Las haploides (12 page)

Read Las haploides Online

Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
7.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ningún ideal puede justificar la muerte de una docena de inocentes —dijo Travis acaloradamente.

—¡No hay hombres inocentes!

—¿Pero qué le pasa? ¿La han dejado plantada en alguna ocasión?

—No sea ridículo.

—¿También le parece ridículo que llame a la policía para entregarla?

—Sigue comportándose en forma ridícula.

—Ellos no son ridículos. Consideran que el asunto es grave.

—De este modo no conseguirían nada.

—Usted no va a ser muy popular.

La señorita Turner soltó un bufido. De repente, se hizo la calma en la oficina. Podían oír voces lejanas que venían del exterior y, a veces, el ruido de un coche que pasaba. Sonó el timbre del teléfono y ambos saltaron a la vez. La joven respondió:

—Para usted —dijo con extrañeza, tendiéndole el aparato.

Travis lo tomó, tan sorprendido como ella.

—Habla con Betty Garner —susurró la voz—. No profiera exclamaciones ni deje saber quién soy. Es muy peligroso para mí, ¿comprende?

—Sí, Linda —repuso Travis, prestándose al juego.

Observó que la señorita Turner se había retirado cortésmente a la ventana.

—Tengo una idea, Travis —dijo Betty—. Quiero hablar con usted a solas. Tengo que confiarle algo muy importante. No quiero intervenciones de la policía ni nada parecido. ¿Me da su palabra?

—Sí, Linda.

—Bueno, no comente nada. Vaya a su apartamento; le espero allí. Y ahora no me pregunte nada, se lo ruego. Travis…, es algo de vida o muerte. ¿Vendrá en seguida?

—Sí, Linda.

Ella se despidió y él colgó el receptor.

La señorita Turner se apartó de la ventana y le miró con frialdad.

Travis no se tomó la molestia de dirigirle la palabra. Dio media vuelta y salió.

Mientras se dirigía a su apartamento, Travis procuraba borrar de su mente la impresión causada por los glaciales ojos de la muchacha. Pensaba que no era posible encontrar dos seres más distintos que Betty Garner y Rosalee Turner. Betty parecía igualmente inteligente, pero había en ella oleadas de calor, de amistad, de buen humor. Rosalee era como una flor hermosa y mórbida, un ser con vida, pero sin corazón. ¿Cómo podía permanecer indiferente ante la muerte de todos aquellos desdichados?

Le admiraba que Betty supiera dónde se hallaba, pero comprendió que no era tan difícil para ella enterarse, porque el grupo vigilaba los hechos que concernían a la casa de Winthrop; posiblemente habrían prevenido también a Rosalee sobre su visita. Pero lo curioso del caso era que él no había comunicado a nadie, ni siquiera a Hal Cable, adonde se dirigía.

Una cuestión de vida o muerte, había dicho Betty. Fuera lo que fuese, era por lo menos un paso adelante. Por un momento tuvo la idea de llamar a la policía para contar con su apoyo en el apartamento o en sus alrededores; pero había aceptado las condiciones propuestas por Betty y le había dado su palabra. «Quizás yo sea rematadamente tonto —pensó—, pero me parece una deslealtad proceder de otro modo.» Además, deseaba creer en ella, deseaba que fuera digna de confianza.

Entró en el apartamento; Betty no había llegado aún. Esta vez, por lo menos, la entrevista no se iniciaba a culatazos. No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando un suave golpecito resonó en la puerta. Era Betty.

Entró en la habitación, miró en derredor y sus ojos se iluminaron con agradecimiento cuando vio que no había nadie más.

—Le agradezco su confianza —dijo sentándose en el sofá—. En estos momentos mi conducta puede parecer sospechosa. Me costó mucho salir y telefonearle. Y aún más difícil me resultó salir para encontrarme con usted.

—¿Quiénes sospechan de ti? —preguntó Travis, acercándose a ella.

—Hay cosas que puedo decir y otras que no. No puedo contestar a esa pregunta.

—Me hablas como a un niño, como si no se pudiera confiar en mí. ¿Por qué no eres franca conmigo?

—No me explico por qué estoy actuando en esta forma —dijo ella mordiéndose el labio inferior, rojo y carnoso—. O quizá lo sé y no tengo otra solución. Ésta es la última vez que puedo ayudarle, es la última vez que le veré.

—¿Por qué?

Travis tomó sus manos entre las suyas; ella las retiró.

—Se trata de una organización muy meticulosa —dijo la joven desviando la mirada—. Estoy segura de que nadie fuera de ella tiene la menor idea de su existencia. Son pocas las cosas que nos incumben a cada una de nosotras. Si estoy aquí es por una sola razón: para cumplir con mi deber. Por eso nuestra situación es tan peligrosa.

Le miró con sus ojos brillantes.

—Se supone que he venido para matarle.

—Anoche estuviste a punto de conseguirlo —dijo él tristemente, acariciando la protuberancia de su cráneo.

—Lo lamento —dijo ella—. La verdad es que no pude hacerlo. Quizá… quizá no pueda matar a nadie. Pero esto no significa que no crea en nuestro plan. Sólo usted es la excepción. Usted solamente. Ningún otro ser viviente…

Él volvió a asirle las manos y esta vez ella no le rechazó.

—Anoche, cuando le golpeé con el revólver, revisé sus bolsillos y encontré las balas. Encontré también la ficha que había hallado en la casa de la calle Winthrop. Sabíamos que faltaba y fue ésta una de las razones por las que se decidió quemar la casa. Era fácil deducir que haría una visita a Rosalee uno de estos días, si ya no la había efectuado. Fue una suerte que no entregara la ficha a la policía.

—¿Para esto me has citado? —preguntó Travis.

—No —Estrechó sus manos, se inclinó hacia él sin darse cuenta de lo que hacía, como si sostuviera una lucha interna, y sus ojos suplicaron—. No, no fue por esta razón. Es porque no quiero que le suceda nada malo.

Sus grandes ojos azules le miraban, implorantes. Él la tomó en sus brazos y cubrió de apasionados besos sus labios, sus mejillas, su cuello, y el tibio aliento de la joven le enardeció. Pero Betty se desprendió con la misma prontitud con que había cedido.

—No, no —dijo suavemente, pero con resolución—, no seamos insensatos. Esto es imposible.

—No es imposible —afirmó Travis, atrayéndola hacia sí.

La tibieza de su cuerpo, su pecho agitado, sus mejillas inflamadas, aceleraban el pulso de Travis, que sentía crecer el deseo de estrecharla nuevamente en sus brazos.

—Querido, querido… —dijo ella, suavemente. Y continuó—: Es curioso. Nunca pensé que podría decir querido a un hombre. Me enseñaron a ahogar el sentimiento. No soñaba… —Betty se apartó un poco. Sus ojos brillaban, tenía el rostro encendido, jadeaba—. Travis, me pones en un aprieto… Vine a decirte que debes irte de Union City. ¿No comprendes que estás en peligro? No puedo soportar la idea de que tú te quedes aquí…

—¿Por qué? —preguntó él, algo fastidiado por sus altibajos de frialdad y de pasión.

—Estoy ofreciéndote una oportunidad para salvar tu vida —dijo la joven—. Estás en peligro de muerte. En peligro de… Es aún peor que la muerte…

—¿Qué quieres decir? Dijiste que yo formaba parte de tus «planes especiales», pero no sabía que alguien más estuviera tratando de cercarme.

—No es eso.

Los ojos de Betty estaban empañados en lágrimas. Se volvió a Travis y hundió la cabeza en su hombro.

—No quisiera verte… —sollozó—, así…, con la piel grisácea, como los otros hombres…

Los cabellos de la joven le rozaban el cuello; sentía latir su corazón. ¿Qué querría decir? ¿Por qué tendría que sucederle lo mismo que a los otros?

La tomó por los hombros y, mirándola fijamente, le dijo:

—Betty, debo de ser muy poco inteligente, pero no comprendo lo que dices.

Ella se acurrucó nuevamente entre sus brazos.

—Soy la persona más desgraciada del mundo. Yo creía en algo; le dediqué mi vida y todos mis pensamientos. Y ahora… ¿Por qué tiene que ocurrir esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —exclamó golpeando con el puño el hombro de Travis.

Él sacó un pañuelo de su bolsillo y enjugó las lágrimas de la muchacha.

Betty parecía entonces una niñita, una adolescente, tal como la podía haber conocido a los dieciséis años. Una criatura espontánea, llena de asombro, de congojas y de amor.

—Me estoy comportando como una perfecta tonta, ¿verdad? —dijo sollozando—. Nunca en mi vida me he sentido más ridícula. Lo primero que debería haber hecho es matarte. Entonces no hubiera sabido cómo es esto… No me hubiera preocupado por ti.

—¿Por qué te preocupas por mí?

—A causa de mis sentimientos. He experimentado algo que los de mi clase nunca podrían…

—¿Tu clase?

Ella se había levantado y estiraba su vestido con la mano.

—¿Es de veras tan hermoso estar casada y besarse así? ¿Y tener hijos? ¿Ser madre? ¿Cuidar la casa?

—¿Estás mal de la cabeza? —dijo Travis, levantándose y aproximándose a ella—. Por supuesto, es muy hermoso. ¿Dónde has pasado tu vida? ¿No habías pensado nunca así?

Ella le apartó un poco.

—No, nunca lo había pensado.

—¡Condenada muchacha! —exclamó Travis.

De pronto ella recuperó su actitud anterior.

—Siéntate, Travis. Tengo que decirte algo y no quiero que estés cerca de mí. No podría decírtelo…

Su voz era serena y segura. Parecía haber recuperado el control de sí misma.

—Te dije por teléfono que era un asunto de vida o muerte —prosiguió la joven—. No mentía. Se trata de tu vida. No quiero que suceda, pero tu muerte parece inevitable.

—¿De qué estás hablando? Todos moriremos, ciertamente.

—Pero tú morirás antes de tiempo. Podrías salvarte temporalmente. Debes elegir entre irte de Union City o suicidarte.

Travis se apartó.

—Estás loca —dijo exasperado—. Acabas de estar entre mis brazos y quieres que me suicide. ¿Qué manera de razonar es ésa?

—¡Sólo trato de pensar en ti! —dijo apenada.

—Tienes una lógica espantosamente extraña. Si piensas tanto en mí sería mejor que me dijeras todo lo que sabes acerca de los doce hombres muertos, de la epidemia, de la casa de la calle Winthrop, de Rosalee Turner, de tu intervención en este asunto.

—No puedo decírtelo —dijo ella, apartándose bruscamente—. Estoy arriesgando mi propia vida al estar aquí, conversando contigo.

—Eso es lo que tú dices. ¿Acaso puedo creerlo? ¿Sólo por que tú lo afirmas?

—Podrías ver pronto muy claro todo esto —dijo firmemente—. Pero no lo conseguirás si te empeñas en quedarte en esta ciudad.

Travis se pasó la mano por el cabello y se sentó en una silla. Parecía que la joven estaba diciendo la verdad. Si había venido a salvarle la vida, ¿cómo podía seguir dudando? La miró.

—¿Dices que si no me voy de aquí moriré?

—Exactamente.

—Muy bien. Me iré, pero con una condición.

Ella frunció el ceño.

—¿Cuál?

—Que tú vengas conmigo.

Por un instante, la respiración de la muchacha se aceleró, apareció en sus ojos un destello de deseo y un repentino rubor le invadió el rostro. Pero inmediatamente volvió a mostrar su acostumbrada calma.

—No hay nada en el mundo que desee tanto, Travis —dijo suavemente—. Pero no te conviene que yo vaya contigo.

—Entonces me quedo.

—Pues eres un loco —dijo con voz aguda la joven.

Se quedó mirándole, incrédula, como esperando que él cambiara de opinión.

Entonces dio media vuelta y, antes de que Travis pudiera evitarlo; salió de la habitación. Se oyó el taconeo de sus zapatos mientras se alejaba por el pasillo.

8

Rosalee Turner alineó a los hombres contra la pared de color púrpura. Tenía en la mano un arma provista de varias ruedecillas y dispositivos. Apuntó a un hombre. Apretó el gatillo y salieron del arma unos rayos delgados. El hombre se volvió gris, luego ennegreció, y cayó al suelo sin vida. Rosalee reía como una loca. Accionó nuevamente el arma. «Debo detenerla —pensó Travis—. Debo matarla antes de que extermine a todos estos hombres.»

De pronto, Betty Garner se interpuso entre él y la escena. Se aproximaba; sonreía y movía seductoramente los labios. Travis advirtió que su vestido, transparente, apenas ocultaba su cuerpo. Parecía estar próximo a la locura.

Travis no podía moverse. Aunque estaba maniatado, luchaba por liberarse. Todo era inútil. Repentinamente, la cabeza de Betty ocultó la escena de los hombres que se desplomaban. Una luz que provenía de un lugar desconocido hizo brillar sus cabellos. Se formó un halo alrededor de su cabeza. Sus ojos centelleaban, traviesos.

Luego le besó apasionadamente. Al acariciarle, le decía:

—No mires, querido. No te preocupes por ella. Rosalee es una mala muchacha. Te desataré y nos iremos.

Ella susurraba en su oído y Travis podía sentir la proximidad de sus labios y de su aliento.

—Sólo pensaremos en nosotros… Tú y yo…

El timbre del teléfono deshizo el sueño, como si fuera una burbuja. Estaba en su cama; conservaba todavía la emoción del encuentro soñado. Le hervía la sangre. La deseaba aún con más intensidad. Aquella sensación fue desvaneciéndose lentamente, mientras él despertaba a la realidad.

—¿Travis?

Contestó con un balbuceo.

—Cline al habla. Escucha, Travis. Gilberts ha enfermado y nuestros asuntos se están descuidando. Te necesitamos. ¿No podrías echarnos una mano?

Travis se pasó la mano por la cara.

—Así que eso no marcha bien sin mí, ¿verdad?

—Podría entrenar a media docena de muchachos nuevos si los encontrara —dijo Cline—, pero es difícil. Supongo que habrás oído hablar de lo que sucede con la película.

—Sí. Cable me lo contó ayer.

—Entonces, escucha: hay el mismo problema en toda la ciudad. No hay una sola película en buenas condiciones. Está ocurriendo algo difícil de comprender. Además, ¿no sabes lo que pasa con la radio y la televisión? Las interferencias son terribles.

—No lo sabía.

—Y eso también ocurre en todas partes —dijo Cline con voz ronca—. Comenzó ayer a las diez de la mañana. Nadie ha podido escuchar un programa de radio ni ver la televisión hasta ahora. Las emisoras han dejado de transmitir.

—Parece que existe alguna relación.

—Seguro que la hay. Contaba con que tú te ocuparías de descubrirla.

—Sabes muy bien, Cline, que estoy trabajando por mi cuenta.

—Muy bien —asintió Cline, aliviado—. Sigue trabajando solo, si lo prefieres. Pero podrías telefonearme de vez en cuando. No es necesario que vengas a la redacción o pierdas el tiempo escribiendo a máquina. Encargaré a otro de eso…, o lo haré yo mismo si es necesario.

Other books

Relatos 1913-1927 by Bertolt Brecht
The Cross by Scott G. Mariani
8 Sweet Payback by Connie Shelton
Cruising the Strip by Radclyffe, Karin Kallmaker
The Morrigan's Curse by Dianne K. Salerni
The Greenhouse by Olafsdottir, Audur Ava
Eater by Gregory Benford
Davita's Harp by Chaim Potok
Teddy Bear Heir by Minger, Elda