—Tú no conoces el amor propio de las ciudades provincianas —replicó Lucien—. En una pequeña ciudad del Mediodía fueron a las puertas a recibir en triunfo a un joven que había obtenido el premio de honor en el gran certamen, al considerarlo como un gran hombre en ciernes.
—Escúchame, mi querido Lucien, no quiero sermonearte, te lo diré todo en una sola frase: aquí, desconfía hasta de las cosas más insignificantes.
—Tienes razón —repuso Lucien, sorprendido al encontrar a su hermana tan poco entusiasta.
El poeta estaba en el colmo de la gloria al ver convertida en un triunfo su mezquina y vergonzante entrada en Angulema.
—¡No creéis en lo poco de gloria que tan caro nos cuesta! —exclamó Lucien tras una hora de silencio, durante la que se formó una especie de tormenta en su corazón.
Por toda respuesta, Ève miró a Lucien y esta mirada le dejó avergonzado de su acusación.
Unos instantes antes de comer, un ordenanza de la Prefectura trajo una carta dirigida al señor Lucien Chardon y que pareció dar la razón a la vanidad del poeta, que el mundo disputaba a la familia.
Esta carta era la siguiente invitación:
«El señor conde Sixte du Châtelet y la señora condesa du Châtelet ruegan al señor Lucien Chardon les haga el honor de comer con ellos el quince de septiembre próximo.
R. P. F.».
A la carta, iba unida esta tarjeta de visita:
«El conde Sixte du Châtelet. Gentilhombre ordinario de Cámara del Rey, prefecto del Charente y consejero de Estado».
—Está usted en favor —dijo Séchard padre—; en la ciudad se habla de usted como de un gran personaje… Angulema y el Houmeau se disputan quién será el que más coronas le lance…
—Mi querida Ève —dijo Lucien al oído de su hermana—, me encuentro igual que estaba en el Houmeau el día que tuve que ir a casa de la señora de Bargeton: no tengo ropa para la comida del prefecto.
—¿Entonces piensas aceptar esa invitación? —exclamó la señora Séchard, espantada.
Estalló entonces una discusión entre hermano y hermana sobre la cuestión de acudir o no a la Prefectura. El buen sentido de la mujer de provincia decía a Ève que nadie puede mostrarse en público si no es con el rostro risueño, con traje completo y vestido irrepochablemente; pero ocultaba su verdadero pensamiento:
«¿A dónde conducirá a Lucien la comida del prefecto? ¿De qué le puede ser útil la alta sociedad de Angulema? ¿No se estará tramando alguna cosa contra él?».
Lucien acabó por decir a su hermana antes de ir a acostarse:
—Tú no sabes cuánta puede ser mi influencia: la mujer del prefecto teme al periodista; y por otra parte, en la condena du Châtelet está siempre Louise de Nègrepelisse. Una mujer que acaba de obtener tantos favores, puede salvar a David. Le hablaré del descubrimiento que mi hermano acaba de realizar y no será difícil para ella obtener del ministerio una subvención de diez mil francos.
A las once de la noche, Lucien, su hermana, su madre, el tío Séchard, Marion y Kolb, fueron despertados por los acordes de la banda de la ciudad, a la que se había unido la de la guarnición, y se encontraron con la plaza du Murier llena de gente. Se dio una serenata a Lucien Chardon de Rubempré, a cargo de los jóvenes de Angulema. Lucien se asomó a la ventana del cuarto de su hermana y dijo en medio del más profundo silencio, después del último acorde:
—Agradezco a mis paisanos el honor que me hacen, trataré de ser digno de él; me perdonarán que no diga más: mi emoción es tan viva que no sabría continuar.
—¡Viva el autor de
El arquero de Carlos IX
!… ¡Viva el autor de
Las Margaritas
! ¡Viva Lucien de Rubempré!
Después de estas tres salvas proferidas por algunas voces, tres coronas y unos ramos fueron lanzados diestramente a través de la ventana, dentro del piso. Diez minutos más tarde, la plaza estaba completamente vacía y el silencio reinaba en ella.
—Hubiese preferido diez mil francos —dijo el viejo Séchard, que miró y remiró las coronas y ramilletes con aire sarcástico—. Pero usted le ha dado margaritas y ellos le devuelven ramos, todo queda en flores.
—¡Ésta es la estima en que tiene los honores que mis paisanos me confieren! —exclamó Lucien, cuya fisonomía ofreció una expresión enteramente desprovista de melancolía y que verdaderamente resplandeció de satisfacción—. Si conociera a los hombres, papá Séchard, sabría que en la vida nunca se tropieza con dos ocasiones iguales. ¡No hay más que un verdadero entusiasmo a quien se pueda deber triunfos semejantes!… Esto, mi queridas madre y hermana, borra muchas penas.
Lucien abrazó a su madre y a su hermana, como se suele abrazar en los momentos en que la alegría se desborda en oleadas tan grandes que es necesario volcarlas sobre el corazón de un amigo. (A falta de un amigo, decía en cierta ocasión Bixiou, un autor ebrio por su éxito abraza a su portero.)
—Bueno, querida niña —dijo a su hermana—, ¿por qué lloras ahora? ¡Ah!, es de alegría…
—¡Ah! —dijo Ève a su madre, antes de acostarse de nuevo y cuando se encontraron solas—. Creo que dentro de cada poeta hay una bella mujer de la peor especie.
—Tienes razón —dijo la madre, moviendo la cabeza—. Lucien lo ha olvidado ya todo, no sólo sus miserias, sino también las nuestras.
Madre e hija se separaron sin atreverse a decirse todos sus pensamientos.
En los países devorados por el sentimiento de insubordinación social, escondido bajo la palabra «igualdad», todo triunfo es uno de esos milagros que no prospera, como ciertos milagros, sin la cooperación de técnicos expertos. De diez ovaciones obtenidas por personas vivas y consideradas, en el seno de la patria, nueve son por causas extrañas al glorioso homenajeado. La apoteosis de Voltaire en el escenario del Teatro Francés, ¿no era la de la filosofía de su siglo? En Francia sólo se puede triunfar cuando todo el mundo se corona en la cabeza del triunfador. Por lo tanto, las dos mujeres tenían razón en sus presentimientos. El éxito del gran hombre de provincias era demasiado antipático a las inconmovibles costumbres de Angulema como para que no hubiese sido puesto en escena por intereses o por un dirigente apasionado, colaboraciones igualmente pérfidas. Ève, como la mayor parte de las mujeres, desconfiaba por temperamento y sin poder justificarse la razón de esta desconfianza. Al dormirse se decía:
«¿Quién quiere aquí a mi hermano como para haber excitado a la región?…
Las Margaritas
no han sido aún publicadas; ¿cómo pueden, entonces, felicitarle por un éxito que todavía no ha obtenido?…».
Este triunfo, efectivamente, era obra de Petit-Claud. El día en que el cura de Marsac le anunció la vuelta de Lucien, el abogado comía por primera vez en casa de la señora de Sénonches, que tenía que recibir oficialmente la petición de mano de su pupila. Fue una de estas comidas de familia cuya solemnidad se traiciona más por los tocados que por el número de los invitados. A pesar de estar en familia, se sabe que se está en representación y las intenciones se descubren en todas las caras.
Françoise estaba presentada como en un escaparate. La señora de Sénonches había enarbolado los pabellones de sus más cuidadosos tocados. El señor de Hautoy vestía de negro. El señor de Sénonches, a quien su mujer había escrito la llegada de la señora du Châtelet, que por primera vez se tenía que presentar en su casa, y la presentación oficial de un pretendiente para Françoise, había regresado de casa del señor de Pimentel. Cointet, vestido con su mejor traje marrón de corte eclesiástico, ofreció a las miradas un diamante de seis mil francos en su chorrera, la venganza del rico comerciante sobre la aristocracia empobrecida. Petit-Claud, depilado, peinado, enjabonado, no había podido desprenderse de su aire seco.
Era imposible no comparar a aquel procuradorcillo, enfundado en su traje, a una víbora helada, pero la esperanza aumentaba de tal forma la vivacidad de sus ojos de urraca, puso tanto afeite en su cara, se acicaló de tal forma, que justo llegó a la dignidad de un ambicioso pequeño procurador del rey.
La señora de Sénonches había rogado a sus íntimos que no dijeran una sola palabra de la primera entrevista de su pupila con un pretendiente, ni de la aparición de la prefecta, de manera que esperó a tener sus salones llenos. Efectivamente, el señor prefecto y su esposa habían hecho sus visitas oficiales mediante cartas, reservando el honor de las visitas personales como un medio de acción. Además, la aristocracia de Angulema estaba trabajada por una curiosidad tan enorme, que muchas personas del bando de Chandour se propusieron acudir al palacio Bargeton, ya que se mantenía obstinadamente la costumbre de no llamar a esta casa el palacio de Sénonches.
Las pruebas de la influencia de la condesa du Châtelet habían despertado muchas ambiciones; y además, se decía que había cambiado tanto para ventaja suya, que todo el mundo quería juzgar por sí mismo. Al enterarse por Cointet, durante el camino, de la gran noticia del favor que Zéphirine había obtenido de la prefecta para poderle presentar el futuro de la querida Françoise, Petit-Claud se envaneció de sacar partido de la falsa posición en que la vuelta de Lucien colocaba a Louise de Nègrepelisse.
El señor y la señora de Sénonches habían adquirido compromisos tan fuertes al comprar su casa, que como buenos provincianos no se preocuparon de realizar el menor cambio en ella. Por lo tanto, las primeras palabras de Zéphirine a Louise, al ir a su encuentro cuando la anunciaron, fueron:
—Mi querida Louise, vea… está aún en su casa… —mientras le señalaba la pequeña araña con colgantes, las cornisas y el mobiliario que en un tiempo tanto fascinó a Lucien.
—Precisamente, querida, mi intención es acordarme lo menos posible de todo esto —dijo graciosamente la señora prefecta, lanzando una ojeada a su alrededor para observar a la concurrencia.
Todos se mostraron unánimes en confesar que Louise de Nègrepelisse no se parecía en nada a sí misma. El ambiente parisiense en el que había vivido durante dieciocho meses, la primera felicidad de su matrimonio, que transformó a la mujer tan bien como París había transformado a la provinciana, esa especie de dignidad que da el poder, todo ello hacía de la condesa du Châtelet una mujer que se parecía a la señora de Bargeton como una muchacha de veinte años se parece a su madre.
Llevaba una encantadora capota de encaje y flores sujeta negligentemente por un alfiler con cabeza de diamante. Su forma de peinado, a la inglesa, le realzaba el rostro y la rejuvenecía, ocultando los contornos. Llevaba un vestido de tela con el talle en punta, deliciosamente entallado y cuya hechura, obra de la famosa Victorine, realzaba su talle. Sus hombros, cubiertos por una pañoleta de blonda, apenas eran visibles bajo una estola de gasa, ingeniosamente colocada alrededor de su cuello demasiado largo. Finalmente, jugaba con aquellas bonitas bagatelas cuyo manejo es siempre la pesadilla de la mujer provinciana; un bonito pebetero colgaba de su pulsera por una cadena; en una mano tenía su abanico y su pañuelo enrollado, sin sentirse molesta. El exquisito gusto en los detalles más ínfimos, sus ademanes y posturas, copiadas de la señora de Espard, revelaban en Louise un sabio estudio del
faubourg
Saint-Germain.
En cuanto al antiguo guapo del Imperio, el matrimonio le había madurado como a aquellos melones que, de verdes todavía la víspera, se vuelven amarillos en una sola noche. Al encontrar en el rostro marchito de su mujer la frescura que Sixte había perdido, las bromas corrieron de oreja a oreja, al estilo provinciano, con tanta más fruición cuanto que todas las mujeres se daban cuenta de la nueva superioridad de la antigua reina de Angulema; y el tenaz intruso tuvo que pagar por su mujer.
Exceptuando al señor de Chandour y a su mujer, al difunto Bargeton, el señor Pimentel y los Rastignac, en el salón se encontraba más o menos la misma concurrencia que el día en que Lucien dio su lectura, ya que monseñor llegó seguido de sus vicarios. Petit-Claud, impresionado por el espectáculo de la aristocracia angulemina, en cuyo centro desesperaba de encontrarse nunca cuatro meses antes, sintió cómo se calmaba su odio hacia las clases superiores. Encontró encantadora a la condesa du Châtelet, diciéndose:
«¡Ésta es, pues, la mujer que puede hacerme nombrar sustituto!».
A media velada, después de haber hablado el mismo tiempo con cada una de las mujeres, variando siempre el tono de la conversación según la importancia de la persona y la conducta que había seguido a raíz de su fuga con Lucien, Louise se retiró al gabinete con monseñor. Zéphirine tomó entonces el brazo de Petit-Claud, que sentía latir su corazón, y le condujo hacia aquel gabinete en donde habían comenzado las desgracias de Lucien y donde habrían de consumarse.
—He aquí al señor Petit-Claud, querida; te lo recomiendo con tanto más interés cuanto que todo lo que por él puedas hacer será, sin duda, en provecho de mi pupila.
—¿Es usted procurador, caballero? —preguntó la augusta hija de los Nègrepelisse mientras examinaba a Petit-Claud.
—¡Ay!, sí, señora condesa. —Nunca en su vida el hijo del sastre del Houmeau había tenido ocasión, ni siquiera una sola vez, de emplear estas dos palabras, así que pareció como si se le llenara la boca—. Pero —añadió— depende de la señora condesa el que me mantenga derecho en la curia. Según dicen, el señor Milaud ha sido destinado a Nevers…
—Pero —interrumpió la condesa—, ¿no hay que ser segundo y después primer sustituto? Me gustaría verle inmediatamente primer sustituto… Para ocuparme de usted y obtener este favor quiero alguna certeza de su adhesión a la Legitimidad, a la Religión y, sobre todo, al señor de Villèle.
—¡Ah!, señora —dijo Petit-Claud, aproximándose a su hijo— soy un hombre dispuesto a obedecer al rey de forma absoluta.
—Esto es lo que nos hace falta hoy en día —repuso ella, echándose hacia atrás para demostrarle que no quería que se le dijera nada al oído—. Si sigue siendo de la conveniencia de la señora de Sénonches, cuente conmigo —añadió, haciendo con el abanico un gesto real.
—Señora —dijo Petit-Claud, a quien se mostró Cointet, llegando a la puerta del gabinete—, Lucien está aquí.
—¿Y bien, caballero?… —repuso la condesa, con un tono que hubiera detenido cualquier sonido en la garganta de un hombre ordinario.
—La señora condesa no me comprende —continuó Petit-Claud, sirviéndose de la más respetuosa fórmula—; quiero darle una prueba de adhesión a su persona. ¿Cómo quiere la señora condesa que el gran hombre que ella creó sea recibido en Angulema? No puede haber medias tintas: ha de ser objeto de desprecio o de gloria.