Las ilusiones perdidas (86 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Lucien se apartó unos pasos para dejar discretamente a la señora du Châtelet con el prelado.

—¡Ah!, señora condesa, ¡este muchacho tiene mucho ingenio!… Me estaba explicando cómo le debe a usted todos sus éxitos…

—Yo, señora, no soy ingrato… —dijo Lucien, lanzando una mirada de reproche que encantó a la condesa.

—Entendámonos —dijo ella, atrayendo a Lucien con un gesto del abanico—. Venga con Monseñor, por aquí… Su Ilustrísima será nuestro juez.

Y señaló el gabinete, haciendo pasar al obispo.

—Está obligando a Monseñor a hacer un papelón… —dijo una mujer del campo Chandour, lo suficientemente alto como para ser oída.

—¡Nuestro juez!… —dijo Lucien, mirando alternativamente al prelado y a la prefecta—. ¿Habrá, pues, un culpable?

Louise de Nègrepelisse se sentó en el canapé de su antiguo gabinete. Después de haber hecho que Lucien se sentara a su lado y Monseñor al otro, comenzó a hablar. Lucien hizo a su antigua amiga el honor, la sorpresa y la dicha de no escuchar. Tuvo la actitud y los gestos de la Pasta en
Tancredi
, cuando va a decir: «¡Oh, patria!…». Sobre su fisonomía, cantó la famosa cavatina «del Risso». Finalmente, el alumno de Coralie encontró el medio de hacer que a sus ojos asomaran unas lágrimas.

—¡Ah, Louise, cómo te amaba! —le dijo al oído, sin preocuparse por el prelado ni por la conversación, en el momento en que se dio cuenta que las lágrimas habían sido vistas por la condesa.

—Séquese los ojos o me perderá aquí, una vez más —dijo ella, volviéndose hacia él en un aparte que chocó al prelado.

—Es suficiente con una —repuso vivamente Lucien—. Esta frase de la prima de la señora de Espard secaría todas las lágrimas de una Magdalena. ¡Dios mío!… Por un momento he encontrado mis recuerdos, mis ilusiones, mis veinte años, y usted me los…

Monseñor entró repentinamente en el salón, comprendiendo que su dignidad podía quedar comprometida por aquellos dos antiguos amantes. Todos afectaron dejar solos a la prefecta y a Lucien en el gabinete. Pero un cuarto de hora más tarde, Sixte, a quien los discursos, las risas y los paseos en el umbral de la puerta disgustaron, se acercó con aire más que contrariado, y se encontró a Lucien y a Louise en animada conversación.

—Señora —dijo Sixte al oído de su mujer—, usted que conoce mejor que yo Angulema, ¿no tendría que pensar en la señora prefecta y en el gobierno?

—Querido —dijo, mirando a su editor responsable con aire altanero que le hizo temblar—, estoy hablando con el señor de Rubempré de cosas importantes para usted. Se trata de salvar a un inventor a punto de ser víctima de las maniobras más ruines, y usted nos va a ayudar a ello… En cuanto a esas señoras, pueden pensar de mí lo que quieran, y va a ver cuál va a ser mi comportamiento para helar el veneno en sus lenguas.

Salió del gabinete, apoyada en el brazo de Lucien, y le condujo a firmar el contrato, alardeando con una audacia de gran señora.

—¿Firmamos juntos?… —dijo ella, tendiendo la pluma a Lucien.

Lucien se dejó enseñar por ella el lugar en el que había firmado, a fin de que sus firmas estuvieran una junto a la otra.

—Señor de Sénonches, ¿ha reconocido al señor de Rubempré? —dijo la condesa, forzando al impertinente cazador a saludar a Lucien.

Condujo a Lucien de nuevo al salón y lo sentó entre ella y Zéphirine, en el temible canapé del centro. Luego, como una reina en su trono, comenzó, primero en voz baja, una conversación, evidentemente chistosa, a la que se unieron algunos de sus antiguos amigos y muchas mujeres que le hacían la corte. Bien pronto Lucien, convertido en el héroe del círculo, fue instado por la condesa a hablar de la vida de París, cuya sátira fue improvisada con un verbo increíble y sembrada de anécdotas sobre personas célebres, verdadera golosina de la conversación de la que tan ávidos son los provincianos. Se admiró el ingenio como se había admirado al hombre. La señora condesa Sixte triunfaba de forma tan patente con Lucien, hacía tan perfectamente el papel de mujer encantada con su instrumento, le proporcionaba la réplica con tanta oportunidad, solicitaba para él aprobación con miradas tan comprometedoras, que varias mujeres comenzaron a ver en la coincidencia de la vuelta de Louise y Lucien un profundo amor víctima de algún doble desprecio. Un despecho había, tal vez, conducido al matrimonio tan poco acertado con du Châtelet, contra el que ahora se producía la reacción.

—¡Bueno! —dijo Louise en voz baja a Lucien, antes de levantarse—. Pasado mañana, hágame el favor de ser puntual…

La prefecta dejó a Lucien esbozando una pequeña inclinación de cabeza excesivamente amistosa, y se fue a decir unas palabras al conde Sixte que buscaba su sombrero.

—Si lo que la señora du Châtelet me acaba de decir es verdad, mi querido Lucien, cuente conmigo —dijo el prefecto, yendo en persecución de su mujer, que se marchaba sin él, como en París—. Desde esta noche su cuñado puede considerarse como persona libre de culpa.

—El señor conde me lo debe —repuso Lucien, sonriendo.

—Bueno, estamos fastidiados… —dijo Cointet al oído de Petit-Claud, testigo de esta despedida.

Petit-Claud, fulminado por el éxito de Lucien, estupefacto por la brillantez de su ingenio y por el juego de su gracia, miraba a Françoise de La Haye, cuya fisonomía, llena de admiración por Lucien, parecía decir a su prometido: «Sea como su amigo».

Un rayo de alegría iluminó el rostro de Petit-Claud.

—La cena del prefecto no es hasta pasado mañana, tenemos aún un día para nosotros —dijo—; respondo de todo.

—Bueno, amigo mío —dijo Lucien a Petit-Claud a las dos de la mañana, mientras regresaban a pie—; llegué, vi, vencí. Dentro de unas horas Séchard será completamente feliz.

«Esto es todo lo que yo quería saber. Sólo te creía poeta, y también eres Lauzun; esto es ser dos veces poeta», pensó Petit-Claud, dándole un apretón de manos que había de ser el último.

—Mi querida Ève —dijo Lucien, despertando a su hermana—; ¡una buena noticia! Dentro de un mes Lucien ya no tendrá más deudas…

—¿Y cómo?

—Pues bien, la señora du Châtelet escondía bajo sus faldas a mi antigua Louise; ¡me quiere más que nunca y va a hacer un informe al Ministerio del Interior, a través de su marido, en favor de nuestro descubrimiento!… Por eso, no tenemos más de un mes para sufrir, el tiempo de vengarme del prefecto y hacerle el más dichoso de los esposos. —Ève creyó estar soñando al oír hablar a su hermano—. Al ver de nuevo el saloncito gris en donde temblaba como un niño hace dos años, al examinar aquellos muebles, las pinturas y las figuras, ¡me caía una venda de los ojos! ¡Cómo cambia París la forma de pensar!

—¿Es eso una dicha?… —dijo Ève, entendiendo por fin a su hermano.

—Bueno, tú estás dormida; hasta mañana, ya hablaremos después del almuerzo —le dijo Lucien.

El plan de Cérizet era de una enorme sencillez. Aunque pertenecía a la clase de estratagemas de los que se valen los notarios y agentes ejecutivos de provincias para detener a sus deudores, y cuyo éxito es hipotético, tenía que triunfar, ya que se basaba tanto sobre el conocimiento de los caracteres de Lucien y David como sobre sus esperanzas.

Entre las obrerillas de las que era el Don Juan y a las que gobernaba, enfrentando a unas contra otras, el regente de los Cointet, por el momento en servicio extraordinario, había distinguido a una de las planchadoras de Basine Clerget, una muchacha casi tan guapa como la señora de Séchard, llamada Henriette Signol, y cuyos padres eran pequeños viñadores que vivían en su propiedad a dos leguas de Angulema, en la carretera de Saintes.

Los Signol, como todos los campesinos, no eran lo suficientemente ricos como para tener con ellos a su hija única y la habían destinado a colocarse en una casa, es decir, a que fuera doncella. En provincias, una doncella tiene que saber lavar y planchar la ropa fina. La reputación de la señora Prieur, a quien sucedía Basine, era tal que los Signol colocaron allí a su hija como aprendiza, pagando una pensión por el alojamiento y la manutención. La señora Prieur pertenecía a esta raza de viejas amas que, en provincias, creen substituir a los padres. Vivía en familia con sus aprendizas, las llevaba a la iglesia y las vigilaba concienzudamente.

Henriette Signol, una morena guapa, desenvuelta, de mirada penetrante, cabellos largos y abundantes, era blanca como son blancas las hijas del Mediodía, con la blancura de una magnolia. Por lo tanto, Henriette fue una de las primeras obreras que Cérizet catalogó; pero como pertenecía a una familia de honrados labradores, no cedió más que vencida por los celos, por el mal ejemplo y por esta frase seductora: «¡Me casaré contigo!», que Cérizet le dijo una vez se vio segundo regente en casa de los señores Cointet.

Al enterarse de que los Signol poseían unos diez o doce mil francos en viñas y una pequeña casa bastante confortable, el parisiense se apresuró a colocar a Henriette en la imposibilidad de ser la mujer de otro. Los amores de la bella Henriette y del pequeño Cérizet estaban en aquel punto cuando Petit-Claud le habló de hacerle propietario de la imprenta Séchard, enseñándole una especie de comandita de veinte mil francos que debía de ser un cebo. Este porvenir deslumbró al regente, la cabeza le dio vueltas, la señorita Signol le pareció un obstáculo para sus ambiciones y se desentendió de la pobre muchacha. Henriette, presa de la desesperación, se encariñó tanto más con el pequeño regente cuanto que éste parecía querer abandonarla.

Al descubrir que David se ocultaba en casa de la señorita Clerget, el parisiense, cambió de idea con respecto a Henriette, pero sin variar de conducta; ya que se proponía hacer servir para su fortuna la especie de locura que se apodera de una muchacha cuando, para esconder su deshonra, tiene que casarse con su seductor. Durante la mañana del día en que Lucien tenía que reconquistar a su Louise, Cérizet confió a Henriette el secreto de Basine, diciéndole que su futuro y su matrimonio dependían del descubrimiento del lugar en que se escondía David. Una vez aleccionada, Henriette no tuvo dificultad en reconocer que el impresor sólo podía estar oculto en el lavabo de la señorita Clerget, y no creyó haber hecho mal alguno dedicándose a ese espionaje; pero Cérizet la había comprometido en su traición con ese comienzo de participación.

Lucien dormía todavía cuando Cérizet, que fue a enterarse el resultado de la velada, escuchaba en el despacho de Petit-Claud la narración de los grandes menudos acontecimientos que debían conmocionar a Angulema.

—¿Lucien le ha escrito alguna carta desde su vuelta? —preguntó el parisiense después de haber inclinado la cabeza en señal de satisfacción cuando el procurador hubo terminado.

Ésta es la única que tengo —dijo Petit-Claud, tendiendo una nota en la que Lucien había trazado unas líneas sobre el papel de cartas que su hermano utilizaba.

—Pues bien —dijo Cérizet—, diez minutos antes de la puesta del sol, que se embosque Doublon en la Puerta Palet, que esconda a sus gendarmes y que disponga a su gente, tendrá a su hombre.

—¿Estás seguro de tu asunto? —preguntó Petit-Claud, examinando a Cérizet.

—Confío en la suerte —dijo el ex golfillo de París—, que es una bribona y no quiere a las personas honradas.

—Es preciso triunfar —repuso el procurador con tono seco.

—Triunfaré —dijo Cérizet—. Usted es quien me ha revolcado por este barro, bien podría darme algunos billetes de banco para limpiarme… Pero, caballero —añadió el parisiense, al sorprender en el rostro del procurador una expresión que no le gustó—, si me ha engañado, si dentro de ocho días no me compra la imprenta… Pues bien, dejará usted una joven viuda —dijo en voz baja el de París, lanzando la muerte en su mirada.

—Si detenemos a David a las seis, estáte a las nueve en casa del señor Gannerac y realizaremos tu asunto —dijo perentoriamente el procurador.

—De acuerdo. ¡Será servido, patrón! —dijo Cérizet.

Cérizet conocía ya el manejo consistente en lavar el papel, que coloca hoy en día los intereses del fisco en peligro. Lavó las cuatro lineas escritas por Lucien y las reemplazó por las siguientes, imitando la letra con una perfección desoladora para el porvenir social del regente.

«Mi querido David, puedes venir sin temor a casa del Prefecto; tu asunto ya está resuelto; y para estos momentos, ya puedes salir, me adelantaré a tu encuentro para explicarte cómo debes comportarte con el Prefecto.

»Tu hermano,

Lucien».

A mediodía, Lucien escribió una carta a David, en donde le comunicaba el éxito de la velada y le aseguraba la protección del prefecto, que, dijo, hoy mismo dirigía un informe al ministro sobre el descubrimiento, que le había entusiasmado.

En el momento en que Marion llevó esa carta a la señorita Basine, con el pretexto de darle a lavar las camisas de Lucien, Cérizet, informado por Petit-Claud de la probabilidad de esta carta, condujo a la señorita Signol a un paseo por las orillas, del Charente. Hubo sin duda un combate en el que la honradez de Henriette se defendió durante largo tiempo, ya que el paseo duró dos horas. No sólo estaba en juego el interés de una pobre criatura, sino también todo un porvenir de dicha, una fortuna; y lo que Cérizet le pedía era una bagatela; de todos modos, él se guardó muy bien de informarle sobre sus consecuencias. Únicamente, lo que asustaba a Henriette era el exorbitante precio de aquellas bagatelas. Sin embargo, Cérizet logró de su amante que se prestara a realizar su estratagema. A las cinco, Henriette salió y volvió a entrar, diciendo a la señorita Clerget que la señora Séchard la llamaba inmediatamente. Luego, un cuarto de hora después de la salida de Basine, ella subiría, llamaría al cuarto y entregaría a David la falsa carta de Lucien. Después, Cérizet lo esperaba todo del azar.

Por primera vez en más de un año, Ève sintió que se aflojaba el cinturón férreo con que la necesidad la oprimía. Al fin tuvo esperanzas. Ella también quiso disfrutar de su hermano, mostrarse al brazo del hombre festejado en su tierra, adorado por las mujeres, amado por la orgullosa condesa du Châtelet. Se puso guapa y pensó pasearse por el Beaulieu del brazo de su hermano, A aquella hora todo Angulema, en el mes de septiembre, se da cita allí para tomar el fresco.

—¡Oh!, es la bella señora Séchard —dijeron algunas voces, al ver a Ève.

—Nunca lo hubiera pensado de ella —dijo una mujer.

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