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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (17 page)

BOOK: Las crisálidas
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Tiró de las riendas al animal y se quedó quieto observándonos.

—¿Qué ha pasado aquí? —nos interrogó, con tono de sospecha.

Para mí era forastero, y no me preocupaba en absoluto su aspecto. Le pregunté lo que habitualmente se preguntaba a los extraños. Extrajo con impaciencia su cédula de identidad, que llevaba estampado el sello del año en curso. Quedó demostrado que ninguno de nosotros estaba proscrito.

—¿Qué ha pasado aquí? —repitió.

Tuve la tentación de decirle que se metiera en sus condenados asuntos, pero también pensé que en las circunstancias presentes sería de más tacto mostrarme conciliador. Le expliqué que la jaca de mi hermana había sido atacada y que habíamos contestado a sus peticiones de auxilio. Por lo visto no estaba dispuesto a aceptar aquella exposición por las buenas. Me miró con dureza y se volvió hacia Sally y Katherine.

—Es posible —comentó—. ¿Pero qué es lo que os ha traído a vosotras aquí con tanta prisa?

—Vinimos, naturalmente, cuando oímos gritar a la niña —respondió Sally.

—Yo me encontraba justo detrás de vosotras y no oí nada.

Sally y Katherine se miraron mutuamente. Fue Sally la que replicó cortante, mientras se encogía de hombros:

—Nosotras, sin embargo, sí.

Me pareció llegado el momento de intervenir.

—Hubiera creído que todo el que se hallara dentro de un radio de varios kilómetros la habría oído. Hasta la jaca, pobre bruta, pegó fuertes relinchos.

Rodeamos el grupo de arbustos y le conduje hasta el claro, en donde le enseñé la jaca brutalmente atacada y a la criatura muerta. Se mostró sorprendido, como si no hubiera esperado tal evidencia, pero eso no significaba que se quedara conforme. Pidió ver las cédulas de Rosalind y Petra.

—¿A qué viene todo esto? —pregunté a mi vez.

—¿No te has enterado de que el pueblo de los Bordes ha puesto espías por aquí?

—No —respondí—. De cualquier forma, ¿es que parecemos nosotros gente de los Bordes?

—Bueno, pues lo ha hecho —observó, ignorando la cuestión—. Las instrucciones son que nos mantengamos alerta. Vamos a tener jaleo, y cuanto más despejados estén los bosques menos posibilidades hay de tropezarse con algo desagradable.

Por lo visto seguía sin estar satisfecho, porque primero volvió a mirar a la jaca, luego a Sally y después comentó:

—Yo diría que hace aproximadamente media hora que esa jaca no puede lanzar ya ningún relincho. ¿Cómo habéis podido vosotras llegar hasta aquí?

Los ojos de Sally se abrieron un poco más antes de contestar con simpleza:

—Bueno, los relinchos procedían de esta dirección, y cuando nos aproximamos oímos los gritos de la niña.

—Y es de agradecer ese interés vuestro —intervine yo—. De no ser porque nosotros nos encontrábamos un poco más cerca, vosotras hubierais sin duda salvado su vida. Ya ha pasado todo y afortunadamente no tiene ningún daño. Pero ha sufrido un gran susto y será mejor que la lleve a casa. Gracias por vuestra intención de socorrerla.

Notaron la indirecta. Nos dieron la enhorabuena por la suerte de Petra, nos expresaron su deseo de que la niña superara pronto el choque y se marcharon sobre sus monturas.

Por su parte, el hombre parecía querer dar la lata. Aún se mostraba insatisfecho y un poco desorientado. Sin embargo, no contaba con nada en lo que basarse. Al final nos dedicó a los tres una larga e inquisitiva mirada, pareció dispuesto a manifestar algo más, pero luego cambió de opinión. Por último, nos repitió la advertencia de que nos mantuviéramos alejados de los bosques y se marchó sobre su yegua por el mismo camino que habían seguido las dos muchachas. Le vimos desaparecer por entre los árboles.

—¿Quién es? —me preguntó Rosalind intranquila.

Lo único que pude decirla es que el nombre que había en su cédula era el de Jerome Skinner. Para mí era forastero, y nuestros nombres tampoco parecían haber significado mucho para él. A no ser por la barrera que todavía representaba la actividad mental de Petra, hubiera preguntado a Sally. La falta de comunicación con los demás por aquel motivo me producía una sensación extraña y de ahogo, y me hacía maravillarme de la fuerza de voluntad que había mostrado Anne durante todos aquellos meses que se había tirado sin establecer contacto con nosotros.

Rosalind, todavía con el brazo derecho rodeando a Petra, abrió la marcha hacia casa.

Yo las seguí después de recoger la silla y la brida de la jaca muerta, y de sacarle las flechas al animal que la había matado.

En cuanto llegamos al hogar metieron a Petra en la cama. Durante las últimas horas de la tarde y primeras de la noche apreciamos oscilaciones en el trastorno que nos estaba causando; no obstante, continuó atormentándonos hasta cerca de las nueve de la noche, cuando por fin comenzó a disminuir de verdad y desapareció.

—Gracias a Dios —manifestó uno de los otros—. Ya era hora de que se durmiera.

—¿Quién es ese Skinner? —preguntamos Rosalind y yo, ansiosa y simultáneamente.

—Es nuevo aquí —contestó Sally—. Mi padre le conoce. Posee una granja en el límite de los bosques próximos a donde estabais vosotros. Tuvimos la mala suerte de que nos viera, y naturalmente le extrañó que fuésemos al galope por entre los árboles.

—Parecía muy receloso —observó Rosalind—. ¿Por qué? ¿Es que sabe algo acerca de conceptos pensados? Yo pensaba que nadie lo sabía.

—Por lo menos no puede formarlos ni recibirlos —indicó Sally—. Yo he intentado establecer contacto con él y ha sido imposible.

Notamos la peculiar comunicación de Michael, quien quería saber de qué tratábamos.

Se lo explicamos y comentó:

—Algunos tienen idea de que algo parecido puede ser posible, pero sus nociones son sólo aproximadas y creen que consiste en una especie de transferencia emocional de impresiones mentales. Lo llaman telepatía… o al menos ese es el nombre que le dan quienes creen en ello. Porque la mayoría de la gente tiene muchas dudas en cuanto a que exista nada semejante.

—¿Piensan que es aberrante? —pregunté a mi vez—; quiero decir aquellos que creen en su existencia.

—Es difícil de asegurar. Que yo sepa, nunca se han planteado directamente la cuestión.

Pero como académicamente existe el argumento de que Dios es capaz de leer las mentes de los hombres, se aduce que la verdadera imagen debiera ser capaz de leerlas también.

Podría argüirse que se trata de un poder perdido temporalmente por los humanos como castigo…, pero delante de un tribunal yo no me arriesgaría a utilizar ese razonamiento.

—Ese Skinner tiene pinta de sabueso —intervino Rosalind—. ¿Conocéis a algún otro curioso?

Todos contestaron que no.

—De acuerdo —replicó ella—. Pero llevemos cuidado para que esto no vuelva a suceder otra vez. David tendrá que explicárselo a Petra con palabras e intentará que aprenda algún tipo de auto— control. Si la niña vuelve a producir esta angustia, ignorarla todos, o si no, no respondáis a ella. Dejadlo para David y para mí. Si es tan apremiante como la primera vez, quien llegue antes a Petra que trate de dejarla inconsciente de alguna manera, y en el momento que desaparezca la urgencia que se evapore. Tenemos que asegurarnos de no agruparnos de nuevo. Sería lo más fácil que no volviéramos a tener tanta suerte como hoy. ¿Lo entendéis y estáis de acuerdo todos?

Sus asentimientos llegaron ordenadamente; después nos dejaron solos a Rosalind y a mí para que discutiéramos el sistema mejor de guiar a Petra.

Me desperté por la mañana temprano, y lo primero que noté fue de nuevo la angustia de mi hermana. Sin embargo, su peculiaridad era ahora distinta; la alarma se había esfumado por completo, pero se dejaba sentir un lamento por la jaca muerta. Por otro lado, tampoco se apreciaba la intensidad del día anterior. Intenté ponerme en contacto con ella, y aunque no lo comprendió, durante unos segundos hubo una detención perceptible y un indicio de desconcierto. Me tiré de la cama y me dirigí hacia su habitación; se alegró de tener compañía; y a medida que conversamos se fue desvaneciendo el concepto angustioso. Antes de marcharme la prometí que aquella tarde iríamos a pescar juntos.

No es nada fácil explicar con palabras el modo en que pueden hacerse inteligibles los conceptos pensados. Cada uno de nosotros había tenido que descubrirlo por sí mismo; a lo primero con mucha torpeza, pero después de establecer contacto mutuo y de aprender mediante la práctica, con más habilidad. En el caso de Petra, sin embargo, era distinto. A los seis años y medio ya había contado con un poder de proyección diferente al nuestro y además irresistible; no obstante, adolecía de incomprensión y, por lo mismo, no ejercía sobre él ningún control. Aunque hice cuanto pude para explicárselo, y a pesar de que su edad actual era de casi ocho años, la necesidad de fraseárselo con sencillez presentaba sus dificultades. Después de pasar una hora tratando de aclarárselo mientras a la orilla del río vigilábamos las cañas de pescar, todavía no había podido conseguir que entendiera gran cosa, aparte de que su creciente aburrimiento la impedía concentrarse en lo que la estaba diciendo. En consecuencia, se imponía otra clase de planteamiento.

—Vamos a jugar —le sugerí—. Tú cierra los ojos. Pero ciérralos bien y finge que estás mirando a un pozo muy, muy hondo. No ves nada sino oscuridad. ¿Vale?

—Sí —replicó, al tiempo que apretaba fuertemente los párpados.

—Bien. Ahora no pienses en otra cosa sino en lo oscuro que está y en lo lejísimos que se ve el fondo. Piensa sólo en eso, pero contempla la oscuridad. ¿Lo entiendes?

—Sí —contestó de nuevo.

—Ahora estate alerta —indiqué.

Pensé en un conejo al que hice mover el hocico. Petra sonrió satisfecha. Bueno, era una señal estimulante, porque al menos demostraba que podía recibirme. Me olvidé del conejo y pensé en un perrillo, luego en unas cuantas gallinas y, por último, en un caballo y un carruaje. Después de transcurridos un minuto o dos, abrió los ojos desconcertada.

—¿Dónde están? —preguntó mirando a su alrededor.

—No están en ningún sitio —respondí—. Son solamente cosas pensadas. Ese es el juego. Ahora cerraré y o también los ojos. Los dos vamos a contemplar la profundidad del pozo y a no pensar en nada excepto en lo oscuro que está. Es el momento de que tú pienses en una imagen en el fondo del pozo para que yo pueda verla.

Desempeñé mi parte conscientemente y abrí al máximo mi mente. Fue un error. Recibí un relámpago, un deslumbramiento y una impresión general de que me había herido un rayo. Sin tener idea de qué imagen había pensado, quedé mentalmente aturdido.

Intervinieron los otros, protestando enfadados. Les expliqué lo que sucedía.

—No está inquieta —les dije—. Está perfectamente tranquila. Pero por lo visto esa es la forma en que ella se manifiesta.

—Es posible —replicó Michael—, pero resulta insoportable. Tiene que apaciguarse.

—Yo me he escaldado una mano con el puchero —se lamentó Katherine.

—Ya lo sé —respondí—. Estoy haciendo lo que puedo. Quizás podáis sugerirme algunas ideas sobre cómo guiarla.

—Bien —comentó Michael con tono disgustado—; pero, por amor del cielo, lleva cuidado y no dejes que lo haga de nuevo. Casi me rebano un pie con el hacha.

—Sosiégala —aconsejó Rosalind—. Cálmala de algún modo.

—Bueno —concilió Rosalind—. Si acaso, avísanos la próxima vez antes de que lo intente.

Aparté mi atención del grupo y la dirigí de nuevo hacia Petra.

—Eres demasiado áspera —la indiqué—. En esta ocasión piensa sólo un poco la imagen; muy poco, recuérdalo, y en tonos suaves. Piénsala lenta y dulcemente, como si estuvieras haciéndola con telas de araña.

Petra asintió y volvió a cerrar los ojos.

—¡Ahí va! —advertí a los otros.

Y esperé mientras confiaba en que les fuera posible ponerse a cubierto del cuadro.

Esta vez no fue mucho peor que una pequeña explosión. Aunque resultó ser deslumbradora, pude captar la forma de la imagen.

—¡Un pez! —exclamé—. Un pez de cola abatida.

Petra, complacida, rió entre dientes.

—Indudablemente es un pez —medió Michael—. Lo estás haciendo muy bien. Pero lo que debes procurar ahora, antes de que nos abrase los sesos, es que tu hermana reduzca la potencia de sus transmisiones hasta dejarla en el uno por ciento aproximadamente de la última imagen.

—Ahora enséñame tú —me pidió Petra, y la lección continuó.

A la tarde siguiente tuvimos una nueva sesión. Resultó ser más bien violenta y exhaustiva, pero hubo progreso. Con las lógicas incomodidades de las alteraciones y las niñerías, Petra empezaba a comprender la idea de la formación de conceptos pensados, los cuales eran ya frecuentemente reconocibles. La dificultad principal estribaba aún en mantener baja la fuerza, pues cuando se excitaba sus impactos causaban casi el aturdimiento. Los demás se quejaban de que no podían hacer nada mientras practicábamos nosotros dos, ya que era como tratar de ignorar súbitos martillazos dados en la cabeza de uno. Hacia el final de una de las lecciones dije a Petra:

—Voy a pedir a Rosalind que te envíe una imagen pensada. Lo único que tienes que hacer es cerrar los ojos, como antes.

—¿Dónde está Rosalind? —preguntó, mirando a su alrededor.

—No está aquí, pero eso no importa cuando se trata de cuadros pensados. Tú contempla la oscuridad y no pienses en nada.

—Y los demás —añadí mentalmente para los otros— manteneos al margen, ¿vale? Dejad vía libre a Rosalind y no interrumpáis. Adelante, Rosalind, fuerte y claro.

Permanecimos silenciosos y receptivos.

Rosalind formó un estanque cercado de cañas. En el agua puso varios patos, amistosos, graciosos, de diversos colores. Mientras nadaban componían una especie de ballet en el que discordaba un pato rechoncho e inquieto que siempre se movía tarde y mal. Petra estaba embobada. Se le caía la baba de contenta. Entonces, bruscamente, proyectó su alegría; aparte de hacer desaparecer el encanto del momento, nos ofuscó de nuevo a todos. Aunque nos tenía aburridos, sus progresos nos animaban.

En la cuarta lección aprendió el truco de despejar la mente sin necesidad de cerrar los ojos, lo que era todo un adelanto. Hacia el final de la semana el éxito era patente. Sus conceptos pensados seguían siendo rudos e inestables, pero factibles de mejorarse con el ejercicio; su recepción de formas simples era buena, si bien podía captar aún poco de nuestras proyecciones recíprocas.

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