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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (16 page)

BOOK: Las crisálidas
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Y se metió en el bolsillo del vestido el mensaje que no iba dirigido ni a ella ni a sus padres, sino al inspector.

El marido de la vecina la acompañó hasta su casa. Comunicó la noticia a sus padres.

Luego, sola en su habitación, la que había compartido con su hermana antes de que ésta se casara, leyó la carta.

Nos denunciaba a todos, Rachel inclusive, y hasta a Petra. Nos acusaba de haber planeado colectivamente el asesinato de Alan, y decía que uno de nosotros, sin especificar quién, lo había llevado a cabo.

Rachel lo leyó dos veces antes de quemarlo cuidadosamente.

Después de transcurrir un día o dos disminuyó nuestra tensión. El suicidio de Anne era una tragedia, pero nadie veía en él nada misterioso. Se había tratado de una esposa joven, en su primer embarazo, y mentalmente desequilibrada por el choque de haber perdido a su marido en tales circunstancias; aunque era lamentable, no dejaba de ser comprensible.

Sin embargo, la muerte de Alan siguió sin poderse atribuir a nadie, y para nosotros continuó siendo un gran misterio. Las investigaciones habían llevado a varias personas resentidas con él, pero ninguna de ellas tenía motivo suficiente para matarle, aparte de que todas pudieron probar dónde se hallaban en el momento de la muerte de Alan.

El viejo William Tay reconoció que la flecha la había fabricado él, pero por aquel tiempo la mayoría de las flechas del distrito habían salido de sus manos. No era una saeta de competición, ni tampoco se la podía identificar de ninguna manera; se trataba de una flecha de caza corriente, de las que había muchas en cualquier casa. Naturalmente, la gente murmuraba y especulaba. De alguna parte salió el rumor de que Anne era menos cumplidora de lo que se había supuesto y de que en las últimas semanas parecía tener miedo a su marido. Con gran dolor para sus padres, el rumor se desarrolló en el sentido de que la propia Anne había disparado la flecha y luego, por remordimiento o miedo a que la descubrieran, se había suicidado. No obstante, también aquello se fue disipando al no encontrarse bastante motivo para apoyarlo. A las pocas semanas la especulación siguió otras direcciones. El caso se archivó como irresuelto; hasta podía haber sido un accidente ignorado además por el culpable…

Nosotros habíamos tenido los oídos bien abiertos por si acaso existía alguna sospecha o conjetura que condujera la atención hacia nosotros, pero no había nada en absoluto, y al comprobar la disminución del interés por el caso pudimos descansar un poco.

Con todo, aunque sentíamos menos ansiedad de la que habíamos experimentado a lo largo de casi un año, permanecía en nuestro interior un efecto subyacente, una sensación de advertencia, con un agudo conocimiento de que nosotros éramos algo aparte y de que la seguridad de cada uno estaba en las manos de los demás.

Si bien lo lamentábamos por Anne, el sentimiento de que en realidad la habíamos perdido hacía tiempo atenuaba nuestra tristeza, y fue sólo Michael quien no compartió el aligeramiento de la ansiedad. Nos dijo:

—Uno de nosotros no ha sido lo suficientemente fuerte…

Aquel año, las inspecciones de primavera fueron favorables. En todo el distrito, y durante la operación de primera limpieza, no se habían encontrado más que dos campos para purificar; ninguno de ellos pertenecía a mi padre o a mi medio tío Angus. Por otro lado, como los dos años anteriores habían sido tan malos, los ganaderos que durante el primer período habían dudado en sacrificar el ganado con propensión a producir crías aberrantes, lo había matado en el segundo y, consecuentemente, el porcentaje de normalidad era entre los animales también muy alto. Además, la tendencia era a mantenerse. En aquellas circunstancias, pues, la gente sintió nuevos ánimos, se hizo más amigable y estaba contenta. Hacia finales de mayo había muchos indicios de que las cifras de aberraciones iban a establecer aquel año una marca de poquedad. Hasta el viejo Jacob tuvo que admitir que el disgusto divino estaba entonces en reposo. No obstante, comentó con algo de desaprobación:

—El Señor es misericordioso. Les está dando la última oportunidad. Esperemos que corrijan sus caminos, porque si no será un mal año para todos el próximo. Con todo, aún queda mucho de este año para cantar victoria.

Sin embargo, no se produjo ningún signo de malogramiento. Las verduras últimas mostraron un grado de ortodoxia casi tan elevado como el de los sembrados. El tiempo asimismo pareció querer contribuir al desarrollo de una buena siega, y por consiguiente el inspector tuvo que pasar tantas horas sentado en su despacho sin hacer nada, que llegó a ser casi corriente tal circunstancia.

Para nosotros, y también para los demás, el verano parecía presentarse apacible aunque trabajoso, y posiblemente así hubiera transcurrido de no mediar Petra.

Porque un día de principios de junio, inspirada por lo visto por un afán de aventura, hizo dos cosas que ella sabía que estaban prohibidas. En primer lugar, a pesar de encontrarse sola, salió con su jaca fuera de los límites de nuestra hacienda; y en segundo término, no contenta con salir a campo abierto, se fue a explorar los bosques.

Como ya he mencionado, los bosques de los alrededores de Waknuk son considerados como medianamente seguros, pero no hay que fiarse mucho. A menos que estén desesperados, los gatos salvajes no suelen atacar a los humanos; prefieren huir. No obstante, es de insensatos ir a aquellos parajes sin llevar alguna clase de arma, ya que existe la posibilidad de que animales mayores desciendan por los desfiladeros que salen de los Bordes, crucen casi sin obstáculos la Tierra Agreste por algunos sitios y se deslicen luego de una comarca boscosa a otra.

La llamada de Petra me llegó tan repentina e inesperadamente como la vez anterior.

Aunque no tenía la urgencia violenta y de pánico de la primera ocasión, era intensa; el grado de ansiedad y angustia era tal, que molestaba muchísimo al receptor. Además, la niña no ejercía ningún tipo de control. Se limitaba a radiar una emoción que borraba como una enorme y amorfa mancha todo lo demás.

A pesar de que intenté establecer contacto con los otros para decirles que yo atendería la llamada, no pude comunicarme siquiera con Rosalind. Me cuesta trabajo describir una sensación como aquella: se asemeja al estado en el que uno es incapaz de hacerse oír por hallarse en medio de un altísimo ruido, pero también se parece a la situación en la que uno trata de ver en la niebla. Para empeorar las cosas no se recibe ninguna imagen o indicio de la causa; aunque el intento de explicar un sentido con términos de otros puede dar lugar a equívocos, podría decirse que aquello era como un mudo alarido de protesta.

Sólo una emoción refleja, sin pensamiento ni control. Yo hasta dudaba de que ella supiera lo que estaba haciendo. Era instintivo… Todo lo que yo podía afirmar era que se trataba de una señal de angustia procedente de un sitio lejano…

Desde la fragua en donde estaba trabajando, corrí a coger la escopeta que colgaba siempre de la puerta de la casa y que se encontraba ya cargada y dispuesta para usarla en cualquier emergencia. En un par de minutos ensillé un caballo y salí al galope con él.

Una de las cosas tan definidas como la cualidad de la llamada era su dirección. En cuanto estuve en las afueras, clavé los talones a mi montura y me dirigí a todo correr hacia los bosques del oeste.

Si Petra hubiera hecho una pausa en la transmisión de aquella abrumadora angustia durante sólo unos minutos, es decir, el tiempo suficiente para que los demás estableciéramos contacto mutuo, las consecuencias habrían sido muy distintas… y quizás no habría habido ninguna consecuencia. Pero ella no se detuvo, y al hacer aquella llamada las veces de una pantalla no existía más posibilidad que la de acudir a su origen cuanto antes.

La carrera no fue del todo limpia, ya que al llegar a un punto cayó el caballo y perdí algún tiempo para levantarlo. Una vez en los bosques la tierra se endurecía porque, a fin de contar con un buen camino, éste se mantenía despejado y se le utilizaba medianamente. Continué al galope hasta que me di cuenta de que me había pasado.

Como la maleza era muy espesa y no me permitía cortar en línea recta, tuve que volver por donde había venido y buscar otra senda que me llevara en la dirección adecuada. La orientación de ésta no ofrecía dificultades, tampoco dejó Petra de señalarla ni un momento. Por fin descubrí una vereda, pero tan estrecha, tortuosa y plagada de ramas colgantes de los árboles laterales, que tuve la necesidad de ir con la cabeza agachada mientras el caballo hacía lo que podía para seguir su marcha; no obstante, su curso general era exacto. Al final se aclaró el terreno y pude elegir el camino a tomar. Alrededor de medio kilómetro más allá obligué al caballo a atravesar más maleza hasta que llegué a un espacio abierto.

Al principio ni siquiera vi a Petra. Lo que captó mi atención fue su jaca. Estaba tendida en la parte más alejada del claro con el pescuezo desgarrado. Empleada en ella, devorando carne de su grupa con tanta afición que ni me oyó acercarme, estaba una de las criaturas más aberrantes que había visto nunca.

El animal era de color parduzco claro, salpicado de manchas amarillas y marrón más oscuro. Sus enormes pies, parecidos a almohadillas y cubiertos de mechones de pelo, mostraban largas y curvadas garras, y las manos delanteras estaban ahora entintadas de sangre. El pelo que también le colgaba del rabo daba a éste un aspecto de aparatoso plumaje. La cabeza era redonda, con ojos como cristales amarillos. Las orejas eran anchas y caídas; la nariz, casi respingona. De su mandíbula superior bajaban dos grandes colmillos que en aquel momento utilizaba, junto con las garras, para romper la carne de la jaca.

Empecé a descolgar de mi hombro la escopeta. El movimiento captó su atención.

Volvió la cabeza y la agachó sin dejar de mirarme fijamente; la sangre le brillaba en la parte más baja del hocico. Levantó el rabo y lo meneó despacio de lado a lado. Yo tenía ya la escopeta en las manos, y estaba llevándomela a la cara cuando una flecha atravesó el cuello del animal. Este pegó un brinco, dio una vuelta en el aire y cayó sobre las cuatro patas mirándome todavía con sus relucientes ojos amarillos. A mi caballo le entró miedo y levantó las manos, mientras a mí se me disparaba el arma al aire; pero antes de que la bestia pudiera saltar volvió a recibir dos flechas en su cuerpo, una en los cuartos traseros y otra en la cabeza. Aún se mantuvo tieso un instante; luego cayó sobre un costado.

Rosalind, con el arco en las manos, se presentó por mi derecha. Michael, que llevaba puesta una nueva saeta en la cuerda de su arma, apareció por la izquierda, y sin apartar sus ojos del animal se acercó a él para asegurarse de que estaba muerto. A pesar de encontrarnos tan próximos, estábamos también muy cerca de Petra, quien seguía confundiéndonos con su insistencia.

—¿Dónde está? —preguntó Rosalind con palabras.

Después de echar una ojeada a nuestro alrededor, descubrimos a mi hermana encaramada a un árbol joven, a unos tres metros y medio de altura. Estaba sentada en una horqueta y abrazada al tronco con las dos manos. Rosalind se puso debajo del árbol y la dijo que ya podía bajar sin temor. Petra continuó sin soltarse y parecía ser incapaz de descender o de moverse. Desmonté, pues, trepé al árbol y la ayudé a bajar hasta que Rosalind pudo agarrarla. Rosalind la puso a horcajadas sobre su caballo, delante de ella, y trató de calmarla, pero Petra no apartaba su vista de su jaca muerta. Aunque parecía casi imposible, su angustia empezó a aumentar.

—Debemos detenerla —manifesté a Rosalind—. Si sigue así traerá a los demás aquí.

Michael se aproximó a nosotros y aseguró a mi hermana que el animal estaba realmente muerto. Preocupado, con los ojos fijos en Petra, indicó:

—No sabe lo que está haciendo. En estos momentos no es inteligente; comunica una especie de aullido interior provocado por el terror. Sería mejor para ella que gritara de verdad con la garganta. Empecemos por apartarla de aquí, a fin de que no pueda ver la jaca.

Nos trasladamos a un pequeño espacio rodeado de arbustos. Michael, con voz sosegada, trató de animarla. La niña, sin embargo, no parecía entender nada, y tampoco había signos de disminución en su comunicación de angustia.

—¿Por qué no intentamos todos transmitirla simultáneamente el mismo pensamiento? —sugerí—. Una imagen de tranquilidad, simpatía, relajamiento. ¿Preparados?

Lo intentamos durante quince segundos completos.

Aunque notamos un momentáneo paro en la angustia de Petra, ésta volvió a oprimirnos en seguida.

—No sirve —observó Rosalind, y abandonó.

Los tres consideramos que el caso era irremediable. No obstante, se produjo un cambio pequeño; el carácter incisivo de la alarma había cedido, pero la confusión y la angustia seguían siendo irresistibles. Comenzó a llorar. Rosalind la rodeó con uno de sus brazos y la atrajo hacia sí.

—Dejadla —mandó Michael—. Eso hará disminuir su tensión.

Mientras aguardábamos que se desahogara, sucedió lo que yo me había temido. De pronto apareció Rachel sobre un caballo, y un momento después llegó también cabalgando un muchacho. Aunque nunca le había visto antes, supuse que sería Mark.

Hasta entonces no nos habíamos reunido tantos como grupo, ya que considerábamos que eso nos haría correr riesgos. Era muy probable que las otras dos chicas estuvieran asimismo en camino, con lo que se completaría un agrupamiento que anteriormente habíamos deseado siempre evitar.

De modo rápido explicamos con palabras lo que había sucedido. A los recién llegados y a Michael les urgimos a que se fueran y se dispersaran cuanto antes para que nadie les viera juntos. Rosalind y yo nos quedaríamos con Petra y haríamos lo posible por calmarla.

Los tres aceptaron la sugerencia sin rechistar. Poco más tarde se fueron, cabalgando en distintas direcciones.

Por nuestro lado, nosotros intentamos consolar y serenar a Petra, aunque con poco éxito.

Unos diez minutos después las dos chicas, Sally y Katherine, llegaron abriéndose paso entre los arbustos. Ambas venían también a caballo y con los arcos tensos. A pesar de que habíamos confiado en que alguno de los otros se tropezara con ellas y las hubiera hecho regresar, evidentemente habían venido por caminos distintos.

Se acercaron mirando con incredulidad a Petra. Volvimos a explicar de nuevo el caso con palabras y las apremiamos para que se marcharan. Se disponían ya a dar la vuelta a sus monturas cuando un hombre grandón montado en una yegua baya se presentó de repente allí.

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