Read Las crisálidas Online

Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (19 page)

BOOK: Las crisálidas
13.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Todavía estaba haciendo una lista mental del equipo conveniente, cuando me quedé dormido…

No habrían transcurrido más de tres horas o así, cuando me despertó el ruido que hacia el picaporte de mi puerta al ceder. Aunque no había luna, la luz de las estrellas bastaban para revelar a una pequeña figura en camisón blanco que estaba en la entrada.

Pero no era necesario decirme nada. Rosalind ya se había hecho notar con urgencia.

—David —siguió comunicándome—, tenemos que huir en seguida… tan pronto como puedas. Han atrapado a Sally y Katherine…

—Vosotros dos, daos prisa —intervino Michael— aprovechad el tiempo. Si saben lo suficiente de nosotros, habrán enviado ya una partida para que también os capturen antes de que recibáis ningún aviso. Hará unos diez minutos que cogieron a Sally y Katherine casi simultáneamente. Así que poneos en marcha, ¡rápido!

—Nos veremos debajo del molino —me dijo Rosalind—. ¡Date prisa!

A Petra le ordené con palabras:

—Vístete en seguida. Ponte pantalones. Y no hagas ruido.

Probablemente, no había entendido en detalle los conceptos pensados que nos habíamos transmitido los demás, pero sí que habría captado la urgencia. Se limitó a asentir con la cabeza y a deslizarse por el oscuro pasillo.

Cogí mis ropas e hice un rollo con las mantas de la cama. Anduve a tientas por la habitación hasta que encontré el arco, las flechas y la talega de la comida. Luego me dirigí a la puerta.

Petra estaba ya casi vestida. Saqué algunas ropas de su armario y las arrollé junto con las mantas.

—No te pongas aún los zapatos —musité—. Llévalos en las manos y anda de puntillas, como los gatos.

Una vez en el patio, dejé en el suelo el rollo de ropa y la talega mientras nos calzábamos. Petra empezó a hablar, pero yo me llevé el dedo a los labios y la transmití el concepto pensado de «Sheba», la yegua negra. Asintió con la cabeza y ambos, de puntillas, atravesamos el patio camino de las caballerizas. Acababa de abrir la puerta del establo cuando capté un sonido distante y me detuve para escuchar.

—Caballos —murmuró Petra.

En efecto, eran caballos. Varios conjuntos de cascos y, débilmente, el retintín de los aparejos.

—David —me murmuró—. Soy Rosalind…

Silenciosamente salimos del patio por el extremo más apartado y comenzamos a buscar la silla y a «Sheba». La sacamos por la brida de el ronzal y la montamos rápidamente. Como lo que yo llevaba no dejaba sitio a Petra delante de mí, ella se puso detrás y se agarró a mi cintura.

No había tiempo para descender hacia la orilla del río mientras que cada vez oíamos acercarse más a la casa el sonido de los cascos en movimiento.

—¿Has salido ya? —pregunté a Rosalind, al tiempo que la hacía saber lo que nos había pasado.

—Hace diez minutos que os espero —me replicó con tono de censura—. Yo ya lo tenía todo dispuesto. Todos nosotros hemos estado intentando establecer contacto con vosotros. Menos mal que Petra estaba despierta.

Petra captó el pensamiento e intervino excitadamente para que le dijeran lo que estaba ocurriendo. Fue como una lluvia de chispazos.

—Con suavidad, guapa, con suavidad —protestó Rosalind—. Pronto te lo contaremos todo.

Hizo una pausa para recuperarse antes de añadir:

—¿Sally?… ¿Katherine?…

Las dos respondieron a la vez.

—Nos llevan al inspector. Somos inocentes y estamos asombradas… ¿Es eso lo mejor?

Michael y Rosalind convinieron que sí.

—Creemos —continuó Sally— que es preferible cerrar nuestras mentes a vosotros. El desconocimiento real de lo que está sucediendo hará más fácil nuestra actuación como personas normales. Por tanto, no intentéis poneros en contacto con nosotras, ninguno.

—Muy bien —asintió Rosalind—, pero nosotros sí que estaremos abiertos a vuestras posibles comunicaciones.

Inmediatamente pasó a dedicarme sus pensamientos para decirme:

—Vamos, David. Ya hay luces encendidas arriba en la granja.

—De acuerdo —contesté—, ya vamos. De todos modos, les va a costar descubrir en la oscuridad el camino que hemos tomado.

—Por el calor del establo —indicó— sabrán que no habéis podido alejaros mucho todavía.

Miré hacia atrás. Arriba, en la casa, divisé una luz en una ventana y un farol que oscilaba en la mano de alguien. La voz de un hombre llamando llegó hasta nosotros lánguidamente. Nos encontrábamos ahora en la orilla del río y podía exigir a «Sheba» el trote. Mantuvimos esa marcha a lo largo de un kilómetro más o menos hasta llegar al vado, y luego volvimos a cogerla durante unos cuatrocientos metros, cuando ya estábamos cerca del molino. Al aproximarnos a éste se me antojó que sería prudente llevar al animal al paso, no fuera que alguien se hallara despierto. Detrás de la valla oímos a un perro encadenado, pero el can no ladró. En seguida capté la sensación de alivio de Rosalind que procedía de un poco más allá.

Trotamos de nuevo, y unos segundos más tarde noté un movimiento debajo de los árboles del camino. Dirigí hacia allí la yegua y me encontré a Rosalind esperándonos…, y no sólo a ella, sino a los dos caballos gigantes de su padre también. Las enormes criaturas se elevaban por encima de nosotros, y de cada uno de sus flancos colgaba un gran cuévano. Rosalind, montada en uno de ellos, llevaba consigo el arco y las flechas.

Cuando me aproximé a ella, atisbó desde el serón para ver lo que traía.

—Dame las mantas —me pidió agachándose—. ¿Qué hay en el saco?

Se lo dije.

—¿Así que eso es todo lo que traes? —observó con tono reprobante.

—Hubo que correr —la expliqué.

Colocó las mantas como colchón entre los cuévanos. Alcé a Petra en brazos hasta que llegó a las manos de Rosalind. Después de darle ambos un empujón, la niña pudo trepar y encaramarse encima de las mantas.

—Será mejor que viajemos juntos —indicó Rosalind—. Te he dejado sitio en el otro cuévano. Desde él podrás disparar incluso con la mano izquierda.

Luego me echó una especie de escala de cuerda en miniatura que dejó colgando del costado izquierdo del caballo gigante.

Me deslicé del lomo de Sheba, la di la vuelta con el fin de que se dirigiera hacia casa, y la pegué un azote en la grupa para que se marchara; inmediatamente subí por la escalera hasta el serón. En cuanto saqué el pie del último peldaño, Rosalind recogió el aparejo y lo arrolló para guardarlo. Movió las riendas, y antes de encontrarme yo acomodado en el serón estábamos en camino llevando detrás al segundo caballo.

Después de ir al trote durante un buen rato, dejamos la senda para coger un arroyo.

Cuando alcanzamos el punto de unión con otra corriente más pequeña, seguimos esta corriente arriba. Al poco tiempo la dejamos también y cruzamos un terreno pantanoso hasta llegar a otro arroyo. Anduvimos por su lecho a lo largo de un kilómetro o más, y luego torcimos hacia otra extensión de suelo desigual y cenagoso que se iba afirmando poco a poco y terminaba por convertirse en piedras donde sonaban los cascos de los animales. Al tomar éstos un camino sinuoso entre rocas, aflojamos la marcha. Comprendí entonces que Rosalind había planeado con cuidado la ocultación de nuestras huellas. Por lo visto proyecté sin saberlo el pensamiento, porque en tono de mal genio me dijo:

—Es una lástima que no pensaras un poquito más y durmieras un poquito menos.

—Dispuse sólo algunas cosas —protesté— porque no parecía ser tan apremiante la situación. Hoy pensaba prepararlo todo.

—Y por eso cuando yo traté de consultarte sobre ello estabas ya durmiendo como un tronco. Mi madre y yo nos pasamos dos horas enteras metiendo paquetes en estos cuévanos y poniendo las sillas a mano por si se presentaba una situación de emergencia, en tanto que tú no te ocupabas más que de dormir y dormir.

—¿Tu madre? —pregunté desconcertado—. ¿Es que lo sabe?

—Sabe algo desde hace tiempo, y supongo que otras cosas las habrá adivinado. Ignoro lo que conoce, porque nunca me habló del asunto. Creo que pensaba que mientras no tuviera que admitirlo con palabras, podríamos ir tirando. Cuando la dije esta noche que consideraba como muy probable la necesidad de marcharme, se echó a llorar…, pero en realidad no se sorprendió; ni siquiera trató de discutir mi decisión o de disuadirme. Tengo la impresión de que, en su mente, había llegado al convencimiento de que un día sería preciso ayudarme, y al producirse ese momento, lo ha hecho.

Reflexioné sobre aquella actitud. A mí me resultaba imposible imaginar a mi madre haciendo algo parecido por Petra. No obstante, recordé que había llorado cuando echaron a tía Harriet. Y que tía Harriet había estado muy dispuesta a quebrantar las leyes de la pureza. Lo mismo podía decirse de la madre de Sophie. Uno no tenía más remedio que preguntarse sobre el número de madres que habrían cerrado los ojos a todo aquello que realmente no infringiera la definición de la verdadera imagen, o que, aun infringiéndola, mientras existiera la posibilidad de continuar engañando al inspector… Me pregunté asimismo si mi madre, en secreto, estaría contenta o apesadumbrada por haberme llevado a Petra…

Proseguimos por la incierta ruta que Rosalind había escogido para no dejar rastro. Nos encontramos con más sitios pedregosos y más corrientes de agua hasta que finalmente dirigimos a los caballos por una loma arriba para meternos en el bosque. No pasó mucho tiempo sin que descubriéramos un camino que seguía la dirección sudoeste. Como tampoco allí queríamos correr el riesgo de dejar las huellas de los grandes caballos, mantuvimos una marcha paralela con la senda hasta que el cielo empezó a tornarse gris.

Luego penetramos todavía más en el bosque hasta que llegamos a un claro en donde había hierba para los animales. Después de trabarlos los dejamos pacer.

Al acabar de hacer una comida a base de pan y queso, Rosalind me indicó:

—Puesto que tú has dormido tan bien antes, haz la primera guardia.

Ella y Petra se arrebujaron cómodamente en las mantas y se durmieron en seguida.

Por mi parte me senté con el arco sobre mis rodillas y media docena de flechas en el suelo, pero al alcance de la mano. No se oía nada sino el canto de los pájaros, ruidos ocasionados por algún pequeño animal que otro, y el constante mascar de los caballos. El sol empezaba a mostrarse por entre las ramas más delgadas y principiaba a sentirse más calor. De vez en cuando me levantaba para darme una vuelta silenciosamente por los límites del claro, llevando siempre colocada una flecha en la cuerda. No descubrí nada, pero de esa forma pude mantenerme despierto. Al cabo de un par de horas Michael estableció contacto:

—¿Dónde estáis ahora?

Se lo expliqué lo mejor que supe.

—¿Y hacia dónde vais? —insistió.

—En dirección sudoeste —repliqué—. Habíamos pensado marchar de noche y dormir por el día.

Aunque aprobó la idea, me advirtió:

—Lo malo de esta situación es que con el terror que les ha ocasionado la presencia de espías procedentes de los Bordes tendrán un montón de patrullas por los alrededores. No sé si Rosalind ha sido sensata llevándose esos grandes caballos… como los vean, o descubran siquiera una huella de uno de sus cascos, la alarma se propagará como un fuego incontenible.

—Los caballos corrientes pueden alcanzar su misma velocidad si se esfuerzan más —reconocí—, pero desde luego no tienen igual resistencia.

—Es posible que os haga falta eso. Francamente, David, vais a precisar también todo vuestro ingenio. Quieren castigaros ejemplarmente. Por lo visto han descubierto sobre vosotros mucho más de lo que creíamos, aunque todavía no han pensado en Mark, Rachel o en mí. Pero están realmente preocupados. Van a enviar cuadrillas de civiles armados en vuestra busca. Yo me voy a ofrecer voluntario para una de ellas en seguida.

Así podré colocar en alguna parte un aviso en el que diga que habéis sido vistos hacia el sudeste. Y cuando comprueben que ha sido un error, entonces Mark hará lo mismo para dirigirles hacia el noroeste.

Hizo una breve pausa antes de continuar:

—Si os descubre alguien, impedidle como sea que escape con la noticia. Pero no disparéis. Han dado la orden de que no se utilicen las armas si no es necesario, y por consiguiente investigarán todos los tiros que se produzcan.

—Está bien —convine—, pero no tenemos ningún arma de fuego.

—Mejor. Así no tendrás la tentación de usarla… pero ellos desconocen esa circunstancia.

Deliberadamente había decidido no tomar ningún arma de fuego, en parte por el ruido, pero sobre todo porque se cargaban con lentitud, eran muy pesadas, y si no se contaba con bastante pólvora, inútiles. Las flechas no tenían el mismo alcance, pero eran silenciosas, aparte de que uno podía disparar una docena o más de ellas en el tiempo que tardaba un hombre en volver a cargar una escopeta.

Mark intervino en aquel instante:

—Ya os he oído. Dispondré de un rumor en dirección noroeste para cuando sea preciso.

—De acuerdo, pero no lo sueltes hasta que yo te diga. Supongo que Rosalind está ahora durmiendo, ¿no? Cuando despierte, comunícala que se ponga en contacto conmigo, ¿vale?

Le contesté que sí, y cada cual cesó de transmitir por un rato. Yo continué haciendo mi guardia a lo largo de otras dos horas, y luego desperté a Rosalind para que hiciera la suya. Petra ni se movió. Me acosté a su lado, y al cabo de un par de minutos me quedé dormido.

Quizás mi sueño fuese ligero, o a lo mejor una coincidencia, pero lo cierto es que me desperté en el preciso momento en que Rosalind proyectaba un pensamiento angustioso.

—Lo he matado, Michael —decía—. Está completamente muerto…

Después transmitió un concepto pensado de pánico y caos.

—No te asustes, Rosalind —respondía Michael—. Has tenido que hacerlo. Esto es la guerra entre nuestra especie y la de ellos. Nosotros no la empezamos… y tenemos el mismo derecho que ellos a la existencia. No debes espantarte, Rosalind, querida: te has visto obligada a hacerlo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, sentándome.

O me ignoraron, o estaban demasiado ocupados para notar mi presencia.

Miré a mí alrededor. Petra, dormida todavía, seguía junto a mí; los grandes caballos, imperturbables, seguían comiendo hierba. Michael intervino de nuevo:

—Escóndele, Rosalind. Intenta descubrir un hueco y tápalo con hojas.

Se produjo una pausa. Luego Rosalind, vencido el pánico, aunque con profunda angustia, estuvo de acuerdo.

BOOK: Las crisálidas
13.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Murphy's Law by Rhys Bowen
Forgotten Boxes by Becki Willis
Silent Surrender by Abigail Barnette
Ritual Murder by S. T. Haymon
The Seventh Candidate by Howard Waldman
Lesbian Gigolo by Daphne DeChenne
Hide and Seek by Brown, P.S.