Es la ruina. Semanas de trabajo perdidas en humo; cerdos, ovejas y vacas atracándose de buena comida, y luego para producir nada más que abominaciones. Hombres corriendo arriba y abajo por ellos, cuidándoles siempre, hasta el punto de no disponer de tiempo casi para dedicar a sus cosas… Incluso mi pequeño huertecillo está tan perdido como el infierno. ¡Malo! Estás en lo cierto. Y todavía va a ser peor.

Hizo una pausa, movió la cabeza y con lóbrega satisfacción volvió a repetir:

—Sí, todavía a ser peor.

—¿Por qué? —quise saber.

—Se trata de un juicio —replicó—. Y se lo merecen. No hay moralidad ni principios. Fíjate en el joven Ted Norbert…; le echan una multa pequeña por encubrir un parto de diez crías y comérselas todas menos dos antes de que le descubrieran. Eso es suficiente para hacer levantar a su padre de la tumba. Porque si él hubiera hecho una cosa semejante no que lo realizara jamás, ya me entiendes, pero si él lo hubiera hecho, ¿sabes lo que le habría pasado?

Moví la cabeza negando.

—En primer lugar —explicó—, se le habría avergonzado en público un domingo, se le habría impuesto una semana de penitencia y una multa correspondiente al diez por ciento de lo que tuviera. ¡Por eso no ocurría tanto entonces ese tipo de cosas!… ¡Pero ahora!

¿Qué les importa a ellos que les echen esas ridículas multas?

Y golpeó ligeramente con la mano la horquilla clavada en el montón de estiércol. Luego añadió otra vez con disgusto:

—Y pasa lo mismo en todas partes. Negligencia, laxitud y mucha insinceridad. Eso es ahora el pan nuestro de cada día. Pero a Dios no se le puede burlar. Lo que van a conseguir es que nos mande otra vez la tribulación; esta estación es sólo el principio. Me alegra ser viejo porque así es muy probable que no lo llegue a ver. Pero va a venir, recuerda mis palabras.

Volvió a dar otro mamporro al mango de la horquilla y continuó:

—El problema está en que las normas gubernativas las han hecho una serie de mocosos, charlatanes y débiles de espíritu del este. Son un hatajo de políticos pamplineros, igual que los eclesiásticos, que debían estar más enterados; se trata de hombres que no han vivido nunca en sitios inestables, que desconocen lo que eso significa, que con toda seguridad no han visto jamás una mutación en sus vidas, y que están allí sentados cercenando año tras año las leyes de Dios sin saber hacer nada mejor. No es extraño que se nos manden estaciones como la presente en plan de advertencia, pero ¿crees tú que van a saber interpretar la advertencia y a corregirse?

Pues no.

Sintiéndose estimulado por sus propios razonamientos, agregó:

—¿Cómo creen ellos que se salvó y civilizó el sudeste para el pueblo de Dios? ¿Cómo creen ellos que se mantuvo a raya a las mutaciones y se establecieron las normas de pureza? No fue desde luego con la imposición de multitas que cualquier hombre podría pagar semanalmente sin notarlo. Se llevó a cabo honrando la ley y castigando rigurosamente a todo el que la transgredía. En tiempos de mi padre se azotaba a toda la mujer que daba a luz un niño diferente de la verdadera imagen. Si paría tres criaturas que diferían de la verdadera imagen se la quitaba el certificado de normalidad, se la proscribía y se la vendía. Con eso se lograba que cuidaran más de su pureza y de sus rezos. Mi padre reconocía que con este sistema había muchos menos problemas de mutaciones, y cuando se producía alguna se la quemaba, como a las demás aberraciones.

—¡Quemar! —exclamé.

—¿No es esa la forma de limpiarnos de aberraciones? —me preguntó con fiereza.

—Sí —admití—, eso se hace con las cosechas y el ganado.

—Pero la otra especie es la peor —estalló—. Es el diablo que se burla de la verdadera imagen. Claro que habría que quemarlas como se solía hacer antes. ¿Pero qué ha sucedido? Que los sentimentales de Rigo que no tienen que sufrirlas van y dicen:

«Aunque no sean humanas, parecen casi humanas, y por tanto su exterminación tiene visos de asesinato o de ejecución, y eso es motivo de problemas para algunas personas».

Consecuentemente, debido a unas cuantas mentes apocadas que no tenían bastante resolución y fe se promulgaron unas nuevas leyes sobre las aberraciones casi humanas.

No hay que purificarlas, debe dejarse que vivan o mueran de muerte natural. Hay que proscribirlas y llevarlas a los Bordes, y si se trata de niños, abandonarlos simplemente allí a su suerte…; y así creen que son más misericordiosos. Por lo menos el gobierno ha tenido el buen sentido de no permitir que se reproduzcan, y para ello ya toma sus medidas, aunque apostaría a que ya hay un partido contrario también a eso. ¿Y qué es lo que está pasando? Que cada vez hay más moradores en los Bordes, y eso significa que sus invasiones son más frecuentes y poderosas, lo que nos hace a nosotros perder dinero y tiempo en el rechazamiento de sus ataques; es decir, que todo son pérdidas por causa de una consideración sentimental del asunto principal. ¿Qué puede pensarse de una gente que dice «Maldita sea la mutación» y que luego la trata como a una media hermana?

BOOK: Las crisálidas
4.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Alone Against the North by Adam Shoalts
Dirty Nails by Regina Bartley
El secreto del rey cautivo by Antonio Gomez Rufo
UNSEEN by John Michael Hileman
Flowers From Berlin by Noel Hynd
The Mistletoe Effect by Melissa Cutler
Dead Heat by James Patterson
Four Blood Moons by John Hagee