Las llanuras del tránsito (143 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Echozar, no odies al pueblo de tu madre –dijo Ayla–. No se trata de que sean malos, sucede únicamente que son tan antiguos que cambian con mucha dificultad. Sus tradiciones se remontan a un pasado muy lejano y no comprenden las nuevas costumbres.

–Y son personas –dijo Jondalar a Dalanar–. Eso es algo que he aprendido en este viaje. Conocimos una pareja un poco antes de iniciar el cruce del glaciar, ésa es otra historia, pero están planeando organizar reuniones para tratar los problemas que han tenido con algunos de nosotros y sobre todo con ciertos jóvenes losadunai. Y alguien hasta se ha aproximado hasta ellos con la idea de comerciar con ellos.

–¿Los cabezas chatas tienen reuniones? ¿Comerciar? Este mundo está cambiando más rápidamente de lo que yo puedo comprender –dijo Dalanar–. Antes de conocer a Echozar, ni siquiera lo hubiera creído.

–Echozar, quizá la gente les llame cabezas chatas y animales, pero tú sabes perfectamente que tu madre era una mujer valerosa –dijo Ayla, y después le tendió las manos–. Sé lo que se siente cuando uno no tiene un pueblo. Ahora yo soy Ayla de los mamutoi. ¿Nos darás la bienvenida, Echozar de los lanzadonii?

Él la cogió de las manos y Ayla sintió que las del hombre temblaban.

–Ayla de los mamutoi, eres bienvenida aquí –dijo.

Jondalar se adelantó con las manos extendidas.

–Yo te saludo, Echozar de los lanzadonii –dijo.

–Te doy la bienvenida, Jondalar de los zelandonii –dijo Echozar–, pero no necesitas que a ti se te dé la bienvenida aquí. He oído hablar del hijo del hogar de Dalanar. No hay ninguna duda de que naciste de su espíritu. Te le pareces mucho.

Jondalar sonrió.

–Todos lo dicen, pero ¿no crees que su nariz es un poco más grande que la mía?

–No lo creo. Creo que tu nariz es más grande que la mía –dijo riendo Dalanar, palmeando la espalda del joven–. Entra, la comida se está enfriando.

Ayla se retrasó un momento para conversar con Echozar; cuando se volvió para entrar, Joplaya la retuvo.

–Deseo hablar con Ayla, Echozar, pero no entres todavía. También contigo quiero conversar –dijo. Él se apartó deprisa, para dejar solas a las dos mujeres, pero no antes de que Ayla percibiese la adoración que se traslucía en sus ojos cuando miraba a Joplaya.

–Ayla, yo... –comenzó a decir Joplaya–. Yo... creo que sé por qué Jondalar te ama. Quiero decirte... que os deseo felicidad a ambos.

Ayla miró atentamente a la mujer de cabellos negros. Percibió un cambio en ella, cierto retraimiento, un sentimiento de sombría determinación. De pronto, Ayla supo por qué se había sentido tan incómoda frente a esa mujer.

–Gracias, Joplaya. Yo le amo profundamente; para mí sería difícil vivir sin él. Me dejaría un gran vacío interior y sería muy difícil soportarlo.

–Sí, muy difícil soportarlo –dijo Joplaya, cerrando un momento los ojos.

–¿Vais a venir a comer? –preguntó Jondalar, que había salido de la caverna.

–Adelante, Ayla. Hay algo que tengo que hacer antes.

Capítulo 44

Echozar miró el gran fragmento de obsidiana y después apartó los ojos. Las ondulaciones del trozo oscuro y reluciente deformaban el reflejo de Echozar, pero nada podía modificarlo, y él no deseaba ver su propia imagen. Estaba vestido con una túnica de piel de ciervo, ribeteada con pedazos de piel y adornada con cuentas fabricadas con huesos huecos de pájaro, plumas teñidas y afilados dientes de animales. Nunca había poseído nada tan lujoso. Joplaya lo había confeccionado para él con motivo de la ceremonia en que oficialmente se incorporaría a la Primera Caverna de los lanzadonii.

Mientras entraba en el sector principal de la caverna, palpó el cuero suave, alisándolo con reverencia, pues sabía que las manos de Joplaya lo habían trabajado. Casi sufría tan sólo con pensar en ella. La había amado desde el primer momento. Ella era quien le hablaba, le escuchaba y trataba de arrancarle de su aislamiento. Nunca habría podido aquel año ponerse delante de todos esos zelandonii en la Reunión de Verano si no hubiera sido por ella, y cuando veía cómo la cortejaban los hombres, deseaba morir. Había necesitado meses para reunir valor y solicitarla: ¿Cómo era posible que un hombre que tenía la apariencia física de Echozar se atreviese a soñar con una mujer como ella? Pero cuando Joplaya no le rechazó, esa actitud alimentó la esperanza de Echozar. Pero ella había tardado tanto en darle una respuesta, que él estaba seguro de que era el modo de negarse que usaba Joplaya.

Y entonces, el día de la llegada de Ayla y Jondalar, cuando ella le preguntó si aún la deseaba, Echozar no pudo creerlo. ¡Vaya si la deseaba! Nunca había deseado tanto en el curso de su vida. Esperó el momento de hablar a solas con Dalanar. Pero los visitantes le acompañaron siempre. Y Echozar no deseaba molestarlos. Además, temía preguntar. Sólo la posibilidad de desaprovechar su única oportunidad de llevar una vida más feliz de lo que jamás había creído posible le infundía valor.

Después Dalanar dijo que Joplaya era hija de Jerika y que Echozar tendría que tratar el asunto con ella. Pero se había limitado a preguntar si Joplaya le aceptaba y si él la amaba. ¿Si la amaba? ¡Oh, Madre, cómo la amaba!

Echozar ocupó su lugar entre la gente que aguardaba expectante y sintió que el corazón le latía con más rapidez cuando vio que Dalanar se ponía en pie y caminaba hacia un hogar que estaba en el centro de la caverna. La pequeña escultura en madera de una mujer de formas generosas estaba clavada en el piso, frente al hogar. Los amplios pechos, el estómago lleno y las nalgas redondas del donii habían sido representados con fidelidad; pero la cabeza era poco más que una protuberancia sin rostro, y apenas estaban esbozados los brazos y las piernas.

Dalanar estaba en pie junto al hogar y miraba al grupo reunido allí.

–En primer lugar, deseo anunciar que este año volveremos a asistir a la Reunión de Verano de los zelandonii –comenzó Dalanar–, y que invitamos a quienes quieran unirse a nosotros. Es un viaje largo, pero abrigo la esperanza de convencer a uno de los zelandonii más jóvenes para que retorne y se establezca aquí. No tenemos Lanzadoni y necesitamos a Una que Sirva a la Madre. Está aumentando nuestro grupo, de modo que pronto habrá una segunda caverna, y llegará el momento en que los lanzadonii asistan a sus propias Reuniones de Verano.

–Hay otro motivo para ir allí. Por una parte, la Ceremonia Matrimonial que santificará la unión de Jondalar y Ayla, y por otra, este año habrá también un motivo más de celebración.

Dalanar levantó la representación en madera de la Gran Madre Tierra y asintió. Echozar estaba nervioso, pese a que sabía que ésta era sólo una ceremonia de anuncio y que tenía un carácter mucho más sencillo que la complicada Ceremonia Matrimonial, con sus ritos y tabúes purificadores. Cuando ambos estuvieron frente a él, Dalanar comenzó a decir:

–Echozar, Hijo de una Mujer Bendita por Doni, de la Primera Caverna de los lanzadonii, has solicitado a Joplaya, hija de Jerika, unida con Dalanar, para que sea tu compañera. ¿Esto es cierto?

–Es cierto –dijo Echozar, con una voz tan débil que apenas pudieron oírle.

–Joplaya, hija de Jerika, unida con Dalanar...

Las palabras no fueron las mismas, pero sí lo era el sentido, y Ayla se estremeció al sollozar, pues recordó una ceremonia igual durante la cual ella había permanecido en pie al lado de un hombre moreno que la miraba del mismo modo que Echozar miraba a Joplaya.

–Ayla, no llores, ésta es una ocasión feliz –dijo Jondalar, abrazándola tiernamente.

Ayla apenas podía hablar; sabía lo que era estar en pie junto al hombre equivocado. Pero no había esperanza para Joplaya, ni siquiera el sueño de que más tarde o más temprano el hombre amado rechazaría la costumbre para buscarla. Él ni siquiera sabía que Joplaya le amaba y ella no podía mencionar el asunto. Era un primo suyo, un primo cercano, más hermano que primo, es decir, un hombre con quien no podía unirse, y él amaba a otra. Ayla sentía como propio el dolor de Joplaya, y ahora sollozaba al lado del hombre a quien ambas amaban.

–Estaba pensando en el día en que me encontré al lado de Ranec, como ellos están ahora –dijo finalmente.

Jondalar recordaba perfectamente el hecho. Sintió una opresión en el pecho, un dolor en la garganta y la abrazó con fuerza.

–Vamos, mujer, a ese paso conseguirás que yo también me eche a llorar.

Miró a Jerika, que permanecía sentada, con rígida dignidad, mientras las lágrimas descendían por sus mejillas.

–¿Por qué las mujeres siempre lloran en estas ceremonias? –dijo.

Jerika miró a Jondalar con una expresión insondable en el rostro y después a Ayla, que sollozaba casi silenciosamente en los brazos del hombre.

–Ya era hora de que se uniera, hora de que abandonase los sueños imposibles. No todos podemos tener al hombre perfecto –murmuró en voz baja, y después volvió a centrar su atención en la ceremonia.

–... ¿La Primera Caverna de los lanzadonii acepta esta unión? –preguntó Dalanar, mirando a los que estaban reunidos allí.

–Aceptamos –replicaron todos al unísono.

–Echozar, Joplaya, vosotros habéis prometido uniros. Que Doni, La Gran Madre Tierra, bendiga esta unión –concluyó el jefe, tocando con la talla de madera la cabeza de Echozar y el estómago de Joplaya. Devolvió el donii al frente del hogar, mientras hundía las piernas de la figurilla en el suelo, de modo que se sostuviera por sí misma.

La pareja se volvió para mirar a la caverna reunida y después comenzó a caminar lentamente alrededor del hogar central. En el silencio solemne, el inefable aire de melancolía que envolvía a la mujer extrañamente hermosa le confería una cualidad tal que determinaba que ella pareciera aún más exquisita y atractiva.

El hombre que estaba al lado de Joplaya era ligeramente más bajo. Su nariz ancha y puntiaguda sobrepasaba una gruesa mandíbula sin mentón que sobresalía. El fuerte entrecejo, cuyos extremos se unían en el centro, se destacaba todavía más a causa de las cejas espesas e hirsutas que le cruzaban la frente en una sola línea velluda. Tenía los brazos muy musculosos; el pecho enorme y el cuerpo largo estaban sostenidos por unas piernas cortas, velludas y arqueadas. Eran los rasgos que le identificaban como parte del clan. Pero no podía decirse que fuese un cabeza chata. A diferencia de aquéllos, carecía de la frente baja e inclinada que terminaba en una cabeza grande y larga –el aspecto achatado que determinaba el nombre–. En cambio, la frente de Echozar se elevaba alta y despejada sobre el reborde óseo del ceño, como la cabeza de cualquier otro miembro de la caverna.

Pero Echozar era increíblemente feo. La antítesis de la mujer que estaba a su lado. Sólo los ojos desmentían la comparación; eran impresionantes. Los ojos marrones, grandes y brillantes, desbordaban tan tierna adoración hacia la mujer amada, que hasta se imponían a la inenarrable tristeza que impregnaba la atmósfera a través de la cual Joplaya caminaba.

Pero ni siquiera la evidencia del amor de Echozar podía imponerse al dolor que Ayla sentía por Joplaya. Hundió la cabeza en el pecho de Jondalar, porque el simple hecho de mirar la lastimaba profundamente, pese a que hacía todo lo posible para rechazar la desolación de su propia empatía.

Cuando la pareja completó el tercer circuito, la propia gente que se puso en pie para ofrecer sus buenos deseos quebró el silencio. Ayla quedó detrás e intentó recuperar el control de sí misma. Finalmente, apremiada por Jondalar, fue a presentar sus deseos de felicidad.

–Joplaya, me alegro de que celebres con nosotros tu Ceremonia Matrimonial –dijo Jondalar, y la abrazó. Ella se aferró al hombre. Jondalar se sorprendió de la fuerza del abrazo. Tuvo la desconcertante sensación de que ella se despedía, como si se preparase para perderle de vista definitivamente.

–Echozar, no necesito desearte felicidad –dijo Ayla–. En cambio, te desearé que siempre seas tan feliz como ahora.

–Con Joplaya, ¿acaso puede ser de otro modo? –contestó Echozar. Respondiendo a su impulso, Ayla le abrazó. Para ella no era feo; tenía un aspecto grato, conocido. Echozar necesitó un momento para reaccionar; no era frecuente que las mujeres hermosas le abrazaran, y ahora experimentó un cálido sentimiento de afecto hacia la mujer de cabellos dorados.

Después, ella se volvió hacia Joplaya. Cuando miró sus ojos, tan verdes como azules eran los de Jondalar, las palabras que se proponía decir se le atravesaron en la garganta. Con una exclamación dolorida extendió los brazos hacia Joplaya, conmovida por esa desesperada aceptación. Joplaya la abrazó también y le palmeó la espalda, como si Ayla fuera la que necesitase consuelo.

–Está bien, Ayla –dijo Joplaya, con una voz que sonaba hueca, vacía. Tenía los ojos secos–. ¿Qué podía hacer? Jamás encontraré un hombre que me ame tanto como Echozar. Hace mucho tiempo que sé que terminaría por unirme con él. En realidad, ya no había motivo para esperar más.

Ayla se apartó un poco, tratando de contener las lágrimas que ella derramaba por la mujer que no podía llorar, y vio que Echozar se acercaba. El hombre deslizó inseguro un brazo alrededor de la cintura de Joplaya, como si aún no pudiera creerlo. Temía despertar y descubrir que todo había sido un sueño. No sabía que recibía sólo la envoltura de la mujer amada. Pero no importaba. Esa envoltura era suficiente. –Bien, no. No lo vi con mis propios ojos –dijo Hochaman–, y no puedo decir que entonces lo creí. Pero si vosotros podéis montar caballos y enseñar a un lobo a seguirlos, ¿por qué alguien no puede montar el lomo de un mamut?

–Por lo que tú sabes, ¿dónde sucedió eso? –preguntó Dalanar.

–No mucho después de que partiéramos, a gran distancia de aquí hacia el este. Seguramente fue un mamut de cuatro dedos –dijo Hochaman.

–¿Un mamut de cuatro dedos? Nunca oí hablar de nada parecido –dijo Jondalar–. Ni siquiera cuando estuve con los mamutoi.

–Mira, los mamutoi no son los únicos que cazan mamuts –dijo Hochaman–. Y en realidad ellos no viven muy al este. Créeme, comparados con el pueblo al que me refiero, los mamutoi son vecinos cercanos. Cuando llegas realmente al este y te acercas al Mar Infinito, los mamuts tienen cuatro dedos en las patas traseras. Además, también su pelaje tiende a ser más oscuro. Muchos son casi negros.

–Bien, si Ayla pudo cabalgar sobre el lomo de un león de las cavernas, no dudo de que alguien pudo aprender a cabalgar un mamut. ¿Qué te parece? –preguntó Jondalar, mirando a Ayla.

Other books

Real Hoops by Fred Bowen
Dune Road by Alexander, Dani-Lyn
Fire and Ice by Sara York
The Billionaire's Son by Arabella Quinn
The Things She Says by Kat Cantrell