Las llanuras del tránsito (137 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Jondalar pensó que tenía un comportamiento extraño.

–No entiendo –dijo. Se preguntó si la idea de perder a los dos caballos no sería un golpe demasiado fuerte para ella. Ayla tiró de la pesada lámina de cuero de mamut que estaba bajo el fuego, y su gesto provocó que una brasa cayese directamente sobre el cuero.

–Dame un cuchillo, Jondalar. Tu cuchillo más afilado.

–¿Mi cuchillo? –dijo Jondalar.

–Sí, tu cuchillo –pidió Ayla–. Confeccionaré unas botas para los caballos.

–¿Que vas a hacer qué?

–Confeccionar unas botas para los caballos, y también para Lobo. ¡Con este cuero de mamut!

–¿Cómo vas a fabricar botas para los caballos?

–Cortaré redondeles del cuero de mamut, y después practicaré orificios en los bordes, pasaré por los agujeros un cordel y lo ataré todo a los tobillos de los caballos. Si el cuero de mamut puede impedir que el hielo corte nuestros pies, también protegerá las patas de los animales –explicó Ayla.

Jondalar se quedó pensando un momento, visualizando lo que ella describía; después sonrió.

–¡Ayla! Creo que servirá. ¡Por la Gran Madre! ¡Creo que servirá! ¡Qué idea tan maravillosa! ¡Cómo se te ocurrió!

–Así es como Iza me fabricaba botas. De ese modo la gente del clan se protegía los pies. Y también las manos. Estoy tratando de recordar si era eso lo que Guban y Yorga usaban. Es difícil saberlo, porque después de un tiempo se adaptan al pie.

–¿Ese cuero será suficiente?

–Tendrá que serlo. Mientras alimento el fuego, terminaré de preparar este remedio para las heridas y quizá una infusión caliente para nosotros. No hemos bebido nada en dos días, y probablemente no volveremos a prepararlo antes de que salgamos de estos hielos. Es necesario ahorrar combustible, pero creo que una bebida caliente nos vendrá muy bien ahora mismo.

–¡Me parece que tienes razón! –dijo Jondalar, sonriendo de nuevo y sintiéndose mucho mejor.

Ayla examinó cuidadosamente cada casco de los dos caballos, limpió los puntos heridos, aplicó la medicación y después les ató las botas de cuero de mamut. Al principio los animales trataron de sacudirse los extraños protectores adheridos a las patas, pero estaban atados con firmeza, y rápidamente se acostumbraron a ellos. Después Ayla echó mano de las cubiertas que había confeccionado para Lobo y se las ató. Lobo las masticó y mordisqueó, tratando de desembarazarse de aquellas incómodas novedades, pero un rato después también él cejó en sus intentos. Sus grandes patas lobunas estaban ahora mucho mejor protegidas.

La mañana siguiente colocaron sobre los caballos una carga un poco más liviana: habían quemado parte del carbón pardo y el pesado cuero de mamut estaba ahora en sus patas. Ayla los descargaba cuando se detenían a descansar, y cargaba personalmente una proporción un poco mayor del peso. Pero no podía dedicarse a llevar lo que soportaban los robustos caballos. A pesar de la marcha, los cascos y las patas de los animales parecían haber mejorado mucho por la noche. Lobo tenía un aspecto perfectamente normal, lo que era un alivio tanto para Ayla como para Jondalar. Las botas aportaron una ventaja imprevista: cumplieron la función de una especie de calzado para la nieve allí donde había una espesa capa y así los animales grandes y pesados no se hundían tanto.

La rutina del primer día persistió, con algunas variaciones. Avanzaban más rápidamente por la mañana; las tardes traían nieve y viento de diferente intensidad. A veces podían caminar un poco más después de la tormenta; y en otras ocasiones tenían que permanecer en el lugar en que se habían detenido por la tarde y pasar allí la noche; en cierta ocasión se vieron obligados a interrumpir el viaje dos días, pero ninguna de las ventiscas fue tan intensa como la que habían soportado el primer día.

La superficie del glaciar no era en modo alguno tan lisa y llana como había parecido ese primer día de luminoso sol. Los viajeros avanzaban a trompicones a través de grandes acumulaciones de suave polvo de nieve que formaba altas pilas como consecuencia de las tormentas localizadas. Otras veces, cuando los fuertes vientos barrían la superficie, tenían que pisar los afilados salientes y resbalaban al interior de zanjas poco profundas; los pies quedaban atrapados en los espacios estrechos y los tobillos se torcían bajo el peso del cuerpo sobre la superficie desigual. Sin previo aviso se desencadenaban borrascas instantáneas, los vientos intensos casi nunca amainaban y los viajeros experimentaban una sensación de constante ansiedad a causa de las grietas invisibles simuladas por endebles puentes o cornisas de nieve.

Esquivaban las grietas abiertas, sobre todo en las proximidades del centro, donde el aire seco tenía tan escasa humedad que la nieve no alcanzaba la densidad necesaria para llenar los huecos. Y el frío, el frío intenso, cruel, que calaba hasta los huesos, jamás amainaba. Su aliento se les congelaba sobre la piel de las capuchas, alrededor de la boca; una gota de agua que caía de una taza se congelaba antes de tocar el suelo. Sus caras, expuestas a los crueles vientos y al sol intenso, se agrietaban, se despellejaban y ennegrecían. La congelación del cuerpo era una amenaza constante.

Comenzaban a sentir los efectos del esfuerzo. Sus reacciones empezaban a debilitarse y también su capacidad de juicio. Una furiosa tormenta vespertina se había prolongado hasta la noche. Por la mañana, Jondalar estaba impaciente por ponerse en marcha. Habían perdido mucho más tiempo de lo que él había previsto. Con aquel frío cruel, el agua necesitaba más tiempo para calentarse, y la provisión de piedras de quemar estaba disminuyendo.

Ayla estaba preparando su alforja; después comenzó a buscar alrededor de su piel de dormir. No alcanzaba a recordar cuántos días habían estado sobre el hielo, pero por lo que a ella se refería, habían sido demasiados, pensaba mientras buscaba.

–¡Deprisa, Ayla! ¿Por qué te retrasas tanto? –rezongó Jondalar.

–No encuentro los protectores de los ojos –dijo.

–Ya te dije que no debías perderlos. ¿Quieres quedarte ciega? –explotó Jondalar.

–No, no deseo quedarme ciega. ¿Por qué crees que los estoy buscando? –replicó Ayla. Jondalar cogió la piel de Ayla y la sacudió enérgicamente. Las antiparras de madera cayeron al suelo.

–Mira bien dónde las pones la próxima vez –dijo–. Ahora, en marcha.

Levantaron deprisa el campamento, pero Ayla se mostraba hosca y rehusaba hablar a Jondalar. Él se acercó e inspeccionó nuevamente los bultos que ella había atado, como solía hacer. Ayla cogió la cuerda de Whinney e inició la marcha, obligando a la yegua a moverse antes de que Jondalar pudiera examinar el equipaje.

–¿No crees que sé cargar un caballo? Dijiste que querías que partiéramos enseguida. ¿Por qué estás perdiendo el tiempo? –le dijo por encima del hombro.

Jondalar se dijo irritado que sólo había tratado de ser cuidadoso. «Ella ni siquiera conoce el camino. Ya veremos qué piensa cuando comience a caminar en círculos un buen rato. Entonces vendrá a pedirme que la guíe», pensó Jondalar mientras caminaba detrás de la joven.

Ayla tenía frío y estaba fatigada a causa de la penosa marcha. Avanzaba sin fijarse mucho en su entorno. Pensó: «Si él quiere que caminemos con tanta prisa, pues lo haremos. Y si llegamos a ver el fin de este hielo, ojalá que nunca más tenga nada que ver con un glaciar».

Lobo corría nerviosamente entre Ayla, que iba delante, y Jondalar, que seguía detrás. No le gustaba el súbito cambio de las posiciones respectivas. El hombre alto siempre había ido por delante. El lobo se adelantó a la mujer, que avanzaba casi a ciegas, indiferente a todo lo que no fuese aquel frío miserable y sus sentimientos lastimados. De pronto, se detuvo directamente frente a ella, cortándole el paso.

Ayla, que llevaba de la cuerda a la yegua, se desvió a un lado y siguió adelante. El lobo volvió a adelantarse y de nuevo se detuvo frente a Ayla. Ella tampoco hizo caso. Le tocó las piernas; pero Ayla le apartó. Lobo avanzó algo más y después se sentó para llamar la atención de su ama. Ella prosiguió su marcha. Lobo corrió hacia Jondalar, brincó y gimió frente a él y después dio algunos brincos en dirección a Ayla, gimiendo, y de nuevo se acercó al hombre.

–Lobo, ¿sucede algo? –preguntó Jondalar, que al fin prestó atención al nerviosismo del animal.

De pronto, oyó un sonido terrorífico, un estampido sofocado. Levantó bruscamente la cabeza en el momento mismo en que adelante se elevaron en el aire surtidores de nieve liviana.

–¡No! ¡Oh, no! –exclamó Jondalar angustiado, y se adelantó a la carrera. Cuando la nieve se posó, un animal solitario estaba al borde de una ancha grieta. Lobo levantó el hocico y emitió un aullido largo y desolado.

Jondalar se echó sobre el hielo, en el borde de la grieta, y trató de mirar hacia abajo.

–¡Ayla! –gritó desesperado–. ¡Ayla! –Se le había puesto un duro nudo en el estómago. Sabía que era inútil. Ella jamás le oiría. Estaba muerta en el fondo de una profunda grieta en el hielo.

–¿Jondalar?

Él oyó una tenue y angustiosa voz que llegaba desde muy lejos.

–¿Ayla? –Sintió una oleada de esperanza y miró hacia abajo. A gran profundidad, de pie sobre una estrecha cornisa de hielo que emergía del muro de la profunda zanja, estaba la mujer aterrorizada–. ¡Ayla, no te muevas! –ordenó Jondalar–. Quédate completamente quieta. Esa cornisa también puede desprenderse.

«Está viva», pensó Jondalar. «No puedo creerlo. Es un milagro. Pero ¿cómo la sacaré de allí?»

En el interior del abismo de hielo, Ayla se apoyaba contra la pared, aferrándose desesperadamente a una fisura en el saliente, petrificada de miedo. Había estado caminando a través de la nieve hundida casi hasta las rodillas, perdida en sus propios pensamientos. Estaba cansada, muy cansada de todo: del hielo, de abrirse paso penosamente en la nieve profunda, del glaciar. La excursión a través del hielo había agotado sus energías, y la fatiga le había calado hasta los huesos. Aunque se esforzaba para seguir caminando, su único deseo era llegar al fin del enorme glaciar.

Y de pronto, un estrepitoso crujido la arrancó de sus cavilaciones. Experimentó la terrible sensación del hielo sólido que cedía bajo sus pies, y entonces recordó aquel terremoto de muchos años antes. Instintivamente trató de cogerse a algo, pero el hielo y la nieve que se desplomaban no le ofrecieron nada. Sintió que caía, casi sofocada en medio del puente de nieve que se había desplomado bajo sus pies, y no tenía idea de cómo había ido a parar a la estrecha cornisa.

Miró hacia arriba, temerosa incluso de ese movimiento mínimo, no fuese que el más leve cambio de posición aflojara su precario punto de apoyo. Arriba, el cielo parecía casi oscuro; creyó que veía el débil resplandor de las estrellas. Una ocasional lámina de hielo o un puñado de nieve caían tardíamente del reborde, desprendiéndose finalmente de su precario sostén y cubriendo de fragmentos a la mujer a medida que descendían.

La cornisa era una estrecha prolongación de una superficie más antigua, enterrada hacía mucho tiempo por las sucesivas nevadas. Descansaba sobre un peñasco ancho e irregular que había sido arrancado de la roca sólida a medida que el hielo fue llenando lentamente un valle y se desbordó por los costados hacia otros adyacentes. El río de hielo, que fluía majestuosamente, acumulaba grandes cantidades de polvo, arena, grava y peñascos arrancados de la roca viva y los arrastraba lentamente hacia la corriente más veloz del centro. Estas morrenas formaban largas cintas de residuos sobre la superficie a medida que se desplazaban en el mismo sentido que la corriente. Cuando más tarde la temperatura se elevaba lo suficiente para derretir los enormes glaciares, dejaban las señales de su paso en los riscos y las colinas formadas por un surtido heterogéneo de piedras.

Mientras ella esperaba, temiendo moverse y manteniéndose muy quieta, oyó débiles murmullos y rumores sordos en la profunda caverna helada. Al principio creyó que era su imaginación. Pero la masa de hielo no era tan sólida como parecía sobre la dura superficie externa. Constantemente se readaptaba, se expandía, se desplazaba y deslizaba. La explosión de una nueva grieta que se abría o cerraba en un punto lejano, en la superficie o la profundidad del glaciar, originaba vibraciones a través del sólido extrañamente viscoso. La gran montaña de hielo estaba horadada por catacumbas: corredores que se interrumpían bruscamente, largas galerías que viraban y serpenteaban, descendían o se elevaban; bolsonos y cavernas que se abrían sugestivos y después se cerraban.

Ayla comenzó a mirar alrededor. Las altas paredes de hielo relucían con una luz azul brillante e increíblemente intensa, que tenía un concentrado matiz verde. Con un súbito sobresalto, comprendió que había visto antes ese color, pero en un solo lugar. Los ojos de Jondalar tenían el mismo azul intenso y asombroso. Ansiaba verlos de nuevo. Los planos fracturados del enorme cristal de hielo suscitaban en ella la sensación del misterioso y fugaz movimiento que adivinaba más allá de su visión periférica. Sintió que si volvía la cabeza con rapidez suficiente vería alguna forma efímera desapareciendo en los muros reflejados.

Pero era todo ilusión, un truco del mago que manipulaba los ángulos y la luz. El hielo cristalino anulaba la mayor parte del espectro rojo de la luz proveniente del globo candente que estaba en el cielo y producía el verde azulado intenso; los bordes y los planos de las superficies coloreadas y reflejadas determinaban juegos de refracción y reflexión unas con otras.

Ayla miró hacia arriba cuando sintió que le caía encima una lluvia de nieve. Vio la cabeza de Jondalar que asomaba por el borde de la grieta y después un trozo de cuerda que descendía como una víbora hacia ella.

–Ayla, ata la cuerda alrededor de tu cintura –gritó Jondalar–, y asegúrala bien. Dime cuándo estás lista.

«Otra vez lo mismo», se dijo Jondalar. ¿Por qué siempre trataba de controlar lo que ella hacía si sabía que era más que capaz de hacerlo sola? ¿Por qué le decía que hiciera algo que era perfectamente obvio? Ayla sabía que era necesario atar bien la cuerda. Por eso se había irritado y comenzó a alejarse furiosa; por tanto, ahora estaba en ese peligroso aprieto..., pero ella debía saber a qué atenerse.

–Estoy lista, Jondalar –gritó Ayla, después de enrollar la cuerda alrededor de su cintura y asegurarla con muchos nudos–. Estos nudos no se deslizarán.

–Está bien. Ahora, aférrate a la cuerda. Vamos a subirte –dijo Jondalar.

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