Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–Estaba haciendo unos estiramientos –murmuró Mellberg renqueando hacia la silla. Martin se tapó la boca con la mano para disimular la risita. Aquello se ponía cada vez mejor.
–Bueno, ¿querías algo concreto o venías a molestar gratuitamente? –le espetó el jefe al tiempo que alargaba el brazo en busca de una de las bolas de coco que guardaba en el último cajón.
Ernst
olisqueó el aire, se dirigió raudo hacia el origen de tan exquisito y, a aquellas alturas, conocido aroma y miró a Mellberg con ojos húmedos y suplicantes. El dueño trató de adoptar una expresión severa, pero terminó por ceder y se agachó para coger otra bola de coco, que arrojó al chucho. El manjar desapareció en cuestión de segundos.
–
Ernst
está empezando a echar barriga –observó Martin mirando con preocupación al animal, cuyo volumen abdominal empezaba a asemejarse al de su dueño provisional.
–Bah, el perro está bien. No le va mal un poco de la autoridad que otorga el peso –declaró Mellberg satisfecho dándose una palmadita en la barriga.
Martin abandonó el tema de la grasa abdominal y se sentó frente a Mellberg.
–Ha llamado Pedersen. Y Torbjörn me pasó su informe esta mañana. Bueno, la hipótesis preliminar se confirma sin lugar a dudas. A Britta Johansson la asesinaron. La asfixiaron con el almohadón que tenía al lado.
–¿Y cómo saben…? –comenzó Mellberg, pero Martin lo interrumpió.
–Pues sí –añadió consultando el bloc–. Como de costumbre, Pedersen utilizó un lenguaje algo más intrincado, pero en sueco llano, Britta tenía una pluma en la garganta. Probablemente fue a parar allí cuando intentó tomar aire mientras le presionaban la cara con el almohadón. De modo que Pedersen buscó huellas de fibra en la garganta, y encontró fibras de algodón que coinciden con las del almohadón. Además, detectó lesiones en los huesos del cuello, lo que indica que también ejercieron presión ahí. Seguramente con la mano. Intentaron aislar alguna huella dactilar en la piel pero, por desgracia, no encontraron nada.
–Bueno, pues está muy claro. Por lo que tengo entendido, estaba enferma. Un poco desquiciada –dijo Mellberg señalándose la sien con el dedo índice.
–Tenía Alzheimer –se apresuró a aclarar Martin en tono recriminatorio.
–Sí, bueno, continúa –lo apremió Mellberg ignorando la irritación de Martin–. Pero no irás a negarme que todo apunta a que fue el marido el que lo hizo. Puede tratarse de un… asesinato por compasión –declaró satisfecho de su capacidad de deducción, que premió enseguida con otra bola de coco.
–Pues… claro… –balbució Martin a su pesar, al tiempo que pasaba unas hojas del bloc–. Pero hay una huella dactilar en el almohadón absolutamente clara y perfecta, según Torbjörn. Por lo general, ya sabes que suele ser difícil sacar huellas de piezas de tela, pero en este caso, hay un par de botones brillantes con los que se abrocha el almohadón, y en uno de ellos han aislado una huella perfecta de un pulgar. Que no pertenece a Herman –concluyó Martin con retintín.
Mellberg frunció el ceño y lo miró preocupado un instante. Luego se le iluminó la cara.
–Alguna de las hijas, seguro. Compruébalo por si acaso, para que lo tengamos confirmado. Luego llamas al jefe de planta del hospital y le dices que ya pueden ir dándole al marido de Britta la terapia de electrochoque o los medicamentos que sea para que espabile, porque tenemos que hablar con él antes del fin de semana, ¿está claro?
Martin exhaló un suspiro, pero asintió. Aquello no le gustaba. No le gustaba lo más mínimo. Pero Mellberg tenía razón. No existía prueba alguna que indicase otra cosa. Tan sólo una huella de pulgar. Y, con un poco de mala suerte, Mellberg tendría razón al respecto.
Pero cuando salía, se dio media vuelta y, con una palmada en la frente, soltó:
–Anda, por poco se me olvida. Joder, qué idiota. Pedersen encontró cantidades considerables de ADN bajo las uñas de Britta, tanto sangre como restos de piel. Lo más probable es que arañase a la persona que la asfixió. Y, según cree Pedersen, arañó bastante, teniendo en cuenta que llevaba las uñas largas y que había arrancado bastante piel. A su juicio, Britta arañó al asesino en los brazos o en la cara. –Martin se apoyó en el quicio de la puerta.
–Ajá, ¿y presenta el marido algún arañazo? –preguntó Mellberg inclinándose y apoyando los codos en la mesa.
–Pues, es innegable que debemos hacerle a Herman una visita de inmediato –observó Martin.
–Es innegable que sí –respondió Mellberg imperativo.
–¡Y llévate a Paula! –gritó al cabo de unos segundos, pero Martin ya se había marchado.
Se había pasado los últimos días caminando de puntillas por la casa. No creía que su madre lograra resistir. En ocasiones anteriores, no había conseguido mantenerse sobria ni un solo día. Desde que su padre se marchó. Apenas recordaba cómo era la vida antes de que eso sucediera, pero los escasos recuerdos difusos que conservaba eran agradables.
Y pese a que intentó combatir la inclinación con todas sus fuerzas, empezó a abrigar esperanzas. Cada vez más, a medida que pasaban las horas. Incluso los minutos. Su madre temblaba y lo miraba avergonzada cada vez que se cruzaban por la casa. Pero estaba sobria. Lo había revisado todo, pero no había encontrado una sola botella nueva. Ni una. Y eso que conocía perfectamente cada uno de sus escondites. Jamás comprendió por qué se molestaba en esconderlas. Podría haberlas dejado en la encimera de la cocina.
–¿Preparo algo de cenar? –propuso con voz queda y mirándolo con reserva. Eran como dos animales examinándose, dos animales asustados que se veían por primera vez y que no sabían exactamente cómo iban a desarrollarse los acontecimientos. Y quizá fuese así. Hacía tanto tiempo que no la veía totalmente sobria… Ignoraba quién era su madre sin alcohol. Y tampoco ella sabía quién era su hijo. ¿Cómo habría podido averiguarlo, cuando siempre iba flotando en una bruma de alcohol que filtraba cuanto veía y cuanto hacía? Ahora eran extraños el uno para el otro. Pero extraños llenos de curiosidad, de interés y de esperanza.
–¿Tienes alguna noticia de Frans? –preguntó mientras empezaba a sacar del frigorífico los ingredientes para una salsa boloñesa y unos espaguetis.
Per no sabía qué responder exactamente. Desde pequeño, no había oído otra cosa que la prohibición terminante de hablar con el abuelo y ahora era él quien, al menos de forma momentánea, había salvado la situación.
Carina vio su desconcierto y su vacilación a la hora de contestar.
–No pasa nada. Kjell puede decir lo que quiera. Por mi parte, no hay inconveniente en que hables con Frans. Lo único es que… –dudó un instante, temerosa de decir alguna inconveniencia, algo que perturbase aquella frágil situación que había ido construyendo durante los últimos días. Pero retomó la frase y continuó–: No tengo nada en contra de que veas al abuelo. Es… En fin, Frans dijo cosas que alguien tenía que decir y que me hicieron comprender que… –dejó el cuchillo con el que había empezado a cortar la cebolla y, cuando se volvió hacia él, Per se percató de que luchaba por contener las lágrimas–. Me hizo ver que las cosas tenían que cambiar. Y le estaré eternamente agradecida por ello. Pero quiero que me prometas que no frecuentarás a… esa gente de la que se rodea… –rogó con mirada suplicante, a punto de echarse a llorar–. Y yo… yo no puedo prometerte nada, espero que lo comprendas. Es difícil. Cada día. Cada minuto es difícil. Sólo puedo prometerte que voy a intentarlo, ¿vale? –concluyó, una vez más con la vergüenza y la súplica en el semblante.
Per sintió que una porción minúscula de su coraza se le derretía en el pecho. Lo único que había deseado todos aquellos años y, muy en particular, durante los primeros años después de que su padre los abandonara, fue poder ser niño. En cambio, tuvo que limpiar las vomitonas de su madre, procurar que no incendiase la casa cuando fumaba en la cama y hacer la compra. Hacer cosas que ningún niño debería verse forzado a hacer. Todo aquello le cruzó por la mente, pero no tenía la menor importancia, porque lo único que ahora resonaba en su cabeza era su voz suplicante, la voz dulce de una madre. Así que dio un paso al frente y se abrazó a ella. Se encogió así, abrazado, pese a que pronto le sacaría la cabeza. Y, por primera vez en diez años, se permitió el lujo de sentirse niño.
–¿No es una delicia estar de descanso? –preguntó Britta melosa al tiempo que le acariciaba el brazo a Hans. Después de algo más de seis meses de relacionarse con el grupo, sabía perfectamente cuándo lo estaba utilizando para darle celos a Frans. Y la mirada sonriente que Frans le dedicó indicaba que también él sabía a ciencia cierta cuáles eran las pretensiones de Britta. Pero su tenacidad era muy digna de admiración, jamás dejaría de suspirar por Frans. Claro que, en parte, era culpa suya, puesto que a veces animaba el enamoramiento de Britta concediéndole algo, unas migajas de atención, sólo para luego volver a tratarla con la frialdad habitual. En opinión de Hans, el juego de Frans rayaba en la crueldad, pero no quería inmiscuirse. Lo que sí lo incomodaba era que, desde hacía un tiempo, se había dado perfecta cuenta de quién atraía de verdad el interés del chico. La contemplaba allí sentada a unos metros de él y se le encogió el corazón al ver que, en ese preciso momento, le decía algo a Frans con una sonrisa. Elsy tenía una sonrisa tan bonita… Bueno, no sólo la sonrisa; también los ojos, el alma, los brazos bien torneados que dejaba al descubierto con el vestido de manga corta, el hoyuelo que se le formaba en el lado izquierdo al sonreír. Todo, todo, cada detalle en Elsy, ya fuese interior o exterior, era hermoso.
Ella y su familia se habían portado muy bien con él. Pagaba un alquiler ridículo, apenas simbólico, y Elof le había buscado trabajo en uno de los barcos. Además, lo invitaban a cenar con frecuencia, bueno, casi todas las tardes, y había algo en su calidez, en su unión, que lo colmaba por dentro. Los sentimientos perdidos durante la guerra volvían lentamente. Y Elsy. Hans había intentado combatir los pensamientos, luchar contra las imágenes y los sentimientos que lo invadían cuando se acostaba por las noches y se la imaginaba antes de dormirse. Pero, al final, comprendió que debía capitular ante la certeza de que estaba perdidamente enamorado de ella sin remedio. Y los celos le destrozaban el corazón cada vez que veía a Frans mirarla igual que, seguramente, la miraría él. Y luego estaba Britta, que no entendía lo que pasaba, pero que notaba de forma instintiva que no era ella la que estaba en el punto de mira ni de él ni de Frans. Hans sabía que eso la atormentaba. Era una chica egocéntrica y superficial, y en realidad, no entendía por qué se relacionaba con ella alguien como Elsy. Sin embargo, mientras Elsy quisiera tenerla en su grupo de amistades, tendría que soportarla.
El que mejor le caía de aquellos cuatro amigos nuevos era Erik, aparte de Elsy, claro. Tenía algo de alma vieja, una gravedad que atraía a Hans poderosamente. Le gustaba sentarse a charlar con él apartado de los demás. Hablaban de la guerra, de historia, de política y economía, y Erik se alegró al comprender que tenía en él un alma gemela que había echado en falta. Cierto que no estaba tan informado como él sobre datos objetivos, sobre cifras, pero sabía mucho del mundo y de la historia, y de cómo estaba organizado y relacionado todo. De modo que sus conversaciones duraban horas. Elsy solía bromear diciendo que eran como dos abueletes contándose batallitas, y que habían dado con la horma de su zapato.
El único tema que no tocaban era el del hermano de Erik. Hans jamás lo sacaba y, después de aquella primera vez, tampoco Erik lo hizo.
–Creo que mi madre tendrá pronto lista la cena –dijo Elsy al tiempo que se levantaba y se sacudía la falda. Hans asintió y se puso de pie también.
–Será mejor que me vaya contigo, de lo contrario, tendré que vérmelas con ella –observó mirando a Elsy que sonrió condescendiente y empezó a bajar de la roca. Hans sintió que se ruborizaba. Era dos años mayor que ella, tenía diecisiete años, pero siempre le hacía sentirse como un escolar consentido.
Se despidió de los otros tres, que se quedaron allí sentados tranquilamente y se deslizó tras Elsy por la superficie de la roca. La muchacha miró antes de cruzar la calle y de abrir la verja del camposanto. Atajando por allí, el camino era más corto.
–Qué buen tiempo hace esta tarde –comentó Hans sin poder ocultar su nerviosismo. Se maldijo y se advirtió que debía dejar de comportarse como un tonto. Elsy caminaba deprisa por el sendero de gravilla y él la seguía medio corriendo hasta que la alcanzó y siguió andando a su lado con las manos metidas en los bolsillos. Elsy no respondió a su comentario sobre el tiempo, de lo cual se alegraba, teniendo en cuenta lo lamentable de su intervención.
De repente se sintió profunda y sinceramente feliz. Caminaba junto a Elsy, incluso podía mirarle la nuca y el perfil a hurtadillas de vez en cuando; el viento soplaba sorprendentemente templado y los guijarros del camino emitían un crujido agradable bajo sus pies. Era la primera vez, desde que le alcanzaba la memoria, que experimentaba aquel sentimiento. Felicidad pura. Si es que alguna vez la había sentido tan destilada. Había encontrado tantos impedimentos en el camino… Tanta humillación, odio y miedo que le escocían por dentro… Hacía cuanto estaba en su mano para no pensar en lo ocurrido. En el momento en que se coló en el barco de Elof, decidió dejarlo todo tras de sí. No mirar atrás.
Pero ahora volvían las imágenes. Caminaba en silencio junto a Elsy y trataba de apartarlas en los resquicios a los que las había relegado, pero ellas presionaban y saltaban las barreras de su conciencia. Quizá fuese el precio que debía pagar por el instante de felicidad de hacía un momento. Ese instante fugaz y agridulce de felicidad. En tal caso, quizá hubiese valido la pena. Pero eso a él no le servía mientras iba al lado de Elsy y notaba los rostros, las visiones, los olores, los recuerdos, los sonidos que se empeñaban en aflorar. Presa del pánico, sintió que debía hacer algo. Tenía un nudo en la garganta y empezó a hiperventilar. Ya no podía contener esas sensaciones, pero tampoco abrirles paso. Tenía que hacer algo.
En ese instante, la mano de Elsy rozó la suya. Y el contacto lo sobresaltó. Fue suave y eléctrico y, en su simpleza, lo único necesario para ahuyentar los recuerdos en los que no deseaba pensar. Se detuvo de pronto en medio de la pendiente del cementerio. Elsy iba un paso por delante de él y, cuando se volvió, la diferencia de altura dejó su cara justo a la altura de la de Hans.