Las ilusiones perdidas (65 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Al día siguiente fue a reunirse con Des Lupeaulx y el barón du Châtelet. El barón iba a dar las gracias a Su Excelencia. El señor Châtelet, nombrado Consejero de Estado en servicio extraordinario, había sido nombrado conde con la promesa de la prefectura del Charente en cuanto el actual prefecto hubiese concluido el plazo necesario para retirarse con la máxima pensión. El conde du Châtelet, ya que el du quedó especificado en la orden, hizo subir a Lucien en su carruaje y le trató como a un igual. De no ser por los artículos de Lucien, tal vez no hubiese ascendido tan rápidamente: la persecución de los liberales había sido una especie de pedestal para él. Des Lupeaulx estaba en el Ministerio, en el despacho del secretario general. Al ver a Lucien, este funcionario dio un salto de extrañeza y miró a Des Lupeaulx.

—¡Cómo!, ¿Se atreve a aparecer por aquí, caballero? —dijo el secretario general a Lucien, estupefacto—. Su Excelencia ha roto la orden preparada, aquí está. —Enseñó entonces el primer papel rasgado en cuatro que le vino a la mano—. El ministro ha querido conocer el autor del espantoso artículo de ayer, y he aquí el original del número —dijo el secretario general, tendiendo a Lucien las hojas de su artículo—. ¿Se llama realista, caballero, y es colaborador de este infame periódico que hace blanquear las cabezas ministeriales, que molesta a los Ministerios y nos arrastra hacia un abismo? Se desayuna con
El Corsario, El Espejo, El Constitucional, El Correo, come con El Cotidiano
y
El Despertar
y cena con Martinville, el antagonista más terrible del ministerio y que empuja al rey hacia el absolutismo, lo que le conduciría a una revolución tan rápidamente como si se entregara a la extrema izquierda. Es usted un periodista muy hábil, pero nunca llegará a ser un político. El ministro le ha denunciado como el autor del artículo al rey, que en su cólera ha reñido al señor duque de Navarreins, su primer gentilhombre de servicio. Se ha creado unos enemigos tanto más poderosos cuanto que le eran más favorables. Lo que en un enemigo parece natural, es tremendo en un amigo.

—Pero, ¿es usted un niño, mi querido amigo? —dijo Des Lupeaulx—. Me ha puesto en un compromiso. Las señoras de Espard y de Bargeton y la señora de Montcornet, que respondían de usted deben estar furiosas. El duque ha debido hacer caer su cólera sobre la marquesa y la marquesa ha debido reñir a su prima. ¡No vaya allí! ¡Espere!

—¡Aquí llega Su Excelencia! ¡Salga! —dijo el secretario general.

Lucien se encontró en la plaza Vendôme, aturdido como un hombre al que acaban de dar un mazazo en la cabeza. Regresó a pie por los bulevares, tratando de juzgarse. Se vio convertido en el juguete de hombres envidiosos, ávidos y pérfidos. ¿Quién era en aquel mundo de ambiciones? Un niño que corría tras los placeres y el disfrute de la vanidad, sacrificándoselo todo; un poeta sin reflexión profunda, yendo de luz en luz como una mariposa, sin plan fijo, esclavo de las circunstancias, pensando bien y obrando mal. Su conciencia fue un despiadado verdugo. Por último, no tenía dinero y se sentía agotado por el trabajo y por el dolor. Sus artículos sólo pasaban detrás de los de Merlin y Nathan.

Caminaba a la ventura, perdido en sus reflexiones; mientras caminaba vio en algunos gabinetes literarios, que comenzaban a dar libros de lectura junto con los periódicos, un cartel en el que bajo un título extraño, completamente desconocido para él, brillaba su nombre: Por el señor Lucien Chardon de Rubempré. Su obra aparecía, y él no se había enterado, los periódicos se callaban. Permaneció, con los brazos colgando, inmóvil, sin advertir la presencia de un grupo de jóvenes elegantes, entre los que se encontraban Rastignac, De Marsay y algunos otros conocidos suyos. No se fijó en Michel Chrestien y en Léon Giraud, que se le acercaron.

—¿Es usted el señor Chardon? —le preguntó Michel con un tono que hizo resonar las entrañas de Lucien como cuerdas.

—¿No me conoce? —respondió, palideciendo.

Michel le escupió en la cara.

—Éstos son los honorarios de sus artículos contra D'Arthez. Si cada uno en su causa o en la de sus amigos imitara mi conducta, la Prensa sería lo que debe ser: un sacerdocio respetable y respetado.

Lucien vaciló y tuvo que apoyarse en Rastignac, al que dijo, así como a De Marsay:

—Caballeros, no pueden negarse a ser mis testigos. Pero antes quiero dejar la partida igualada y el asunto sin remedio.

Lucien dio un bofetón a Michel, quien no se lo esperaba. Los elegantes y los amigos de Michel se interpusieron entre el republicano y el realista, a fin de que esta lucha no adquiriera un carácter populachero. Rastignac sujetó a Lucien y lo llevó a su casa en la calle Taitbout, a dos pasos de esta escena que tenía lugar en el bulevar de Gand, a la hora de la comida. Esta circunstancia evitó las aglomeraciones propias de tales casos. De Marsay fue a buscar a Lucien, al que los dos dandys obligaron a comer alegremente con ellos en el café Inglés, en donde se emborracharon.

—¿Es usted diestro con la espada? —le preguntó De Marsay.

—Nunca he manejado una.

—¿Con la pistola? —dijo Rastignac.

—En mi vida he disparado un solo tiro.

—Tiene la suerte de su lado; es usted un temible adversario, puede matar a su hombre —dijo De Marsay.

Lucien, por suerte, encontró a Coralie dormida en la cama. La actriz había trabajado en una pequeña obra y de improviso se había tomado el desquite obteniendo aplausos legítimos, sin estipendio. Aquella velada, que sus enemigos no esperaban, decidió al director a darle el papel principal en la obra de Camille Maupin, ya que había terminado por descubrir la causa del fracaso de Coralie el día de su debut. Enojado por las intrigas de Florine y de Nathan para hacer caer a una actriz a la que quería, el director había prometido a Coralie la protección de la Administración.

A las cinco de la madrugada, Rastignac fue a buscar a Lucien.

—Mi querido amigo, está usted alojado según el estilo de su calle —le dijo por todo cumplido—. Seamos los primeros en llegar a la cita en el camino de Clignancourt, es de buen gusto y hemos de dar buen ejemplo.

—Éste es el programa —le dijo De Marsay en cuanto el coche rodaba por el
faubourg
Saint-Denis—. Se baten a pistola, a veinticinco pasos, andando libremente el uno hacia el otro hasta una distancia de quince pasos. Entonces cada uno tiene cinco pasos para dar y tres disparos que hacer. Ni uno más. Pase lo que pase, los dos se comprometen a limitarse a esto. Cargamos las pistolas de su adversario y los testigos de él cargan las de usted. Las armas han sido escogidas por los cuatro testigos en casa de un armero. Le prometo que hemos ayudado al azar: tienen pistolas de caballería.

Para Lucien la vida se había convertido en una pesadilla; le era indiferente vivir o morir. El valor propio del suicida le sirvió, pues, para parecer revestido de bravura ante los ojos de los espectadores de su duelo. Se quedó en su sitio sin andar. Esta inconsciencia pasó por un frío cálculo, se pensó que aquel poeta era un hombre de carácter. Michel Chrestien llegó hasta su límite. Los dos adversarios hicieron fuego al mismo tiempo, ya que los insultos habían sido considerados iguales. Al primer disparo, la bala de Chrestien rozó la mandíbula de Lucien, cuya bala pasó diez pies por encima de la cabeza de su adversario. Al segundo disparo, la bala de Michel se alojó en el cuello de la levita del poeta, la cual, por fortuna, estaba reforzada y almohadillada. Al tercer disparo, Lucien recibió la bala en la sien y cayó.

—¿Está muerto? —preguntó Michel.

—No —dijo el cirujano—, saldrá de ésta.

—Tanto peor —repuso Michel.

—¡Ah!, sí, tanto peor —dijo Lucien, prorrumpiendo en sollozos.

A mediodía, aquel desgraciado muchacho se encontró en su habitación, acostado en la cama; habían sido precisas cinco horas y grandes cuidados para transportarlo hasta allí. A pesar de que su estado no era peligroso, exigía precauciones: la fiebre podía provocar serias complicaciones. Coralie acalló su desesperación y su dolor. Durante todo el tiempo que su amigo estuvo en peligro, pasó las noches con Bérénice, estudiando sus papeles. El peligro de Lucien duró dos meses. La pobre muchacha a veces interpretaba un papel que pedía alegría, mientras en su interior no hacía más que repetirse: «Tal vez mi pobre Lucien esté muriéndose en este momento».

Durante este tiempo, Lucien fue cuidado por Bianchon: debió la vida a las atenciones de este amigo, herido tan vivamente, pero a quien D’Arthez había confiado el secreto de la gestión de Lucien, justificando al desgraciado poeta. En un momento de lucidez, ya que Lucien tuvo una fiebre nerviosa de gran gravedad, Bianchon, que sospechaba cierta generosidad por parte de D’Arthez, interrogó al enfermo; Lucien le dijo que no había hecho ningún otro artículo sobre el libro de D’Arthez, aparte del inserto en el periódico de Hector Merlin.

A fines del primer mes, la casa Fendant y Cavalier hizo suspensión de pagos. Bianchon aconsejó a la actriz que ocultara este terrible golpe a Lucien. La famosa novela
El arquero de Carlos IX
, aparecida bajo un título extraño, no había tenido el menor éxito. Para procurarse algo de dinero antes de hacer la suspensión, Fendant, a espaldas de Cavalier, había vendido esta obra en bloque a los tenderos, que la revendían a bajo precio para los buhoneros. En aquel momento, el libro de Lucien adornaba los parapetos de los puentes y muelles de París.

La librería del muelle de los Agustinos, que había adquirido una cierta cantidad de ejemplares de esta novela, se encontraba con la pérdida de una considerable suma a consecuencia del súbito descenso del precio: los cuatro volúmenes que había comprado a cuatro francos cincuenta, se vendían a cincuenta sueldos. El comercio lanzaba grandes gritos, y los periódicos continuaban guardando el silencio más profundo. Barbet no lo había previsto, creía en el talento de Lucien; contrariamente a sus costumbres, se había lanzado a comprar doscientos ejemplares y la perspectiva de una pérdida le volvía loco, decía horrores de Lucien. Barbet adoptó una postura heroica, colocó sus ejemplares en un rincón de su almacén, por una testarudez de avaro, y dejó que sus colegas se deshicieran de los suyos a bajo precio. Más tarde, en 1824, cuando el bello prefacio de D'Arthez, el mérito del libro y dos artículos hechos por Léon Giraud hubieron devuelto a esa obra su valor, Barbet vendió sus ejemplares uno a uno al precio de diez francos.

A pesar de las precauciones de Bérénice y Coralie, fue imposible impedir que Hector Merlin fuese a ver a su amigo moribundo; y le hizo beber gota a gota el cáliz amargo de aquel caldo, palabra en uso en librería para describir la funesta operación a la que se habían dedicado Fendant y Cavalier al publicar la obra de un neófito. Martinville, el único amigo fiel de Lucien, escribió un artículo magnífico en favor de la obra, pero la exasperación era tal, tanto en el campo liberal como en el ministerial, contra el redactor jefe del
Aristarco
, la
Oriflama
y la
Bandera blanca
, que los esfuerzos de este valiente atleta, que devolvió siempre diez insultos por cada uno al liberalismo, perjudicaron a Lucien. Ningún periódico recogió el guante de la polémica, por muy vivos que fuesen los ataques del brazo realista. Coralie, Bérénice y Bianchon cerraron la puerta a todos los que se decían amigos de Lucien, que profirieron grandes gritos de protesta, pero fue imposible cerrar la puerta a los agentes ejecutivos. La bancarrota de Fendant y Cavalier hacía sus letras exigibles en virtud de una disposición del Código de Comercio, la que más atenta a los derechos de terceros que de este modo se ven privados de los beneficios del contrato. Lucien se vio perseguido vigorosamente por Camusot.

Al ver aquel nombre, la actriz comprendió la terrible y humillante gestión que había tenido que hacer su poeta, para ella tan angelical. Por tal motivo, le amó diez veces más y no quiso suplicar a Camusot. Al venir a buscar a su prisionero, los guardias de comercio le encontraron en la cama y retrocedieron ante la idea de llevárselo; fueron a casa de Camusot antes de rogar al presidente del Tribunal para que les indicara la casa de salud adonde habría que trasladarlo. Camusot se presentó inmediatamente en la calle de la Lune. Coralie bajó y subió de nuevo con las pruebas del procedimiento que, según el endoso, indicaban a Lucien como comerciante. ¿Cómo había obtenido ella esos documentos de Camusot?, ¿qué promesa había hecho? Guardó el más profundo silencio, pero había subido medio muerta.

Coralie actuó en la obra de Camille Maupin y contribuyó en gran parte al éxito de la ilustre hermafrodita literaria. La creación de este papel fue el último destello de esta bella lámpara. A la vigésima representación, en el momento en que Lucien, restablecido, comenzaba a pasear, a comer y hablaba de reemprender sus trabajos, Coralie cayó enferma: una pena secreta le devoraba. Bérénice creyó siempre que por salvar a Lucien se había comprometido a volver con Camusot. La actriz tuvo la mortificación de ver dar su papel a Florine. Nathan declaraba la guerra al Gimnasio en el caso en que no se diera a Florine el papel de Coralie. Interpretando su papel hasta el último momento para no dejárselo coger por su rival, Coralie se excedió en sus fuerzas; el Gimnasio le había hecho algunos adelantos durante la enfermedad de Lucien, no podía pedir más a la caja del tesoro, a pesar de su buena voluntad; Lucien no se encontraba aún en situación de trabajar, además cuidaba de Coralie a fin de tranquilizar a Bérénice; este pobre hogar llegó pues a un estado lastimoso; sin embargo tuvo la suerte de encontrar en Bianchon un médico hábil y abnegado que le proporcionó crédito en una farmacia. La situación de Coralie y Lucien fue pronto conocida por los acreedores y el propietario. Los muebles fueron embargados: La modista y el sastre, no temiendo ya al periodista, persiguieron a ultranza, a estos dos bohemios. Finalmente no quedaron más que el farmacéutico y el chacinero que dieran crédito a aquellos dos desgraciados jóvenes. Lucien, Bérénice y la enferma se vieron obligados durante una semana a no comer más que cerdo bajo todas las formas ingeniosas y variadas que le dan los cocineros. Esta carne, bastante indigesta por naturaleza, agravó la enfermedad de la actriz.

Lucien, obligado por la miseria, se presentó en casa de Lousteau a reclamar los mil francos que este antiguo amigo, este traidor, le debía. Ésta fue, en medio de sus desgracias, la gestión que más le costó hacer. Lousteau no podía ya volver a su casa en la calle de La Harpe; dormía en casa de amigos y era perseguido y acorralado como una liebre. Lucien encontró a su fatal introductor en el mundo literario en Flicoteaux. Lousteau cenaba en la misma mesa en que Lucien le había encontrado para su desgracia el día en que se había alejado de D'Arthez. Lousteau le invitó a cenar y Lucien aceptó.

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