Las ilusiones perdidas (64 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Estas palabras fulminaron a Lucien, que volvió lentamente a la calle de la Lune. Al día siguiente el poeta llevó al periódico su artículo, devuelto y arreglado por D'Arthez, pero a partir de aquel día se vio en todo momento devorado por una melancolía que nunca supo disimular. Cuando por la noche vio llena la sala del Gimnasio, experimentó las terribles emociones que proporciona un estreno teatral y que en él alcanzaron las gigantescas proporciones de su amor. Toda su vanidad estaba en juego, su mirada abarcaba todas las fisonomías como la de un acusado que observa las expresiones de los jurados y de los jueces; el menor murmullo le iba a hacer estremecer; un pequeño incidente en el escenario, las entradas y salidas de Coralie, las menores inflexiones de su voz, iban a ser causa de preocupación desmesurada.

La obra en la que Coralie debutaba era una de esas que caen y que vuelven a rebotar, y la obra cayó. Al entrar en escena, Coralie no fue aplaudida y se sintió sobrecogida por la frialdad del patio de butacas. En los palcos no obtuvo más aplausos que los de Camusot. Personas situadas en el proscenio y en la galería hicieron que el negociante se callara con repetidos siseos. En la galería se impuso silencio a la claque cada vez que ésta se entregaba a salvas, evidentemente exageradas. Martinville aplaudía valientemente, así como la hipócrita Florine; Nathan y Merlin le imitaron. Una vez la obra acabada, se reunió una muchedumbre en el camerino de Coralie; pero esta gente agravó el mal mediante el consuelo que intentaba proporcionarle. La actriz se desesperaba, más que por ella, por Lucien.

—Hemos sido traicionados por Braulard —dijo éste.

Coralie tuvo una terrible fiebre, la habían herido en pleno corazón. Al día siguiente le fue imposible actuar; su carrera estaba truncada. Lucien le ocultó los periódicos y los abrió en el comedor. Todos atribuían el fracaso de la obra a Coralie; había presumido demasiado de sus fuerzas; la que hacía las delicias de los bulevares se encontraba desplazada en el Gimnasio. Había llegado hasta allí empujada por una loable ambición, pero no había tenido en cuenta sus medios y había aceptado un papel que no le iba. Lucien entonces leyó sobre Coralie comentarios compuestos con el mismo estilo hipócrita que sus artículos sobre Nathan. Una rabia digna de Milón de Crotona, cuando sintió sus manos aprisionadas por el roble que él mismo había abierto, estalló en Lucien, que palideció; sus amigos daban a Coralie, en una fraseología admirable por su bondad, interés y complacencia, los más pérfidos consejos. Debería interpretar, decían, unos papeles, que los autores de aquellas infames críticas sabían perfectamente que eran contrarios a su talento. Así eran los periódicos realistas, amañados sin duda por Nathan. En cuanto a los diarios liberales y a los pequeños periódicos desplegaban la perfidia y el sarcasmo que Lucien había empleado.

Coralie oyó uno o dos sollozos, saltó de su cama hacia Lucien, vio los periódicos, quiso leerlos y así lo hizo. Después de esta lectura volvió a acostarse y permaneció en silencio. Florine estaba en la conspiración; ya había previsto el desenlace, se sabía el papel de Coralie y había tenido a Nathan para dirigirla en los ensayos. La Administración, que quería mantener la obra, quiso dar el papel de Coralie a Florine. El director fue a ver a la pobre actriz, que se encontraba abatida y llorando; pero en cuanto le dijo delante de Lucien que Florine se sabía el papel y que le era imposible no dárselo a ella aquella noche, se irguió y saltó de la cama.

—Yo actuaré —dijo.

Y cayó desmayada. Florine obtuvo pues el papel y se creó con él una reputación, ya que levantó la obra; en todos los periódicos obtuvo una gran ovación, y a partir de entonces se convirtió en la gran actriz que todos sabéis. El triunfo de Florine exasperó a Lucien a su grado máximo.

—¡Una miserable a la que has tenido que dar de comer! Si el Gimnasio lo quiere, puede comprarte tu contrato. Seré conde de Rubempré, haré fortuna y me casaré contigo.

—¡Qué tontería! —le dijo Coralie, dirigiéndole una pálida mirada.

—¡Una tontería! —gritó Lucien—. Pues bien, dentro de unos días vivirás en una bonita casa, tendrás un carruaje y te proporcionaré un papel.

Tomó dos mil francos y corrió a Frascati. El desgraciado permaneció allí durante siete horas, devorado por las furias, pero con la expresión fría y tranquila en apariencia. Durante el día y parte de la noche tuvo las suertes más diversas: llegó hasta los treinta mil francos y salió sin un céntimo. Cuando volvió, se encontró con Finot, que le esperaba para que le diera sus articulitos. Lucien cometió el error de quejarse.

—¡Ah!, todo no es de color de rosa —repuso Finot—. Ha dado usted tan bruscamente media vuelta a la derecha, que tenía que perder el apoyo de la prensa liberal, mucho más fuerte e influyente que la prensa ministerial y monárquica. No se debe nunca pasar de un campo al otro sin hacerse antes un buen lecho en el que consolarse de las pérdidas que forzosamente se deben experimentar, pero en todo caso una persona inteligente va a ver a sus amigos, les expone sus razones y se hace aconsejar por ellos su abjuración; de esta manera se convierten en cómplices de ella, la compadecen y se queda de acuerdo, como Nathan y Merlin con sus camaradas, en hacerse mutuos favores. Los lobos no se muerden entre ellos. Usted ha demostrado en este asunto la inocencia de un corderito. Se verá obligado a enseñar los dientes a su nuevo partido para sacar tajada. De este modo se le ha sacrificado necesariamente a Nathan. No le ocultaré el escándalo y el griterío que ha provocado su artículo contra D'Arthez. Marat es un santo comparado con usted. Se preparan ataques contra usted y su libro sucumbirá bajo ellos. ¿Cómo va su novela?

—Aquí tengo las últimas pruebas —dijo Lucien, enseñando un paquete de hojas.

—Se le atribuyen los artículos sin firma de los periódicos ministeriales y ultras contra D’Arthez. Ahora, todos los días, los alfilerazos de
El Despertar
van dirigidos contra los de la calle de Quatre-Vents, y las bromas son tanto más sangrientas cuanto que son graciosas. Hay todo un grupo político, serio y grave, detrás del periódico de Léon Giraud, y tarde o temprano suyo será el poder.

—No he puesto los pies en
El Despertar
desde hace ocho días.

—¡Bueno! Piense en mis articulitos. Haga inmediatamente cincuenta y se los pagaré de golpe; pero hágalos según el estilo del periódico.

Y Finot dio negligentemente a Lucien el tema de un artículo de burla contra el ministro de Justicia, contándole una pretendida anécdota que, según le dijo, corría por los salones.

Para reparar su pérdida en el juego, Lucien encontró, a pesar de su decaimiento, ánimo y juventud de espíritu, y compuso treinta artículos de dos columnas cada uno. Una vez terminados los artículos, Lucien se fue a casa de Dauriat, seguro de encontrar allí a Finot, al que se los quería dar en secreto; tenía además necesidad de hacerse explicar por el librero la no publicación de
Las Margaritas
. Encontró la tienda llena de gente, enemigos suyos. A su entrada, se hizo un silencio completo las conversaciones cesaron.

Al verse proscrito del periodismo, Lucien sintió redoblar su valor y se dijo a sí mismo, como a la entrada del Luxemburgo: «¡Triunfaré!».

Dauriat no estuvo ni amable ni protector, se mostró irónico, atrincherado en su derecho; haría aparecer
Las Margaritas
cuando quisiera, esperaría a que la situación de Lucien les asegurara un éxito, había comprado su entera propiedad.

Cuando Lucien objetó que Dauriat estaba obligado a publicar sus
Margaritas
por la misma naturaleza del contrato y por la cualidad de los contratantes, el librero sostuvo lo contrario y dijo que judicialmente no podía ser obligado a realizar una operación que juzgaba perjudicial; él era el único juez de la oportunidad. Además, existía una, solución que todos los tribunales admitirían: Lucien era dueño de devolver los mil escudos, recuperar su obra y hacérsela publicar por un periódico realista.

Lucien se retiró más picado por el tono moderado que Dauriat había adoptado, de lo que lo estuvo cuando empleó su pompa autocrática a raíz de su primera entrevista. De esta manera,
Las Margaritas
no serían a buen seguro publicadas más que en el momento en que Lucien contara para él con las fuerzas auxiliares de una poderosa camaradería, o se convirtiera en poderoso por sí mismo. El poeta regresó a su casa lentamente, presa de un desánimo que le dejaba al borde del suicidio, si la acción hubiese seguido al pensamiento. Vio a Coralie en la cama, pálida y doliente.

—¡Un papel o se nos muere! —le dijo Bérénice mientras Lucien se vestía para ir a la calle de Mont-Blanc, a casa de la señorita Des Touches, quien daba una gran fiesta y en donde debería encontrar a Des Lupeaulx, Vignon, Blondet, la señora de Espard y la señora de Bargeton.

La velada era dada para Conti, el gran compositor que poseía una de las voces más célebres fuera de la escena, para la Cinti, la Pasta, García, Levasseur y dos o tres voces ilustres del gran mundo. Lucien se deslizó hasta el lugar en que la marquesa, su prima y la señora de Montcornet estaban sentadas. El desgraciado muchacho adoptó un tono ligero, feliz, satisfecho; bromeó, se mostró al igual que en sus días de esplendor; no quería parecer necesitado de la ayuda de los demás. Hizo un resumen sobre los servicios que estaban prestando al partido monárquico, y como prueba se refirió a los gritos de odio que se levantaban entre los liberales.

—Será usted recompensado muy cumplidamente por todo ello, amigo mío —le dijo la señora de Bargeton, dirigiéndole una graciosa sonrisa—. Vaya pasado mañana a la cancillería, con la Garza y Des Lupeaulx, y tendrá su decreto firmado por el rey. El ministro de Justicia lo lleva mañana al palacio, pero hay consejo y volverá tarde; sin embargo, si me entero del resultado por la noche, le enviaré noticias. ¿Dónde vive?

—Ya volveré —repuso Lucien, avergonzado por tener que decir que vivía en la calle de la Lune.

—Los duques de Lenoncourt y de Navarreins han hablado de usted al rey —continuó la marquesa—, han celebrado en usted una de esas dedicaciones absolutas y completas que necesitan de una resonante recompensa a fin de vengarle de las persecuciones del partido liberal. Por otro lado, el nombre y el título de Rubempré, a los que tiene derecho por parte de su madre, van a ser ilustres en usted. El rey ha dicho a Su Excelencia, por la tarde, que le procure un edicto para autorizar al señor Lucien Chardon a llevar el apellido y los títulos de los condes de Rubempré, en su calidad de nieto del último conde por parte de su madre. «Favorezcamos a los vates», ha dicho, tras de haber leído su soneto sobre el lirio, del que por suerte mi prima se había acordado y entregado al duque.

Lucien tuvo una efusión de corazón que hubiese podido enternecer a una mujer que hubiese estado menos herida que lo estaba Louise de Espard de Nègrepelisse. Cuanto más guapo veía a Lucien, mayor era su sed de venganza. Des Lupeaulx tenía razón: Lucien carecía de tacto, no supo adivinar que la orden de la que se le hablaba no era más que una broma al estilo de las que tan bien sabía hacer la señora de Espard. Enardecido por aquel éxito y por la halagadora distinción que le testimoniaba la señorita Des Touches, se quedó en su casa hasta las dos de la madrugada a fin de poder hablar con ella en privado. Lucien se había enterado en las oficinas de los periódicos realistas de que la señorita Des Touches era la colaboradora secreta de una obra en la que había de trabajar la gran maravilla del momento, la pequeña Fay. Cuando los salones quedaron desiertos, condujo a la señorita Des Touches hasta un sofá, en el gabinete, y le contó de forma tan expresiva la desgracia de Coralie y la suya propia, que esta ilustre hermafrodita le prometió dar el papel principal a Coralie.

Al día siguiente al de esta velada, en el momento en que Coralie, feliz por la promesa que la señorita Des Touches había hecho a Lucien, volvía a la vida y almorzaba con su poeta, Lucien leía el diario de Lousteau, en donde se encontraba el relato epigramático de la anécdota inventada sobre el ministro de Justicia y sobre su mujer. La más negra maldad se ocultaba bajo la más aguda intención. El rey Luis XVIII quedaba perfectamente presentado y ridiculizado sin que pudieran intervenir los tribunales. He aquí el hecho al que el partido liberal quería dar verosimilitud, pero que no ha hecho sino engrosar el número de sus ingeniosas calumnias.

La pasión de Luis XVIII por una correspondencia galante y almizclada, llena de madrigales y de chispa, quedaba allí interpretada como la última expresión de su amor, que se hacía doctrinario: pasaba, según se explicaba allí, del hecho a la idea. La ilustre amante, tan cruelmente atacada por Béranger bajo el nombre de Octavie, había concebido los más serios temores. La correspondencia languidecía. Cuanto más desplegaba Octavie su ingenio, tanto más frío y apagado se mostraba su amante. Octavie acabó por describir las causas de aquel alojamiento: su poder estaba amenazado por las primicias y las delicias de una nueva correspondencia del real escritor con la esposa del ministro de Justicia. Esta mujer excelente era considerada como incapaz de escribir ni una mala carta; debía de ser, pura y simplemente, el editor responsable de una audaz ambición. ¿Quién podía ocultarse bajo esas faldas? Tras de algunas observaciones, Octavie descubrió que el rey mantenía correspondencia con su ministro. Entonces traza su plan. Ayudada por un amigo fiel retiene un día al ministro en la Cámara, con una tormentosa discusión, y se procura una entrevista con el rey, en la que subleva el amor propio del monarca con la revelación de este engaño. Luis XVIII entra en un acceso de cólera borbónica y real, estalla contra Octavie, duda; Octavie entonces le ofrece una prueba inmediata rogándole escriba un mensaje que precise de una respuesta inmediata. La desgraciada mujer, sorprendida, envía a buscar a su marido a la Cámara; pero todo estaba previsto, en aquel momento ocupaba la tribuna. La mujer suda tinta, recurre a todo su ingenio y responde con el ingenio que encuentra.

—Vuestro canciller os dirá el resto —exclamó Octavie, riéndose ante la decepción del rey.

Aunque falso, el artículo hería vivamente al rey, al ministro de Justicia y a su mujer. Des Lupeaulx, a quien Finot guardó siempre el secreto, había inventado, se decía, la anécdota. Este agudo y mordiente artículo hizo las delicias de los liberales y del partido de Monsieur. Lucien se divirtió, sin ver en él más que una agradable bola.

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