Las llanuras del tránsito (141 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–¡Los tienes! ¿Qué me dices de los mamutoi? ¿Acaso no eres Ayla de los mamutoi?

–No es lo mismo. Los echo de menos y siempre los amaré, pero no fue tan difícil dejarlos. Fue peor la otra vez, cuando tuve que separarme de Durc.

Una expresión de dolor se manifestó en sus ojos.

–Ayla, sé que para ti fue difícil abandonar un hijo. –La abrazó–. Quizá no lo recuperes de ese modo, pero es posible que la Madre te dé otros hijos... más adelante..., quizá hasta hijos de mi espíritu.

Le pareció que ella no le oía.

–Dijeron que Durc era deforme, pero eso no era cierto. Pertenecía al clan, pero también era mío. Era parte de ambos. Ellos no creían que yo fuese deforme, sino solamente fea, y además era más alta que los hombres del clan..., alta y fea...

–Ayla, no eres ni alta ni fea. Eres bella, y recuerda que mi estirpe es tu estirpe.

Ella le miró.

–Jondalar, antes de que tú llegases yo no tenía a nadie. Ahora te tengo y te amo, y quizá un día tenga un niño tuyo. Eso me haría feliz –dijo Ayla sonriendo.

La sonrisa de Ayla alivió a Jondalar y su mención del hijo le tranquilizó todavía más. Observó la posición del sol en el cielo.

–Si no nos damos prisa, no llegaremos hoy a la caverna de Dalanar. Vamos, Ayla, los caballos necesitan un poco de ejercicio. Te desafío a una carrera a través del prado. Creo que no podría soportar otra noche en la tienda cuando ya estamos tan cerca.

Lobo salió del bosque, desbordando energía y deseos de jugar. Pegó un brinco, apoyó las patas en el pecho de Ayla y le lamió el mentón. Ayla pensó que aquélla era su familia y apuñó el pelaje del cuello de Lobo. Este magnífico animal y la yegua fiel y paciente, el animoso corcel y el hombre, aquel hombre maravilloso. Poco más tarde conocería a la familia de Jondalar.

Guardó silencio mientras preparaba lo poco que aún conservaban. De pronto, comenzó a retirar las cosas de un envoltorio distinto.

–Jondalar, me bañaré en ese arroyo y me pondré una túnica y calzones limpios –dijo, mientras se quitaba la túnica de cuero que había estado usando hasta entonces.

–¿Por qué no esperas a que lleguemos? Ayla, te congelarás. Esa agua es probable que venga directamente del glaciar.

–No me importa, no quiero conocer a tu gente completamente sucia por el polvo del viaje.

Llegaron a un río de aguas verdosas y turbias a causa del desagüe del glaciar; el caudal estaba creciendo, aunque el nivel de las aguas podía ser mucho más elevado cuando alcanzase su volumen total, al final de la estación. Miraron hacia el este, río arriba, hasta que encontraron un lugar poco profundo y pudieron vadear su curso; después ascendieron en dirección al sudeste. Estaba cayendo la tarde cuando llegaron a una pendiente poco pronunciada que terminaba cerca de una pared rocosa. Bajo un saliente se ocultaba la abertura oscura de una caverna.

Una joven estaba sentada en el suelo, de espaldas a los viajeros, rodeada por láminas y nódulos rotos de pedernal. Con una mano sostenía un botador, una vara de madera aguzada, sobre el núcleo de una piedra gris oscura, tratando de situarla exactamente, y preparándose para golpearla con un pesado martillo de hueso que sostenía en la otra mano. Estaba tan absorta en su tarea que no advirtió que Jondalar se deslizaba en silencio y se acercaba por detrás.

–Continúa practicando, Joplaya. Un día llegarás a ser tan buena como yo –dijo con una sonrisa.

La maza de hueso falló el blanco y quebró la hoja que estaba afinando; la mujer se volvió bruscamente, con una expresión de incredulidad en la cara.

–¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar! ¿Eres tú realmente? –exclamó, y se arrojó en los brazos del hombre. Con los brazos alrededor de la cintura de Joplaya, él la alzó y giró sobre sí mismo. Joplaya se aferró a él, como si no deseara soltarlo jamás–. ¡Madre! ¡Dalanar! ¡Jondalar ha regresado! ¡Jondalar ha regresado! –gritó.

La gente salió corriendo de la caverna y un hombre mayor, tan alto como Jondalar, se acercó al visitante. Se abrazaron, se separaron, se miraron; después volvieron a abrazarse.

Ayla hizo una señal a Lobo, que se le acercó más mientras la joven retrocedió y se quedaba mirando, sosteniendo las cuerdas que sujetaban a los dos caballos.

–¡De modo que has vuelto! Te ausentaste tanto tiempo, que no creía que regresaras –dijo el hombre.

Y entonces, por encima del hombro de Jondalar, Dalanar contempló un espectáculo muy sorprendente. Dos caballos, cargados de canastos y bultos, cada uno con una plancha de cuero sobre el lomo y un corpulento lobo, esperaban cerca de una mujer alta, vestida con un chaquetón de piel y calzones de extraño estilo, con una decoración casi desconocida. Ella se había quitado la capucha, y sus cabellos dorados descendían en ondas a ambos lados de la cara. Sus rasgos tenían un aire decididamente extranjero, lo mismo que el estilo poco frecuente de sus prendas; lo que no hacía sino destacar más la belleza de la forastera.

–No veo a tu hermano, pero no has vuelto solo –dijo el hombre.

–Thonolan ha muerto –dijo Jondalar, cerrando involuntariamente los ojos–. Yo también habría muerto de no ser por Ayla.

–Lamento saberlo. El muchacho me gustaba. Willomar y tu madre sufrirán mucho. Pero veo que tu gusto por las mujeres no ha cambiado. Siempre mostraste preferencia por las bellas Zelandoni.

Jondalar se preguntó por qué él creía que Ayla era Una Que Servía a la Madre. Después volvió los ojos hacia Ayla, rodeada por los animales y de pronto la vio como debía verla el hombre de más edad, y sonrió. Se acercó al borde del claro, cogió la rienda de Corredor y comenzó a regresar, seguido por Ayla, Whinney y Lobo.

–Dalanar de los lanzadonii, da la bienvenida a Ayla de los mamutoi –dijo.

Dalanar extendió las dos manos, con las palmas hacia arriba, en el saludo que expresaba franqueza y amistad. Ayla cogió las dos manos con las suyas.

–En el nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi –dijo Dalanar.

–Yo te saludo, Dalanar de los lanzadonii –replicó Ayla, con la formalidad debida.

–Hablas bien nuestra lengua para ser una persona que llega de tan lejos. Me complace conocerte.

El formalismo de Dalanar se veía desmentido por su sonrisa. Había advertido el modo de hablar de Ayla y pensaba que era muy sugestivo.

–Jondalar me enseñó a hablar –dijo ella, que no pudo disimular cierta expresión de asombro. Miró a Jondalar, y después nuevamente a Dalanar, desconcertada por el parecido entre los dos.

Los largos cabellos rubios de Dalanar eran un poco más ralos sobre la cabeza y tenía la cintura un tanto más gruesa; pero poseía los mismos ojos intensamente azules –con algunas arrugas en los ángulos. Su voz tenía también el mismo timbre, el mismo tono. Incluso acentuaba del mismo modo la palabra «placer», sugiriendo un atisbo de doble sentido. Era realmente extraño. La calidez de sus manos provocó en ella una reacción peculiar. La semejanza incluso desconcertó por un momento el cuerpo de Ayla.

Dalanar percibió esa reacción y sonrió como sonreía Jondalar, pues comprendía el motivo y por eso mismo simpatizaba con ella. «Si tiene un acento tan extraño», pensó, «seguramente viene de un lugar lejano». Cuando soltó las manos de Ayla, el lobo se le acercó de pronto, sin demostrar el más mínimo temor, aunque él no podía decir lo mismo. Lobo insinuó la cabeza bajo la mano de Dalanar, reclamando atención, como si ya conociera al hombre. Dalanar advirtió sorprendido que acariciaba al hermoso animal, como si fuese una actitud perfectamente natural mimar a un corpulento lobo vivo.

Jondalar sonreía.

–Lobo te confunde conmigo. Todos han dicho siempre que nos parecemos. Cuando menos lo pensemos, estarás sentado en el lomo de Corredor.

Acercó la cuerda al hombre.

–¿Has dicho «sobre el lomo de Corredor»? –preguntó Dalanar.

–Sí. Hemos recorrido la mayor parte del camino sobre el lomo de estos caballos. Yo llamo Corredor a este potro –dijo Jondalar–. El caballo de Ayla se llama Whinney, y esta bestia grande que tanto ha simpatizado contigo se llama «Lobo» –pronunció la palabra mamutoi que significaba lobo.

–¿Cómo has podido llegar a tener un lobo y dos caballos? –comenzó Dalanar.

–Dalanar, ¿dónde están tus modales? ¿No crees que otras personas desean conocer a la mujer y escuchar sus relatos?

Ayla, todavía un poco desconcertada por el asombroso parecido de Dalanar con Jondalar, se volvió hacia la que hablaba y se descubrió a sí misma mirando de nuevo atentamente. La mujer no se asemejaba a nadie que Ayla hubiera conocido antes. Los cabellos, recogidos para formar un rodete sobre la coronilla, eran negros y relucientes, con algunas hebras grises en las sienes. Pero su cara atrajo especialmente la atención de Ayla. Era redonda y chata, con pómulos salientes, una nariz minúscula y unos ojos negros y sesgados. La sonrisa de la mujer contradecía su voz severa; Dalanar sonrió admirado.

–¡Jerika! –exclamó Jondalar, sonriendo complacido.

–¡Jondalar! ¡Qué alegría verte de nuevo! –Se abrazaron con evidente afecto–. Como este oso salvaje que es mi compañero no tiene modales, ¿por qué no me presentas a tu amiga? Y después puedes explicarme por qué esos animales se quedan aquí en lugar de huir –dijo la mujer.

Avanzó hasta quedar entre los dos hombres, empequeñecida por ellos. Los dos tenían exactamente la misma estatura; la cabeza de Jerika apenas llegaba a la mitad del pecho de cualquiera de ellos. La mujer caminaba con paso vivo y enérgico. Ayla pensó en un pájaro, una impresión que se veía reforzada por aquel cuerpo diminuto.

–Jerika de los lanzadonii, te presento a Ayla de los mamutoi. Es la responsable de la conducta de los animales –dijo Jondalar, que sonrió a la mujercita, de modo que en su cara apreció la misma expresión que la de Dalanar–. Ella puede explicarte mejor que yo por qué no huyen.

–Bienvenida aquí, Ayla de los mamutoi –dijo Jerika extendiendo las manos–. Y también bienvenidos los animales, si puedes prometer que mantendrán esa conducta tan extraña.

Mientras hablaba miraba a Lobo.

–Te saludo, Jerika de los lanzadonii. –Ayla correspondió a la sonrisa. El apretón de la mano de la mujercita tenía una fuerza sorprendente y, Ayla así lo percibió, su carácter–. El lobo no lastimará a nadie, a menos que alguien nos amenace. Los caballos se inquietan cuando hay extraños y suelen encabritarse si uno se acerca demasiado, lo cual puede ser peligroso. Sería mejor que la gente se mantuviese lejos de ellos por lo menos al comienzo, hasta que conozcan mejor a todos.

–Me parece razonable, pero me alegro de que nos lo hayas advertido –replicó Jerika, y miró a Ayla con desconcertante franqueza–. Has venido de muy lejos. Los mamutoi viven más allá del fin del Donau.

–¿Conoces el país de los Cazadores del Mamut? –preguntó Ayla, sorprendida.

–Sí, e incluso más al este, aunque no recuerdo mucho. A Hochaman le encantará hablarte de esos lugares. Nada le agrada más que contar sus historias a nuevos oyentes. Mi madre y él vinieron de un país que está cerca del Mar Infinito, sobre el extremo este de la tierra. Yo nací en el camino. Vivimos con muchos pueblos, a veces durante muchos años. Recuerdo a los mamutoi. Buena gente. Excelentes cazadores. Querían que nos hubiéramos quedado con ellos –dijo Jerika.

–¿Por qué no aceptasteis?

–Hochaman no deseaba asentarse todavía. Su sueño era viajar hasta los confines del mundo, para ver cuánto se extendía la tierra. Conocimos a Dalanar no mucho después de la muerte de mi madre y decidimos permanecer aquí y ayudarle a aprovechar la mina de pedernal. Pero Hochaman ha vivido para ver realizado su sueño –dijo Jerika, volviendo los ojos hacia su compañero, el hombre de elevada estatura–. Ha recorrido todo el camino que va del Mar Infinito del este hasta las Grandes Aguas del oeste. Dalanar le ayudó a completar su viaje, hace unos años, llevándole sobre sus espaldas la mayor parte del camino. Hochaman lloró cuando vio el gran mar occidental y lavó a todos con agua salada. Ahora no puede caminar mucho, pero nadie ha realizado un viaje tan largo como Hochaman.

–O como tú, Jerika –agregó orgulloso Dalanar–. Has viajado casi tan lejos como yo.

–Hmmm. –La mujer se encogió de hombros–. No es como si yo hubiese hecho la elección. Pero estoy riñendo a Dalanar y, además, yo misma hablo demasiado.

Jondalar mantenía el brazo alrededor de la cintura de la mujer a la que había sorprendido.

–Desearía conocer a tu compañera de viaje –dijo ella.

–Por supuesto, discúlpame –dijo Jondalar–. Ayla de los mamutoi, ésta es mi prima, Joplaya de los lanzadonii.

–Te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi –contestó la mujer extendiendo las manos.

–Yo te saludo, Joplaya de los lanzadonii –dijo Ayla, que de pronto tuvo conciencia de su propio acento y se alegró de vestir una túnica limpia bajo el chaquetón. Joplaya era tan alta como ella, quizá un poco más. Tenía los pómulos salientes de su madre, pero su cara no era tan chata y su nariz se asemejaba a la de Jondalar, sólo que era más delicada y estaba mejor cincelada. Las suaves cejas negras armonizaban con los largos cabellos negros, y las gruesas pestañas enmarcaban los ojos que sugerían el tipo de la madre, ¡pero de un verde deslumbrante!

Joplaya era una mujer de asombrosa belleza.

–Me alegro de conocerte –dijo Ayla–. Jondalar me ha hablado de ti muchas veces.

–Me alegro de que él no me haya olvidado –replicó Joplaya. Retrocedió un paso y el brazo de Jondalar le rodeó de nuevo la cintura.

Otras personas se habían ido acercando y Ayla tuvo que pechar con la ceremonia formal con cada miembro de la caverna. Todos tenían curiosidad por conocer a la mujer que Jondalar había traído, pero el examen y las preguntas de los habitantes del lugar comenzaron a incomodarla; por eso se alegró cuando intervino Jerika.

–Creo que deberíamos reservar algunas preguntas para después. Estoy segura de que podrán contarnos muchas cosas, pero seguramente se encontrarán cansados. Vamos, Ayla, te mostraré dónde podéis descansar. ¿Los animales necesitan algo especial?

–Sólo deseo descargarlos y encontrar un lugar en el cual puedan pastar. Si no tienes inconveniente, Lobo permanecerá dentro, con nosotros –pidió Ayla.

Vio que Jondalar estaba enfrascado en su conversación con Joplaya, y descargó sola los bultos que los dos caballos traían; pero él se apresuró a ayudarla cuando llegó el momento de introducir las cosas en la caverna.

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