Las llanuras del tránsito (48 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
7.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Darvo? ¿Darvo, eres tú? Soy yo, Jondalar de los zelandonii –dijo acercándose al muchacho.

Jondalar hablaba una lengua con la cual Ayla no estaba familiarizada, aunque había alcanzado a escuchar algunas palabras y entonaciones que le recordaban a los mamutoi. Observó que la expresión de la cara del joven pasaba del miedo al asombro y al reconocimiento.

–¿Jondalar? ¡Jondalar! ¿Qué haces aquí? Creí que te habías marchado y que nunca volverías –confesó Darvo.

Corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron; después, el hombre retrocedió un paso y miró a Jondalar, sosteniéndole por los hombros.

–¡Déjame mirarte! ¡Es increíble cuánto has crecido!

Ayla miró fijamente al joven, atraída por el espectáculo de otro ser humano después de tanto tiempo sin ver a nadie.

Jondalar abrazó de nuevo a Darvo. Ayla podía percibir el sincero afecto que los unía, pero, después de los primeros saludos, Darvo pareció un poco entrecortado. Jondalar comprendió la súbita reticencia. Después de todo, ahora Darvo era casi un hombre. Los abrazos formales de salutación eran una cosa, pero las demostraciones exuberantes de afecto ilimitado, incluso para alguien que había sido como el hombre del hogar durante un tiempo, eran otra cosa diferente. Darvo miró a Ayla. Después se fijó en el lobo, al que ella retenía, y los ojos se le agrandaron de nuevo. Y un poco después vio a los caballos que permanecían tranquilamente a poca distancia, con los canastos y las pértigas colgando, y los ojos se le abrieron todavía más.

–Creo que es mejor que te presente a mis... amigos –dijo Jondalar–. Darvo de los sharamudoi, ésta es Ayla de los mamutoi.

Ayla reconoció la cadencia de la presentación formal y entendió la mayor parte de las palabras. Ordenó a Lobo que se quedara quieto y después se acercó al muchacho, con las manos extendidas, las palmas hacia arriba.

–Soy Darvalo de los sharamudoi –dijo el joven, cogiéndole las manos, y después añadió en el lenguaje mamutoi–: Bienvenida, Ayla de los mamutoi.

–¡Tholie te enseñó bien! Hablas mamutoi como si hubieses nacido sabiéndolo, Darvo. ¿O ahora debo decir Darvalo? –preguntó Jondalar.

–Ahora me llaman Darvalo. Darvo es un nombre infantil –dijo el joven, y de pronto se sonrojó–. Pero tú puedes llamarme Darvo si lo deseas. Quiero decir que es el nombre que tú conoces.

–Creo que Darvalo es un hermoso nombre –dijo Jondalar–. Me alegro de que hayas continuado recibiendo las lecciones de Tholie.

–Dolando pensó que sería útil. Dijo que yo necesitaría esa lengua cuando fuésemos a comerciar con los mamutoi, en la primavera próxima.

–Darvalo, ¿te gustaría conocer a Lobo? –preguntó Ayla.

El joven frunció el entrecejo consternado. En el curso de su vida nunca había contemplado la posibilidad de encontrarse con un lobo cara a cara, y no deseaba hacerlo. Darvalo pensó: «El caso es que Jondalar no le teme, y la mujer tampoco... Es una mujer extraña... y su modo de hablar también es un poco extraño. No se equivoca, pero no habla como Tholie».

–Si acercas la mano y le permites que la huela, Lobo podrá conocerte –dijo Ayla.

Darvalo no estaba muy seguro de que deseara que su mano estuviera tan cerca de los dientes del lobo, pero le pareció que ahora ya no podría retroceder. Extendió titubeante la mano. Lobo se la olió, y después, inesperadamente, la lamió. Tenía la lengua tibia y húmeda, pero ciertamente no lastimaba. En realidad era más bien agradable. El joven miró al animal y a la mujer. Ella tenía el brazo rodeando descuidada y cómodamente el cuello del lobo, y le acariciaba la cabeza con la otra mano. Darvalo se preguntó: «¿Qué podría sentir uno cuando acariciaba la cabeza de un lobo vivo?».

–¿Deseas tocarle el pelo? –preguntó Ayla.

Darvalo pareció sorprendido; después extendió la mano para tocarle, pero Lobo movió la cabeza para olerle y aquél retrocedió.

–Aquí –explicó Ayla, tomando la mano de Darvalo y aplicándola firmemente sobre la cabeza de Lobo–. Le agrada que le rasquen así –dijo, haciendo una demostración.

De pronto, Lobo sintió una pulga, o aquel rascado inseguro le recordó la existencia de una pulga. Se sentó sobre las patas traseras, y con un espasmo rápido, se rascó la oreja con una pata. Darvalo sonrió. Nunca había visto a un lobo en esa posición tan cómica, rascándose rápida y furiosamente.

–Te dije que le agradaba que le rasquen. También a los caballos –dijo Ayla, y ordenó a Whinney que se acercara.

Darvalo miró a Jondalar. Éste se mantenía inmóvil, sonriendo, como si no hubiese absolutamente nada extraño en una mujer que rascaba a los lobos y a los caballos.

–Darvalo de los sharamudoi, ésta es Whinney –presentó Ayla.

–¿Puedes hablar con los caballos? –dijo Darvalo, completamente desconcertado.

–Todos pueden hablar con un caballo. Pero el caballo no escucha a todos. En primer lugar, el caballo y la persona tienen que conocerse, por eso Corredor escucha a Jondalar. Conoció a Corredor cuando era apenas un potrillo.

Darvalo se volvió para mirar a Jondalar y retrocedió dos pasos.

–¡Te sientas sobre el lomo de ese caballo! –dijo.

–Sí, eso hago. Porque me conoce, Darvo. Quiero decir, Darvalo. Incluso me permite montarlo cuando corre, y podemos correr muy rápido.

Pareció que el joven también estaba dispuesto a huir despavorido; Jondalar pasó una pierna y se dejó caer al suelo.

–A propósito de estos animales, tú podrías ayudarnos, si lo deseas –dijo. El muchacho parecía petrificado y dispuesto a escapar–. Hace mucho que estamos viajando y realmente deseo ver a Dolando y Roshario y a todos los demás, pero la mayoría de la gente se pone un poco nerviosa cuando ve la primera vez a los animales. No están acostumbrados. Darvalo, ¿quieres venir con nosotros? Creo que si todos ven que no te da miedo quedarte cerca de los animales, quizá tampoco a ellos les preocupe demasiado.

El joven se tranquilizó un poco. Eso no parecía tan difícil. Después de todo, ya estaba allí junto a ellos, y quizá la gente no se sorprendiera cuando le viesen llegar con Jondalar y los animales. Sobre todo Dolando y Roshario...

–Casi lo había olvidado –dijo Darvalo–. Prometí a Roshario que la llevaría algunas moras, porque ella ya no puede recogerlas.

–Nosotros tenemos moras –dijo Ayla, y casi simultáneamente Jondalar preguntó–: ¿Por qué no puede recogerlas?

Darvalo miró primero a Ayla y después a Jondalar.

–Cayó del risco al embarcadero y se rompió el brazo. Creo que nunca se le pondrá bien. No lo tiene bien colocado.

–¿Por qué no? –preguntaron los dos.

–No había nadie que supiera hacerlo.

–¿Dónde está Shamud? ¿O tu madre? –preguntó Jondalar.

–Shamud murió el último invierno.

–Lamento mucho saber eso –dijo el hombre.

–Y mi madre se fue. Un hombre mamutoi vino a visitar a Tholie no mucho después de que tú te marcharas. Es un pariente, un primo. Creo que simpatizó con mi madre y le pidió que fuese su compañera. Ella sorprendió a todos y se fue a vivir con el mamutoi. Él me pidió que les acompañara, pero Dolando y Roshario me rogaron que continuase con ellos. Y eso hice. Soy sharamudoi, no mamutoi –explicó Darvalo. Miró a Ayla y se sonrojó–. No quiere decir que haya nada malo en ser mamutoi –se apresuró a agregar.

–Por supuesto, no hay nada malo –dijo Jondalar, con un gesto de preocupación en la cara–. Comprendo lo que sientes, Darvalo. Yo todavía soy Jondalar de los zelandonii. ¿Cuánto tiempo hace que Roshario tuvo el accidente?

–Más o menos por la luna del verano –dijo el muchacho.

Ayla miró a Jondalar con una expresión interrogante.

–Más o menos en esta fase de la última luna –explicó Jondalar–. ¿Te parece demasiado tarde?

–No lo sabré hasta que la vea –dijo Ayla.

–Darvalo, Ayla es curandera. Muy buena. Quizá pueda ayudar –propuso Jondalar.

–Me preguntaba si era shamud, al verla con estos animales y todo lo demás. –Darvalo hizo una pausa momentánea, mirando a los caballos y al lobo, y asintió–. Sin duda, es muy buena curandera. –Irguió un poco más el cuerpo, como desmintiendo sus trece años–. Os acompañaré y así nadie temerá a los animales.

–¿Quieres llevar también por mí esas moras? De ese modo, yo podré estar cerca de Lobo y Whinney. A veces, también a ellos les asusta la gente.

Capítulo 15

Darvalo encabezó la marcha ladera abajo, a lo largo del sendero que atravesaba el paisaje boscoso abierto. Al pie de la pendiente desembocaron en otro sendero, giraron hacia la derecha e iniciaron un descenso más gradual. La nueva senda era el canal que aliviaba el exceso de agua durante el deshielo de primavera y en las estaciones más lluviosas; aunque ese arroyo ocasional estaba seco al término de un verano cálido, el fondo se hallaba sembrado de piedras, lo que dificultaba la marcha.

Si bien los caballos eran animales de la llanura, Whinney y Corredor avanzaban con paso seguro en terreno montañoso. Habían aprendido desde potrillos a recorrer el sendero estrecho y empinado que llevaba a la caverna de Ayla en el valle. No obstante, le preocupaba la posibilidad de que los caballos dieran un mal paso y se lastimaran; por eso se alegró cuando se adentraron por otro sendero que provenía de un lugar al pie de la montaña y continuaba su curso ascendente. La nueva senda parecía ser un camino habitualmente frecuentado, y en la mayor parte de su recorrido tenía anchura suficiente para permitir que dos personas caminasen una junto a otra, pero no dos caballos.

Después de sortear el flanco de una empinada pendiente y doblar hacia la derecha, llegaron a una pared de roca. Cuando alcanzaron un declive, Ayla experimentó la sensación de que estaba en un lugar conocido. Había visto acumulaciones análogas y perfilados restos rocosos en la base de altas paredes montañosas, en su niñez y en la adolescencia. Incluso había visto las flores anchas y blancas en forma de cuerno de una robusta planta de hojas irregulares. Los miembros del Hogar del Mamut a quienes ella había conocido llamaban manzana espinosa a la maloliente planta, a causa de su fruto verde cubierto de espinas: en todo caso, esa especie evocaba en ella recuerdos de su niñez. Era la datura. Creb e Iza la utilizaban, pero con propósitos distintos.

El lugar era conocido para Jondalar porque allí solía recoger grava de la floja acumulación de rocas erosionadas para cubrir los senderos y los hogares. Experimentó un sentimiento de expectativa, pues sabía que estaban cerca. Después de dejar atrás la pendiente rocosa y resbaladiza, la senda se había alisado con una alfombra de trozos de pequeñas piedras, y así el sendero circunvalaba la base de la alta muralla. Al frente alcanzaban a ver el cielo entre los árboles y los matorrales; Jondalar sabía que estaban acercándose al borde del risco.

–Ayla, creo que aquí deberíamos descargar las pértigas y los canastos de los caballos –dijo el hombre–. El sendero que rodea el borde de esta muralla no es tan ancho. Más tarde podremos regresar para recuperarlos.

Después de descargar todo, Ayla, que seguía al joven, caminó un breve trecho a lo largo de la pared, hacia el cielo abierto. Jondalar, que venía detrás para vigilar, sonrió cuando ella llegó al borde del risco y miró hacia abajo... y retrocedió deprisa. Apoyó la mano en la pared, porque había experimentado un poco de vértigo; después se adelantó y miró de nuevo. Abrió la boca, desconcertada.

Allá abajo, al pie del empinado risco, corría el mismo Río de la Gran Madre, cuyo curso ellos habían estado siguiendo; pero Ayla nunca lo había visto desde esa perspectiva. Había observado todas sus bifurcaciones recogidas en un solo cauce; pero siempre desde un nivel que no sobrepasaba en mucho la superficie del agua. El impulso que la inducía a mirar hacia abajo y contemplar el panorama desde esa altura era apremiante.

El río, que en ocasiones se extendía y avanzaba ahora sinuoso, era un solo curso que corría entre murallas de roca, que afloraban del agua y cuyos cimientos penetraban profundamente en la tierra. Al mismo tiempo que la corriente profunda arrastraba sedimentos que golpeaban la roca, la fuerza constreñida del Río de la Gran Madre se desplazaba con silencioso poder, ondulando con una aceitada fluidez de fuertes marejadas, que se plegaban y se montaban unas sobre otras. Aunque confluirían en él muchos más afluentes antes de que el grandioso río alcanzara toda su capacidad, a esa distancia del delta ya había alcanzado proporciones tan enormes que su estrechamiento apenas era perceptible, sobre todo cuando se contemplaba de una vez el caudal del agua en movimiento.

Con cierta frecuencia una aguja de piedra quebraba la superficie en medio de la corriente, provocando remolinos espumosos en las aguas, y mientras ella observaba, un tronco, que encontraba bloqueado su camino, golpeó y saltó alrededor de una de estas agujas. Apenas visible había, justamente allí abajo, cerca del risco, una construcción de madera. Cuando al fin miró hacia arriba, Ayla exploró con los ojos las montañas del lado opuesto. Aunque todavía aparecían redondeadas, eran más altas y empinadas que en el curso inferior del río, y casi alcanzaban la altura de los picos más elevados que había del lado de Ayla. Separadas sólo por el ancho río, las dos cadenas otrora habían estado unidas, hasta que la acción del tiempo y la corriente abrieron un camino entre ellas.

Darvalo esperaba paciente que Ayla recuperase su inicial visión de la teatral entrada en el hogar de su pueblo. Él había vivido allí toda su vida y en su caso se trataba de un espectáculo conocido, pero ya había observado en otras ocasiones las reacciones de los forasteros. Experimentaba un sentimiento de orgullo cuando la gente se sentía tan abrumada, y entonces miraba con más atención y veía el panorama con los ojos de los otros. Cuando la mujer, al fin, se volvió hacia él, Darvalo sonrió; después la condujo, rodeando el borde de la montaña, por un sendero que había sido laboriosamente ensanchado a partir de la estrecha cornisa que era antes. El sendero permitía el paso de dos personas al mismo tiempo, si caminaban una junto a otra; tenía amplitud suficiente para permitir que una persona transportase madera, animales que habían sido cazados, y otros pertrechos con relativa facilidad; y también permitía el paso de los caballos.

Cuando Jondalar se aproximó al borde del risco, experimentó la conocida punzada en el vientre, debido a que ahora estaba mirando desde gran altura a través del espacio vacío; era la misma punzada que no había conseguido controlar del todo durante el tiempo que había vivido allí. No era tan grave que no pudiese controlarla, porque, en efecto, le impresionaba el panorama espectacular, así como el trabajo que había permitido devastar incluso un corto tramo de piedra sólida usando únicamente guijarros y pesadas hachas de piedra; pero eso no modificaba la sensación que experimentaba siempre. Incluso así, aquélla era mejor que la otra vía de acceso seguida generalmente.

Other books

Loyalties by Rachel Haimowitz, Heidi Belleau
The Last Illusion by Porochista Khakpour
The Tender Flame by Anne Saunders