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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (46 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–¿Qué pasa? –preguntó preocupada y, en ese momento, movido por no sabía qué impulso, adelantó el pie, le cogió la cara entre las manos y le besó los labios con suavidad. Ella se quedó rígida al principio y Hans notó que volvía a caer presa del pánico. Luego, Elsy se tranquilizó de pronto, se abandonó al beso y lo acogió sin reservas. Despacio, muy despacio, Elsy abrió la boca y él, muerto de miedo pero lleno de alegría, buscó la lengua de ella con la suya. Comprendió que no la habían besado nunca antes, pero el instinto guiaba la lengua de Elsy hacia la de Hans, que sintió que le flaqueaban las rodillas. Con los ojos cerrados, la atrajo hacia sí y no los abrió hasta unos segundos más tarde. Lo primero que vio fueron los ojos de Elsy. Y en ellos, un reflejo de lo que él mismo sentía.

Mientras reemprendían el camino a casa uno junto al otro, despacio, en silencio, las imágenes se mantuvieron apartadas. Era como si ni siquiera hubiesen existido.

Cuando Erica entró en la biblioteca, Christian estaba sumido en lo que veía en la pantalla. Después de la escapada a Uddevalla, se fue derecha a la biblioteca, y aún se sentía tan confusa como cuando dejó a Herman en el hospital. Pervivía en ella la sensación de que existía algo vagamente familiar en aquellos nombres, y los había anotado en un trozo de papel que le entregó a Christian.

–Hola, Christian, ¿podrías ayudarme a comprobar si hay algo sobre estos dos hombres, Paul Heckel y Friedrich Hück? –preguntó mirándolo esperanzada.

El bibliotecario examinó la nota. Erica advirtió preocupada que parecía exhausto. Seguramente se tratara sólo del típico resfriado otoñal, o quizá los niños, se dijo Erica, pero sin poder evitar cierta preocupación.

–Siéntate mientras busco los nombres –le sugirió. Erica siguió su consejo. Cruzó los dedos mentalmente, pero sintió decaer la esperanza cuando no advirtió reacción alguna en la cara de Christian mientras leía los resultados de la búsqueda.

–No, lo siento. No encuentro nada –declaró al fin meneando la cabeza–. Al menos, no en nuestros registros o en nuestra base de datos. Pero intenta hacer alguna búsqueda en Internet, el problema es que yo no creo que sean nombres raros en alemán.

–Vale –respondió Erica decepcionada–. O sea, que no hay relación entre esos nombres y esta zona, ¿no?

–Por desgracia, no.

Erica exhaló un suspiro.

–En fin, habría sido demasiado fácil, supongo. –De pronto, se le iluminó la cara–. Pero ¿podrías mirar si hay algo más sobre una persona que se mencionaba en los artículos que me diste la última vez? Entonces no lo buscábamos a él, sino sólo a mi madre y a algunos de sus amigos. Se trata de un joven de la resistencia noruega, Hans Olavsen, que vivió aquí, en Fjällbacka…

–Hacia el final de la guerra, sí, ya lo sé –atajó Christian lacónico.

–¿Lo conoces? –preguntó Erica perpleja.

–No, pero es la segunda vez que alguien pregunta por él en dos días. Se ve que era muy famoso.

–¿Quién quería información sobre él? –quiso saber Erica conteniendo la respiración.

–Tendría que mirarlo –repuso Christian empujando la silla hacia una cajonera–. Me dejó la tarjeta, por si encontraba algo más sobre ese tipo. Me dijo que lo llamara. –Christian murmuraba mientras revolvía en el cajón, pero al final encontró lo que buscaba.

–Ajá, aquí está. Kjell Ringholm, dice.

–Gracias, Christian –dijo Erica sonriendo–. Entonces ya sé con quién voy a mantener una pequeña charla.

–Suena grave –rio Christian, aunque sin convicción.

–Bueno, es sólo que me llena de curiosidad el hecho de que él se interese tanto por Hans Olavsen. –Erica pensaba en voz alta–. Pero ¿encontraste algo cuando buscaste para Kjell Ringholm?

–Lo mismo que te llevaste la última vez. Así que no tengo nada que te sea útil, lo siento.

–Bueno, una mala cosecha la de hoy –reconoció Erica con un suspiro–. ¿Puedo copiar al menos el número de teléfono que figura en la tarjeta de visita?


Be my guest
–dijo Christian dándole la tarjeta.

–Gracias –contestó ella con un guiño. Christian se lo devolvió, pero con gesto cansado.

–Oye –añadió Erica–. ¿Sigue todo bien con el libro? ¿Seguro que no quieres que te ayude con algo? ¿Cómo iba a titularse,
La sirena?

–Sí, desde luego, todo bien –respondió Christian con un tono un tanto extraño–. Y se va a llamar
La sirena
. Pero, si me disculpas, tengo que trabajar un poco…

Dicho esto, le dio la espalda y empezó a aporrear el teclado. Erica se marchó atónita. Christian jamás se había comportado así con anterioridad. En fin, tenía otras cosas en las que pensar. Como, por ejemplo, en mantener una conversación con Kjell Ringholm.

Habían acordado verse en Veddö. Existía cierto riesgo de que alguien los viese allí en aquella época del año, pero, en tal caso, no serían más que dos viejos que habían salido a pasear.

–Figúrate si hubiéramos sabido lo que nos esperaba –comentó Axel dándole una patada a una piedra, que rodó por la orilla. En verano, los bañistas se repartían allí el territorio con las vacas, y era tan normal ver a unos niños bañándose como a una vaca remojándose en el agua. Ahora, en cambio, la playa estaba desierta y el viento arrastraba consigo ramas de algas resecas y las llevaba lejos. Habían llegado al acuerdo tácito de no hablar de Erik. Ni de Britta. Ninguno de los dos sabía en realidad por qué habían quedado para verse. No serviría de nada. Nada cambiaría. Aun así, sentían esa necesidad. Como cuando nos pica un mosquito y tenemos que rascarnos. Y pese a que, igual que con la picadura de mosquito, ambos sabían que iba a ser peor, cedieron a la tentación.

–Será que la idea es que no lo sepamos –dijo Frans contemplando la inmensidad del mar–. Si tuviéramos una bola de cristal que mostrara todo lo que iba a pasarnos en la vida, no seríamos capaces de movernos. La idea es esa, seguramente, que la vida se nos dé en porciones. Que nos sobrevengan las penas y los problemas en dosis tan pequeñas que podamos masticarlas.

–Bueno, a veces nos sobrevienen en dosis demasiado grandes –observó Axel pateando otra piedra.

–Te referirás a otros, no a ti o a mí –repuso Frans volviendo la vista a Axel–. A los ojos de los demás, podemos parecer distintos, pero somos iguales. Y tú lo sabes. No nos doblegamos. Por grande que sea la dosis que nos den.

Axel asintió sin más. Luego miró a Frans:

–¿Hay algo de lo que te arrepientas?

Frans estuvo cavilando un buen rato, antes de contestar lentamente:

–¿De qué habría de arrepentirme? Lo hecho, hecho está. Todos elegimos un camino. Tú has elegido el tuyo. Y yo el mío. ¿Que si me arrepiento de algo? No, ¿de qué serviría?

Axel se encogió de hombros.

–El arrepentimiento es expresión de humanidad. Sin arrepentimiento… ¿qué somos?

–Pero la cuestión es si el arrepentimiento cambia las cosas. Y lo mismo ocurre con aquello a lo que tú te has dedicado en la vida. La venganza. Has entregado toda la vida a cazar criminales, y tu único objetivo era la venganza. No tenías ningún otro. ¿Y eso ha cambiado algo? Seis millones murieron, pese a todo, en los campos de concentración. ¿De qué sirve que persigáis a una mujer que fue vigilante durante la guerra, pero que luego ha llevado una vida normal como ama de casa en Estados Unidos? El que la llevéis a juicio por crímenes que cometió hace más de sesenta años, ¿qué cambia?

Axel tragó saliva. Siempre había estado convencido de la importancia de lo que hacían. Pero Frans había ido a poner el dedo en la llaga. Formuló la misma pregunta que él se había hecho en alguna ocasión, en momentos de debilidad.

–Proporciona paz a los familiares de la víctima. E indica que no aceptamos cualquier cosa de las personas.

–Patrañas –replicó Frans metiéndose las manos en los bolsillos–. ¿Crees que eso disuade a alguien o que sirve para enviar algún mensaje siquiera, ahora que el presente es mucho más fuerte que el pasado? Así es la naturaleza del ser humano, no mira las consecuencias de sus acciones, no aprende de la historia. Y la paz… Si no has alcanzado la paz después de sesenta años, no la alcanzarás nunca. Es responsabilidad de cada uno procurarse esa paz, no puedes vivir esperando una especie de compensación y creer que, luego, vendrá la paz.

–Son palabras llenas de cinismo –aseveró Axel metiéndose también las manos en los bolsillos del abrigo. Se había levantado un viento frío y empezó a tiritar.

–Sólo quiero que comprendas que, detrás de todas esas acciones nobles a las que tú crees que has dedicado tu vida, hay un sentimiento extremadamente primitivo, básico, humano: la venganza. Yo no creo en la venganza. Yo creo que lo único en lo que debemos concentrarnos es en llevar a cabo aquello con lo que podamos cambiar el presente.

–¿Y tú crees que eso es lo que estás haciendo? –preguntó Axel con la voz tensa.

–Tú y yo estamos cada uno a un lado de las barricadas, Axel –afirmó Frans cortante–. Pero sí, eso es lo que creo que estoy haciendo. Estoy cambiando algo. No busco la venganza. Ni me arrepiento de nada. Miro al futuro y sigo aquello en lo que creo. Que es totalmente distinto de aquello en lo que crees tú. En eso no vamos a coincidir nunca. Nuestros caminos se separaron hace sesenta años, y jamás volverán a coincidir.

–¿Y cómo ocurrió? –preguntó Axel bajando la voz y tragando saliva.

–Eso es lo que intento explicarte. No importa cómo ocurrió. Ocurrió, sencillamente. Y lo único que podemos tratar de hacer es cambiar las cosas, sobrevivir. No mirar atrás. No regodearnos en el arrepentimiento o en las especulaciones de cómo habrían podido ser las cosas. –Frans se detuvo y obligó a Axel a mirarlo a la cara–. No debes mirar atrás. Lo hecho, hecho está. El pasado, pasado está. No existe el arrepentimiento.

–Ahí es donde te equivocas por completo, Frans –negó Axel bajando la cabeza.

Muy en contra de su voluntad, el médico de Herman los dejó entrar unos minutos para hablar con el paciente. Pero Martin y Paula le prometieron que dos de sus hijas estarían con ellos, y el facultativo terminó por concederles unos minutos.

–Buenas, Herman –saludó Martin tendiéndole la mano al hombre que yacía en la cama. Herman le dio un apretón débil, impotente–. Nos vimos en su casa, pero no estoy seguro de que se acuerde de mí. Esta es mi colega, Paula Morales. Nos gustaría hacerle unas preguntas, si puede ser. –El policía hablaba con calma y se sentó, como Paula, en el borde de la cama, ignorante de que Erica había estado justo en ese mismo lugar tan sólo unos minutos antes.

–De acuerdo –aceptó Herman, que parecía algo más consciente de su entorno. Sus hijas estaban al otro lado de la cama, y Margareta le cogió la mano.

–Lo acompañamos en el sentimiento –comenzó Martin–. Creo que Britta y usted llevaban mucho tiempo casados, ¿verdad?

–Cincuenta y cinco años –dijo Herman, con un destello de vida en los ojos que no le habían advertido desde que llegaron–. Mi Britta y yo estuvimos casados cincuenta y cinco años.

–¿Podría contarnos cómo sucedió? ¿Cómo murió? –intervino Paula esforzándose por utilizar el mismo tono dulce de Martin.

Margareta y Anna-Greta los miraron nerviosas y ya estaban a punto de empezar a protestar cuando Herman las acalló con la mano.

Martin, que había constatado que Herman no tenía heridas en la cara, intentó atisbar bajo las mangas del pijama del hospital, para ver si presentaba algún arañazo revelador. No pudo ver nada y decidió esperar al final del interrogatorio para examinarlo.

–Estuve merendando en casa de Margareta –empezó Herman–. Estas hijas mías son tan buenas conmigo… Sobre todo desde que Britta enfermó –aclaró sonriéndoles–. Teníamos un asunto de que hablar. Yo… había decidido que Britta estaría mejor en alguna residencia donde pudieran cuidarla… –explicó con voz atormentada.

Margareta le dio una palmadita en la mano.

–Era la única posibilidad, papá. No existía otra solución, y lo sabes.

Herman continuó como si no la hubiera oído.

–Luego me fui a casa. Estaba un tanto preocupado, puesto que llevaba mucho tiempo desaparecido. Casi dos horas. Si tengo que salir, suelo darme toda la prisa posible para no estar fuera más de una hora, como máximo, mientras ella duerme la siesta. Me da tanto miedo… Me da tanto miedo que se despierte y le prenda fuego a la casa y se queme… –Le temblaba la voz, pero respiró hondo y prosiguió–: De modo que en cuanto abrí la puerta la llamé, pero nadie respondió. Pensé entonces que, por suerte, aún seguiría durmiendo, de modo que subí a la habitación. Y allí estaba. Pensé que era muy raro, porque el almohadón le tapaba la cara y, extrañado, me acerqué y lo retiré. Me di cuenta enseguida de que no estaba. Los ojos los tenía clavados en el techo y estaba inmóvil, completamente inmóvil. –Herman empezó a llorar y Margareta le enjugó las lágrimas amorosamente.

–¿De verdad es esto necesario? –preguntó suplicante mirando a Martin y a Paula–. Mi padre aún está conmocionado y…

–No pasa nada, Margareta –interrumpió el anciano–. No pasa nada.

–Vale, pero sólo unos minutos más, papá. Luego pienso echarlos de aquí, por la fuerza, si hiciera falta, porque tú tienes que descansar.

–Siempre ha sido la más belicosa de las tres –aclaró Herman con una pálida sonrisa–. Una verdadera furia.

–Basta ya, no te pongas impertinente, anda –protestó Margareta, aunque se la veía feliz al comprobar que su padre tenía fuerzas para bromear.

–O sea, lo que está diciendo es que, cuando entró en la habitación, ella ya estaba muerta, ¿no es eso? –preguntó Paula sorprendida–. Pero, entonces, ¿por qué decía que la había matado usted?

–Porque fui yo quien la mató –repuso Herman, de nuevo abstraído–. Lo que nunca he dicho es que yo la asesiné. Claro que podría haberlo hecho. –Bajó la vista, incapaz de enfrentarse a la mirada de los policías ni a la de sus hijas.

–Pero papá, ¿qué quieres decir? –Anna-Greta parecía desconcertada, pero Herman se negó a responder.

–¿Sabe quién la mató? –intervino Martin, que comprendió instintivamente que Herman no pensaba explicarles en aquel momento por qué, con la pertinacia de un loco, afirmaba que había matado a su mujer.

–No tengo fuerzas para seguir hablando –declaró el hombre sin dejar de mirar las sábanas–. No tengo fuerzas para seguir.

–Ya lo han oído –intervino Margareta poniéndose de pie–. Ha dicho lo que tenía que decir. Y lo más importante de lo que han oído es, precisamente, que no fue él quien asesinó a mi madre. Lo demás… lo dicta el dolor.

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