Las llanuras del tránsito (47 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–Sí, así es –concluyó–. Zelandoni se sentiría complacido de que yo lo haya recordado.

–Jondalar, es maravilloso. Me encanta cómo suena, la sensación que produce el sonido. –Cerró los ojos y repitió los versos por sí misma, en voz alta, unas cuantas veces.

Jondalar escuchó, y entonces recordó que ella podía memorizar con mucha rapidez. Ayla repitió exactamente los versos después de haberlos oído una sola vez. Jondalar hubiera deseado que su memoria fuese tan buena y su capacidad para asimilar una lengua tan amplia como la de Ayla.

–En realidad no es cierto, ¿verdad? –preguntó Ayla.

–¿Qué no es cierto?

–Que las estrellas son la leche de la Madre.

–No creo que en realidad sean leche –dijo Jondalar–. Pero sí que hay verdad en el sentido de la historia. La historia entera.

–¿Qué quiere decir la historia?

–Se refiere a los comienzos de las cosas, cómo hemos llegado a ser. Dice que fuimos creados por la Gran Madre Tierra, de Su propio cuerpo, que Ella vive en el mismo lugar que el sol y la luna, y que para ellos es la Gran Madre Tierra como lo es para nosotros; y que las estrellas son parte de su mundo. –Ayla asintió–. Es posible que en eso haya cierta verdad –dijo. Le agradaba lo que él decía y pensó que quizá llegaría el momento en que la complacería conocer a este Zelandoni y pedirle que le relatase la historia entera–. Creb me dijo que las estrellas eran el hogar de la gente que aún no ha nacido. Y el hogar de los espíritus de los tótems.

–También en eso es posible que haya cierta verdad –dijo Jondalar. Pensó: «Los cabezas chatas realmente deben ser casi humanos. Un animal no pensaría así».

–Cierta vez me mostró dónde estaba el hogar de mi tótem, el Gran León de la Caverna –dijo Ayla, y ahogando un bostezo, se volvió de costado.

Ayla trató de ver el camino que se abría ante ella, pero los enormes troncos de los árboles, cubiertos de musgo, le impedían la visión. Continuó ascendiendo, no muy segura del lugar al que se dirigía o de la razón de su propio caminar; sólo deseaba poder detenerse y descansar. Estaba fatigada. Si al menos pudiera sentarse. El tronco que veía allí delante parecía acogedor, si al menos pudiese llegar allí, pero siempre parecía estar un paso más lejos. De pronto se encontró con él, pero cedió bajo su peso y se deshizo en madera descompuesta y larvas que se retorcían. Ayla se estaba cayendo, aferrándose a la tierra, tratando de volver a incorporarse.

Entonces desapareció el bosque denso y ella estaba trepando por la empinada ladera de una montaña a través de un bosque abierto, a lo largo de un sendero conocido. En la cima había un alto prado montañés en el que se alimentaba un pequeño grupo de ciervos. Las plantas de avellano crecían contra la roca de una pared de la montaña. Ayla estaba asustada y se hubiera sentido más segura detrás de los arbustos, pero no podía hallar el modo de pasar. La abertura estaba bloqueada por las plantas de avellano, que crecían y crecían hasta alcanzar las proporciones de enormes árboles, con troncos musgosos. Intentó ver el camino hacia delante, y estaba oscureciendo. Tenía miedo, pero de pronto, a lo lejos, vio algo que se movía entre las sombras profundas.

Era Creb. Estaba en pie frente a la abertura de una pequeña caverna, bloqueando el paso de Ayla, y los signos que dibujaba con la mano decían que ella no podía permanecer allí. No era su lugar. Tenía que marcharse. Encontrar otro sitio. El lugar al que pertenecía. Él intentaba indicarle el camino, pero estaba oscuro y Ayla no alcanzaba a ver lo que él estaba diciendo, sólo comprendía que debía continuar su marcha. Entonces, él extendió el brazo sano y señaló.

Cuando miró hacia el frente, los árboles habían desaparecido. Comenzó a trepar otra vez, en dirección a la boca de otra caverna. Aunque sabía que jamás la había visto antes, le resultaba una caverna extrañamente conocida, con un peñasco peculiarmente fuera de lugar, la silueta de la piedra recortándose contra el cielo que se extendía allá arriba. Cuando volvió los ojos, Creb se alejaba. Ella le llamó, rogándole.

–¡Creb! ¡Creb! ¡Ayúdame! ¡No te vayas!

–¡Ayla! ¡Despierta! Estás soñando –dijo Jondalar, mientras la sacudía suavemente.

Ayla abrió los ojos, pero el fuego se había apagado y estaba oscuro. Se aferró al hombre.

–Oh, Jondalar, era Creb. Se cruzaba en mi camino. No quería permitirme la entrada..., no me permitía permanecer allí. Intentaba decirme algo, pero estaba tan oscuro que yo no podía ver. Señalaba una caverna, y algo en ella me parecía conocido, pero él no quería quedarse allí.

Jondalar sintió que temblaba y la abrazó con fuerza, reconfortándola con su presencia. De pronto, Ayla se sentó.

–¡Esa caverna! A la que él me cerraba el paso. Ésa era mi caverna. Allí fui después que nació Durc, cuando temía que ellos no me permitieran conservarle.

–Es difícil comprender los sueños. A veces un Zelandoni puede explicarte lo que significan. Quizá aún te duela haber dejado a tu hijo –dijo el hombre.

–Quizá –asintió ella. Sí, le dolía haber dejado a Durc. Pero si eso era lo que el sueño significaba, ¿por qué estaba soñándolo ahora? ¿Por qué no había sucedido a raíz de su estancia en esa isla, contemplando la extensión del Mar de Beran, tratando de divisar la península, y llorando en su despedida definitiva de Durc? Había algo en todo eso que la llevaba a pensar que el sueño tenía un sentido más profundo. Finalmente, Ayla se tranquilizó y los dos dormitaron un rato. Cuando ella despertó otra vez, había amanecido, aunque los dos continuaban en la zona de penumbra del bosque.

Por la mañana, Ayla y Jondalar partieron temprano, a pie, con las varas de la angarilla unidas y después aseguradas en el centro del bote redondo. Si cada uno de ellos sostenía un extremo, podían levantar las pértigas y el bote evitando así los obstáculos mucho más fácilmente que si los llevaban arrastrando detrás del caballo. Además, de ese modo los caballos también iban más descansados, pues sólo debían cargar los canastos y soportar su propio peso. Pero al poco rato, como la mano del hombre sobre el lomo ya no le guiaba, Corredor tendió a desviarse para ramonear un poco las hojas verdes de los árboles jóvenes, pues hasta allí no había encontrado mucho pasto. Se apartó hacia un lado y retrocedió un poco cuando olió la hierba que crecía en un pequeño claro, donde un fuerte viento había derribado varios árboles, permitiendo así el paso de la luz del sol.

Jondalar se cansó de perseguirle; al cabo de un rato trató de sujetar tanto el ronzal de Corredor como el extremo de las pértigas, pero resultaba difícil estar al tanto de los movimientos de Ayla para no entorpecer su paso con ellas, observar donde él mismo ponía el pie y cuidar de que el caballo joven no metiese la pata en un agujero, o algo peor. Hubiese deseado que Corredor le siguiese sin rienda ni arnés, exactamente como Whinney seguía a Ayla. Finalmente, cuando Jondalar impulsó accidentalmente su extremo de la pértiga y golpeó con bastante fuerza a Ayla, ella formuló una sugerencia.

–¿Por qué no atas a Whinney a la cuerda de Corredor? –dijo–. Como sabes, ella me sigue y vigila su propio paso, de modo que no permitirá que Corredor se desmande; además, él está acostumbrado a seguirla. De ese modo no tendrás que preocuparte de si se aleja o se mete en otras dificultades; podrás atender tu extremo de las pértigas.

Jondalar se detuvo un momento, frunciendo el entrecejo y de pronto esbozó una amplia sonrisa.

–¿Por qué no se me ha ocurrido a mí? –dijo.

Aunque el terreno se había levantado lentamente, cuando el suelo formó una pendiente visiblemente más empinada, el bosque cambió de aspecto con cierta rapidez. Los árboles empezaron a ralear y los dos viajeros muy pronto dejaron atrás los grandes árboles deciduos de madera dura. El pino y el abeto se convirtieron en los árboles más numerosos y las restantes especies de madera dura, incluso las de la misma variedad, estaban representadas por ejemplares mucho más pequeños.

Llegaron a la cumbre de un risco; pasearon la mirada sobre una amplia meseta que descendía suavemente y después se extendía casi plana hasta cierta distancia. Un bosque formado principalmente por coníferas, abetos de corteza de color verde oscuro, abetos rojos y pinos, con algunos alerces, cuyas agujas, que cobraban un color dorado, dominaba la meseta. Destacaba gracias a la presencia de pastos verdes y dorados y estaba salpicado de pequeños lagos azules y blancos, que reflejaban el cielo diáfano arriba y las nubes distantes. Un río de aguas rápidas dividía el espacio; estaba alimentado por varias cascadas que descendían por la ladera más alejada de la montaña. Elevándose más allá de la meseta y cubriendo parte del cielo, aparecía la imagen impresionante de una alta cumbre coronada de blanco, cubierta parcialmente por las nubes.

Parecía tan cercana que Ayla creyó que casi podía extender la mano y tocarla. Por detrás de las montañas, el sol iluminaba los colores y las formas de las piedras; las rocas de color marrón claro emergían de las paredes grises; las superficies casi blancas contrastaban con el gris oscuro de las columnas extrañamente regulares que habían emergido del candente núcleo de la tierra y se habían enfriado adoptando la forma angular de la estructura cristalina básica. Reluciendo sobre el conjunto se desplegaba el hermoso hielo color verde azulado de un auténtico glaciar, decorado por la nieve que aún se mantenía sobre las más altas cumbres. Y mientras ellos observaban el cielo, el sol y las nubes cargadas de lluvia dibujaban como por arte de magia un arco iris resplandeciente y lo proyectaban en un gran arco sobre la montaña.

El hombre y la mujer contemplaban maravillados y absorbían la belleza y la serenidad. Ayla se preguntó si el arco iris sería un mensaje que ellos debían entender, o, por lo menos, significaba que se les daba la bienvenida. Advirtió que el aire que estaba respirando era deliciosamente fresco y suspiró aliviada porque ahora estaban alejándose del calor sofocante de la planicie. De pronto, comprendió que los enjambres de irritantes cínifes habían desaparecido. Por lo que a ella concernía, no sentía necesidad de alejarse ni un paso de esa meseta. Podría instalar allí mismo su hogar.

Se volvió y miró al hombre. Jondalar se sintió asombrado por un momento ante la intensidad misma de los sentimientos de Ayla, ante el placer que provocaba en ella la belleza del lugar y ante su deseo de permanecer allí; pero él sentía, a su vez, el placer que le provocaban la belleza de Ayla y el deseo que inspiraba en su corazón. La deseaba en aquel preciso momento; este sentimiento se manifestaba en sus intensos ojos azules y en su expresión de amor y anhelo. Ayla sintió la fuerza de ese amor, que reflejaba el que ella misma sentía, pero transmutado y ampliado a través del hombre.

Montados en sus caballos, se miraron a los ojos, transfigurados por algo que no atinaban a explicar aunque sentían su fuerza; los sentimientos de los dos, parejos aunque originales, el poder de un carisma que cada uno de ellos poseía y que apuntaba al otro y la intensidad del mutuo amor. En un gesto impulsivo, extendieron los brazos el uno hacia el otro –un gesto que los caballos interpretaron mal–. Whinney comenzó a descender la ladera y Corredor la siguió. El movimiento determinó que el hombre y la mujer recobrasen la conciencia del lugar en que estaban. Sentían una calidez y una ternura inexplicables y pensaban que ellos mismos eran presa de un toque de locura porque no sabían muy bien lo que había sucedido; se miraron sonrientes, con una expresión que encerraba una promesa; continuaron descendiendo en dirección al noroeste, para seguir caminando por la meseta.

La mañana en que, según creía Jondalar, podían llegar al asiento de los sharamudoi, trajo un brusco descenso de la temperatura del aire, anticipando el cambio de estación; Ayla acogió satisfecha aquel cambio. Mientras atravesaban las laderas boscosas, llegó casi a pensar que antes había estado allí, aunque sabía muy bien a qué atenerse. Sin comprender con exactitud la razón de su propia actitud, continuaba esperando el momento en que pudiera descubrir una señal en el terreno. ¡Todo le parecía tan conocido! Los árboles, las plantas, las laderas, la configuración del terreno. Cuanto más veía, más creía estar en su propio hogar.

Cuando vio avellanas, todavía en el árbol y con sus envolturas verdes punteadas, pero casi maduras, como a ella le gustaban, tuvo que detenerse y recoger algunas. Mientras partía unas pocas con los dientes, de pronto comprendió. La razón por la cual creía conocer la región y le parecía como si hubiera sido su propio hogar era que se asemejaba a la zona montañosa del extremo de la península, alrededor de la caverna del clan de Brun. Ella había crecido en un lugar muy semejante a éste.

La región le resultaba cada vez más familiar también a Jondalar, y con razón; cuando descubrió un sendero claramente señalado, el cual reconoció, que descendía hacia otro sendero que llevaba al borde exterior de un risco, se dio cuenta de que no estaban lejos. Podía sentir la excitación que se acentuaba en su interior. Cuando Ayla encontró un zarzal grande y espinoso, con zarcillos largos y afilados, y ramas cargadas de moras maduras y jugosas, experimentó un amago de contrariedad porque quería retrasar la llegada para recoger algunas.

–¡Jondalar! ¡Detente! Mira. ¡Moras! –gritó Ayla, mientras desmontaba y corría hacia el zarzal.

–Pero si casi hemos llegado.

–Podemos llevarles algunas. –Tenía la boca llena–. No he saboreado moras como éstas desde que abandoné el clan. ¡Pruébalas, Jondalar! ¿Alguna vez has comido algo tan bueno?

Tenía las manos y la boca de color púrpura; había recogido pequeños puñados de moras, que pasaban casi inmediatamente a su boca.

Al verla, Jondalar de pronto se echó a reír.

–Deberías verte –dijo–. Pareces una cría, manchada de moras y toda excitada.

Meneó la cabeza y sonrió. Ella no contestó. Tenía la boca demasiado llena.

Jondalar cogió algunas moras, las encontró muy dulces y buenas y recogió más. Después de haber cogido unos pocos puñados más, se detuvo.

–Me pareció oírte decir que recogerías algunas para llevarlas a la gente. Ni siquiera tenemos dónde ponerlas.

Ayla se detuvo un momento; después sonrió.

–Sí, tenemos –dijo, y se quitó el sombrero cónico tejido y manchado de sudor, y buscó algunas hojas para forrarlo–. Usa tu sombrero.

Cada uno había llenado casi las tres cuartas partes de su sombrero cuando oyeron el gruñido de advertencia de Lobo. Volvieron la mirada y vieron a un joven alto, casi un hombre, que se había acercado siguiendo la huella y que miraba asombrado a los humanos y al lobo, que estaba tan cerca; el recién llegado tenía los ojos muy abiertos a causa del miedo. Jondalar miró de nuevo.

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