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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (43 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Uno de los troncos del hogar crujió con un seco chasquido y varios parroquianos dieron un respingo.

—Cuando pregunté la causa de aquel pavor —continuó Sinorix—, que también se había apoderado de mí, me explicaron que más allá de aquellas montañas, en los valles del sur, existe un lago insondable llamado Hermannstadt, y en su orilla, entre espesos bosques, se yergue una pequeña fortaleza muy antigua donde reside una comunidad de hombres dedicados al estudio de la nigromancia. Una academia llamada Scholomancia, nombre que, según ellos, hace alusión al rey Salomón, que conoció grandes secretos y poderes. Los escasos cristianos que habitan la región se refieren a esa academia con intenso terror, pues creen que el propio diablo es el instructor. Dicen que sólo son admitidos diez alumnos, y al final del largo período de estudios, uno de ellos es retenido por el ángel inmundo en pago por sus enseñanzas y se lo lleva montado en un
ismeju
, una criatura parecida a un dragón que vive en el fondo del lago de gélidas y negras aguas. El desdichado es condenado a servir a Satanás y a provocar las terribles tormentas que sacuden aquellas ignotas tierras atemorizando a sus habitantes… Los más supersticiosos llaman a los alumnos de la Scholomancia
strigoi
, pues por su aspecto pálido, semejante al de los difuntos, recuerda a esos infernales seres que pueblan sus leyendas, criaturas malditas que al morir no hallan descanso y son obligadas a vagar entre los vivos alimentándose de su sangre…

—¡Dios nos asista! —exclamó uno.

—Su aspecto era el de la muerte… —afirmó otro.

—¡No eran más que leyendas! —dijo entonces Sinorix para tranquilizar los ánimos—. Estoy seguro de que el tajo de una espada derramaría sangre de su cuerpo y de que un corazón late bajo esa piel mortecina… —Alzó un dedo para enfatizar su conclusión—: Pero jamás se ha conocido a nadie que lo haya logrado.

—Entonces…, ¿qué es?

—Los húngaros creían que el hombre que cruzó el paso montañoso al galope era uno de los nueve alumnos liberados por el diablo que, como sus compañeros y los de cada generación anterior, se hallaba al servicio de la ambición y codicia de algún régulo de enorme riqueza dispuesto a perder su alma. —Chasqueó la lengua—. Jamás pensé que volvería a sentir ese temblor en todo el cuerpo, pero al verlo ahí fuera, ante nosotros, esa vieja historia que tantas pesadillas me ha causado durante años ha regresado con fuerza.

—¿Y qué hace ese demonio tan lejos de su patria? —quiso saber Maghnus.

—Bus… buscaba a un monje —respondió Niul arrastrando las palabras a causa del vino que había rapiñado de las mesas—. Me ha preguntado…

—¿Un monje? ¡Hay cientos de monjes en Irlanda! ¡Miles!

—Se refería a uno que llegó a la isla hace cerca de dos años y que desembarcó en este puerto.

—¿Sabes de quién se trata?

El mendigo se encogió de hombros y eructó.

—Sólo recuerdo que Roiberard, el carretero, llevó a un monje extranjero hacia la costa del oeste. —Sonrió y añadió—: Regresó con una buena bolsa de peniques de plata y me invitó a varios tragos. Se lo expliqué a ese demonio y me exigió que le indicara dónde encontrarle, entonces me asusté y salí corriendo…

A pesar de la edad y el temblor de sus piernas, Sinorix se levantó de un salto y de un empellón lanzó a Niul contra una de las mesas.

—¡Insensato! ¿Cómo has sido capaz de darle esa información?

—Pero… pero…

Sinorix golpeó la mesa y casi rozó la oreja del atribulado pedigüeño.

—¡Tu necedad causará la desgracia de ese pobre desdichado!

Maghnus apretó los labios y asintió. El rostro del
strigoi
permanecía imborrable en sus retinas. Nada bueno podía ocurrir a partir de ese momento. Con mano temblorosa, asió la estaca que siempre tenía a mano en una esquina del tugurio y miró a los presentes. Muchos rehuyeron sus ojos, pero unos pocos asintieron con desaliento.

Capítulo 51

Cuando Roiberard abrió la puerta de su cabaña pensó que las historias susurradas la lúgubre noche de Samhain eran ciertas y que el ánima errante de algún desdichado aguardaba en el umbral taladrándole con iridiscentes pupilas. Fue sólo un instante, luego abrió la boca pero, antes de poder gritar, su mente estalló en un blanco fogonazo y todo se volvió oscuridad.

Cuando recuperó la conciencia, un profundo dolor le aguijoneaba la sien; sus manos, en la espalda, se negaban a moverse. Aterrorizado, entreabrió los párpados.

Se encontraba sentado en el centro de su cabaña. Una fuerte presión en las muñecas le reveló que estaba atado. La sangre que había manado de una herida le cubría parte del rostro y, ya seca, le impedía abrir uno de los ojos. El sonido de llantos y gemidos despejó las brumas de su mente. Junto a él, su mujer gimoteaba y sus hijos lo miraban implorantes, como reses indefensas ante un letal depredador. En medio de los tres muchachos, el siniestro responsable del ataque permanecía de pie, inmóvil y cabizbajo, como sumido en un extraño letargo. En cuanto el arriero se agitó, el
strigoi
abrió los ojos, levantó la cabeza lentamente y sonrió con crueldad. Roiberard, al ver aquellos dientes puntiagudos, se sintió desfallecer.

Sus albos ojos se posaron en la esposa y ésta calló al instante. La extraña expresión que vio en su rostro, mezcla de terror y fascinación, lo apocó.

—¿Dónde está el monje benedictino Brian de Liébana?

El carretero parpadeó confuso, pero al poco, desde una remota región de su mente, recordó aquel servicio; había pasado mucho tiempo, pero había cobrado generosamente por su silencio y tenía una promesa que cumplir.

—Ese nombre es muy común aquí.

El
strigoi
se acercó un poco más a su esposa y la miró con intensidad. Ella comenzó a respirar agitadamente hasta emitir un leve gemido de pánico.

—¿Hay muchos monjes con ese nombre?

Roiberard intuyó que no iba a ser fácil despistarle y que su actitud podía tener consecuencias desastrosas.

—Recuerdo a un monje que decía ser de Liébana, en Hispania, pero hace años de eso —afirmó titubeante—. Lo llevé hasta la fortaleza de Cashel Rock y desde allí siguió solo, tal vez hacia el sur…

El captor, con una horrible mueca, abrió lentamente la mano y dejó caer, una a una, varias monedas al suelo.

—A pesar del tiempo transcurrido, aún conservas parte de la recompensa por tus servicios. Estos peniques de plata no son habituales en Irlanda, ni siquiera en la bulliciosa Dyflin, donde los vikingos ya comienzan a usarlas en vez del trueque. —Hizo una pausa y lo miró con rostro iracundo—. Si te esfuerzas, tal vez recuerdes algo más.

—¡Díselo, Roiberard, díselo! —rogó su mujer.

El carretero no era un hombre valeroso pero tampoco un traidor.

—Él me las entregó, es cierto, pero, como os he dicho, el resto del viaje lo hizo solo.

Intentó soportar la incisiva mirada del
strigoi
, pero fue en vano: aquellas pupilas como garras de hielo mordiente le traspasaron la piel, asieron su corazón y lo estrujaron con saña. Incapaz de soportar la macabra visión, desvió la vista y observó a su hijo pequeño. Tenía seis años y probablemente necesitaría otros tantos para olvidar aquel trance.

—Has escogido… —dijo el
strigoi
siguiendo la dirección de su mirada.

El carretero comprendió que había hecho algo terrible. Una siniestra sospecha anidó en su alma. Comprendió que se había equivocado con aquel demonio: jamás debió intentar engañarle.

El
strigoi
avanzó hasta el pequeño, que se retorció inútilmente en el intento de alejarse del maligno atacante.

—¡Habla de una vez, estúpido! —le exigió su esposa, con el rostro desfigurado por la angustia y la ira—. ¿No te das cuenta?

Roiberard abrió los labios pero antes de que las palabras brotaran de su boca el
strigoi
se inclinó súbitamente sobre el muchacho y le arrancó la oreja de un mordisco. El alarido del niño traspasó los muros de la cabaña y se elevó sobre el humilde barrio de arrieros que se extendía a las afueras de la urbe. Gritó hasta que su voz se volvió ronca mientras la sangre manaba a borbotones de la herida. Su madre y sus hermanos le acompañaron con gritos de dolor y pánico.

El agresor se irguió en toda su estatura. Tenía la piel brillante, como untada con grasa. Extasiado de placer ante la dramática escena, retuvo la oreja amputada entre sus dientes, paladeando el sabor metálico de la sangre, hasta que la escupió a los pies del arriero y sonrió.

—Una fea herida… —comentó, impasible—. Si acaba desangrado, tú comenzarás a morir por la culpa, pero tardarás años en lograrlo.

El atribulado carretero ya había olvidado las monedas. No pidió perdón a Dios por faltar a la promesa que le hizo al monje Brian de Liébana la noche en que llegaron a las ruinas del monasterio. No estaba preparado para enfrentarse a tanta crueldad.

El
strigoi
leyó la derrota en su semblante. Mientras observaba con atención la llegada del monje al puerto de Dyflin con el pesado arcón y el largo viaje a la lejana región de Clare hasta un reducto abandonado cerca de Mothair, liberó a la sollozante mujer para que atendiera al pequeño.

Antorchas en mano y armados con hoces y palos, un puñado de hombres encabezados por Maghnus arribaron a la cabaña de Roiberard. Gritaban amenazadores para insuflarse unos a otros el valor que en realidad les faltaba y rogaban en silencio que su número ahuyentara al diablo. Al oír los lloros y lamentos, abrieron la puerta con cautela y, viendo la terrible escena, exclamaron espeluznados, pero no tuvieron que enfrentarse con el hielo de la temida mirada azul. Esa noche nadie más dio testimonio de la presencia del
strigoi
en Dyflin y el carretero no habló de ello.

El mal había dejado atrás la ciudad; la verdadera caza había comenzado.

Capítulo 52

El día amaneció soleado e intensamente frío. Cuando el astro rey alcanzó su cenit, la escarcha aún crujía bajo los pies de Dana, que regresaba del arroyo con las manos tan entumecidas que apenas podía sostener la ropa recién lavada. Vio a tres figuras que le hacían gestos desde el camino y se acercó.

—¿Es éste el camino que lleva al monasterio de San Columbano? —preguntó en latín un hombre que viajaba a lomos de un caballo escuálido.

El extraño acento le llamó la atención y antes de responder se fijó en la comitiva. El jinete tenía unos cincuenta años, era extremadamente delgado, de tez morena y lucía una espesa barba tan oscura como el pelo de su cabeza, ya con una incipiente calva. Le seguían a pie dos jóvenes tan poco corpulentos como su señor. Ninguno de los dos había llegado aún a los veinte años y miraban a su alrededor como si no las tuvieran todas consigo en aquel recóndito bosque. Ella no pudo evitar reparar en uno cuya piel era tan negra como la cerveza y sus ojos tan oscuros como la noche. Se preguntó de qué remota región procedería.

—¿Eres capaz de comprenderme? —insistió el hombre ante el silencio de Dana.

—Yo vivo allí —respondió con sequedad.

Los tres se miraron sorprendidos y finalmente el mayor mostró una amplia sonrisa a la que le faltaban algunos dientes.

—Te agradeceríamos que nos acompañaras. Los monjes te recompensarán.

Ella asintió con ironía en la mirada y enfiló el camino.

—¡Galio, ayuda a la muchacha! —ordenó el hombre a uno de los jóvenes.

El interpelado se acercó a Dana y, ruborizado, señaló la cesta con una sonrisa. Aunque ella dudó un instante antes de entregársela y simuló cierto disgusto, se sintió aliviada de poder calentarse las manos, ya moradas, bajo los brazos.

—¡También aquí el astuto Brian ha sabido rodearse de buenas compañías!

Dana simuló no haber oído el comentario y apretó el paso. Se preguntaba quiénes eran… Bajo capas grises, vestían viejas camisas atadas con gruesos cintos y calzones de lana. No eran monjes, concluyó. De las alforjas sobresalían gastados palos de madera, ángulos metálicos y lo que parecían picos o cinceles.

En cuanto cruzaron el campamento, la esbelta figura de Adelmo apareció bajo el pórtico de la muralla.

—¿Adónde debería ir para no encontrarme con un veneciano? —saludó, jovial, el recién llegado al tiempo que descabalgaba.

El monje sacudió la cabeza, sorprendido, y ensanchó su sonrisa.

—Ni ocultándonos en el pandemónium lograríamos zafarnos de estos molestos hispanos… ¡Rodrigo de Compostela!

Ambos se fundieron en un vigoroso abrazo. La curiosidad de Dana iba en aumento. Aquel hombre no era monje pero parecía conocer bien al
frate
. Adelmo se separó y lo contempló de arriba abajo.

—Veo que seguís sin engordar, viejo amigo.

—¡Mientras trabaje para los benedictinos, mi estómago dará fe de su generosidad!

Adelmo rió y se acercó a los dos jóvenes, casi tan desconcertados como Dana.

—Éste es mi aprendiz Galio —dijo Rodrigo—, un romano que ha vivido entre las majestuosas ruinas del viejo Imperio romano, y él es Muhammad —señaló al joven de piel cetrina—, un estudiante de Córdoba.

Adelmo miraba perplejo al joven.

—El propio obispo Gerberto de Aurillac lo envía —explicó Rodrigo—. Y os ruega que lo acojáis y tratéis con el mismo respeto que él recibió durante sus años de juventud en Córdoba. De hecho, el prelado desea así corresponder a su buen amigo Hamet Ben Yusuf, que fue consejero del difunto califa Al Hakam II y uno de los bibliotecarios de la fabulosa colección del rey árabe.

—¡La que mandó quemar Almanzor hace cuatro años! —se quejó Adelmo.

—Cuatrocientos mil volúmenes ardieron —indicó entonces Muhammad con un latín rasposo y acento cantarín—. Todos los que contradecían la fe de nuestro profeta o no eran sagrados para los musulmanes. Las piras encendidas por fanáticos teólogos tardaron días en extinguirse.

—Una terrible desgracia.

—Sólo Hamet y unos pocos ministros obtuvieron permiso para ocultar lo que cupiera en las alforjas de siete asnos… ¡Una mínima parte! —El joven miró implorante a Adelmo—. Dicen que una de esas alforjas fue entregada para su custodia a los
frates
del Espíritu de Casiodoro.

El veneciano asintió pero no pudo contenerse.

—¿Eres…?

—Sí, hermano Adelmo, soy musulmán —respondió Muhammad mostrando su sonrisa blanca—. Hace tiempo que dejamos los camellos y las jaimas en el desierto. El noble obispo Gerberto tuvo la dicha de conocer la sabiduría que nuestro pueblo atesoró en la ciudad califal de Córdoba y que, como en tierras cristianas, peligra con los vientos que han desatado el fanatismo y la ignorancia. Él desea que conozca los tesoros que los cristianos conservan. El obispo me aseguró que si había un lugar en toda la cristiandad donde mi fe no supondría un problema sería éste.

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