Las llanuras del tránsito (52 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
9.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Dime cuando sientas sueño –pidió Ayla, aunque eso a lo sumo confirmaría otros indicios que ya estaba observando; por ejemplo, la variación del tamaño de las pupilas, la profundidad de la respiración.

La hechicera no habría podido decir que había suministrado una droga que inhibía el sistema nervioso parasimpático y paralizaba las terminaciones nerviosas, pero podía detectar los efectos; tenía experiencia suficiente como para saber si eran los adecuados. Cuando Ayla vio que los párpados de Roshario descendían somnolientos, le palpó el pecho y el estómago, para vigilar la relajación de los músculos lisos del aparato digestivo, si bien ella no habría descrito así el asunto; observó además atentamente la respiración, para comprobar la reacción de los pulmones y los bronquios. Cuando tuvo la certeza de que la mujer dormía tranquilamente y de que, al parecer, no corría peligro, Ayla se puso en pie.

–Dolando, ahora es mejor que te marches. Jondalar permanecerá aquí y me ayudará –dijo con voz firme aunque serena; pero su actitud segura y competente le confería autoridad.

El jefe comenzó a poner objeciones, pero recordó que Shamud nunca permitía que estuviera cerca algún ser amado y que se negaba a prestar ayuda hasta que la persona salía. Quizá así era como se comportaban todos, pensó Dolando, mientras miraba largamente a la mujer dormida; después, salió de la vivienda.

Jondalar había observado cómo Ayla había dominado antes situaciones análogas. Parecía olvidarse completamente de sí misma para concentrar todas sus fuerzas en la persona doliente y sin titubeos ordenaba a otros que hicieran lo que era necesario. No admitía la posibilidad de dudar de su propio derecho a ayudar a alguien que necesitaba su ayuda, y por eso mismo tampoco nadie dudaba de ella.

–Aunque Roshario esté durmiendo, no es fácil ver cómo otro fractura el hueso de una persona amada –explicó Ayla al hombre de elevada estatura que la amaba a ella.

Jondalar asintió y se preguntó si no sería aquélla la razón por la cual Shamud no le había permitido permanecer en el lugar en que yacía Thonolan después de ser corneado. Había sido una herida terrible, un corte abierto y regular que casi había producido náuseas al propio Jondalar cuando le vio por primera vez, y aunque él creía que deseaba quedarse, probablemente hubiera sido difícil ver a Shamud haciendo lo que tenía que hacer. Ni siquiera estaba muy seguro de que deseara permanecer y ayudar a Ayla, pero no había otra persona. Respiró hondo. Si ella podía hacerlo, él por lo menos intentaría ayudar.

–¿Qué quieres que haga? –preguntó Jondalar.

Ayla estaba examinando el brazo de Roshario, comprobando hasta dónde podría enderezarlo, y cómo reaccionaba la mujer ante la manipulación. Murmuró algo y movió la cabeza a un lado y a otro, pero pareció que estaba respondiendo a un sueño o a un impulso interior y no directamente al dolor. Ayla exploró más profundamente, hundiendo los dedos en el músculo fláccido, tratando de localizar la posición del hueso. Cuando al fin se sintió satisfecha, pidió a Jondalar que se acercara, y alcanzó a ver a Lobo que observaba muy atentamente desde su lugar en un rincón.

–En primer lugar, quiero que sostengas el brazo por el codo, mientras yo intento quebrarlo donde se soldó mal –dijo–. Después de fracturarlo, tendré que tirar con fuerza para enderezarlo y devolverlo al lugar correspondiente. Como los músculos están tan flojos, es posible que se separen los huesos de una articulación; en ese caso podría dislocar un codo o un hombro, de modo que tendrás que sostenerla con firmeza y hasta tirar en dirección contraria.

–Entiendo –dijo Jondalar; por lo menos, creía entender.

–Debes estar en una posición cómoda y segura, enderezar el brazo y sostener el codo más o menos aquí; cuando estés pronto me lo dices –ordenó Ayla.

Jondalar sostuvo el brazo y se preparó.

–Muy bien, estoy dispuesto –confirmó.

Con las dos manos, una a cada lado de la fractura que lo curvaba en un ángulo poco natural, Ayla aferró el brazo de Roshario, apretándolo para probar en varios lugares, y sintiendo los extremos salientes del hueso mal soldado bajo la piel y el músculo. Si se había soldado demasiado fuertemente, jamás podría quebrar la unión simplemente con las manos; tendría que intentar otros medios mucho menos controlables, o quizá jamás lograría hacerlo. De pie sobre la cama para obtener el mejor efecto de palanca, Ayla respiró hondo; después ejerció una presión rápida e intensa sobre la curva con sus dos fuertes manos.

Ayla sintió el chasquido. Jondalar escuchó un crujido horrible. Roshario se sobresaltó espasmódicamente en medio de su sueño; después volvió a aquietarse. Ayla exploró otra vez el músculo sobre el hueso nuevamente fracturado. El tejido óseo aún no había cementado con mucha firmeza la fractura, quizá porque en su posición antinatural el hueso no se había unido de modo que facilitase la curación. Era una rotura limpia. Ayla respiró aliviada. Esa parte estaba cumplida. Con el dorso de la mano se enjugó el sudor de la frente.

Jondalar miraba asombrado. Aunque el hueso estaba soldado sólo en parte, se necesitaban manos muy fuertes para quebrarlo. A él simplemente le había encantado la fuerza física de Ayla desde la primera vez que había advertido en ella esa cualidad en el valle que Ayla habitaba. Comprendía que necesitaba fuerza física porque vivía sola y pensaba que la necesidad de hacerlo por sí misma probablemente había potenciado el desarrollo muscular; pero hasta ese momento no había comprendido lo fuerte que era en realidad la joven.

La fuerza de Ayla provenía no sólo de la necesidad de actuar para sobrevivir cuando vivía en el valle; había estado desarrollándose desde la época en que Iza la había adoptado. Las tareas usuales que se le exigían se habían convertido en un proceso de adaptación al esfuerzo. Por la mera necesidad de mantener el nivel mínimo de competencia exigido a una mujer del clan, había llegado a ser una mujer excepcionalmente fuerte en el mundo de los Otros.

–Jondalar, lo has hecho muy bien. Ahora quiero que te prepares de nuevo y le sostengas el brazo aquí, en el hombro –dijo Ayla, indicando el lugar al hombre–. No debes soltarlo, pero si sientes que se te escapa, dímelo enseguida. –Ayla comprendió que el hueso había rechazado la soldadura en el lugar equivocado, y eso había facilitado quebrarlo, lo que no habría sido el caso si hubiese permanecido el mismo tiempo en una posición más cercana a la normal; pero los músculos y tendones habían avanzado mucho más en el proceso de curación–. Cuando enderece este brazo, algunos músculos se desgarrarán, como sucedió cuando se fracturó por primera vez, y los tendones se estirarán. Será difícil forzar el músculo y el tendón, y además eso le provocará después dolores, pero hay que hacerlo. Avísame cuando estés preparado.

–Ayla, ¿cómo sabes todo esto?

–Iza me enseñó.

–Sé que te enseñó, pero ¿cómo sabes esto? ¿Lo de quebrar de nuevo un hueso que comenzó a curarse?

–Cierta vez, Brun llevó a sus cazadores a cazar en un lugar lejano. Estuvieron ausentes mucho tiempo, no recuerdo cuánto. Uno de los cazadores se fracturó el brazo poco tiempo después de la partida, pero se negó a regresar. Se lo ató al costado del cuerpo y cazó con un solo brazo. Cuando regresó, Iza se lo enderezó –explicó Ayla.

–Pero ¿cómo pudo hacerlo? ¿Continuar la marcha con un brazo roto? –preguntó Jondalar, con aire de incredulidad–. ¿No sufriría mucho?

–Por supuesto, sufrió mucho, pero no hizo alharaca. Los hombres del clan prefieren morir antes que reconocer que sufren. Así son; así se les educa –dijo Ayla–. ¿Ahora estás preparado?

Él deseaba preguntar más, pero no era el momento oportuno.

–Sí, estoy dispuesto.

Ayla sostuvo con firmeza el brazo de Roshario exactamente encima del codo, mientras Jondalar lo sostenía bajo el hombro. Con una fuerza gradual pero constante, Ayla comenzó a tirar, no sólo enderezando, sino también imprimiendo un movimiento giratorio para evitar que el hueso rozara con el hueso, con peligro de romperlo, y para impedir que los ligamentos se desgarrasen. En cierto punto fue necesario extenderlo un poco más allá de la forma original, para devolverlo después a su posición normal.

Jondalar no comprendía cómo Ayla continuó ejerciendo la tensión intensa pero controlada, cuando él apenas podía sostener el cuerpo de la mujer. Ayla estaba en tensión a causa del esfuerzo y la transpiración le corría por la cara, pero ahora no podía detenerse. Si quería enderezar el hueso, tenía que hacerlo mediante un movimiento regular y suave. Pero una vez que sobrepasó levemente el punto deseado, un punto más allá del extremo roto del hueso, el brazo ocupó la posición adecuada, casi por sí mismo. Ayla sintió que ocupaba su lugar, depositó cuidadosamente el brazo sobre la cama y, finalmente, lo soltó.

Cuando Jondalar la miró, Ayla estaba temblando, con los ojos cerrados, y jadeaba. Mantener el control bajo la tensión había sido la tarea más difícil, y ahora trataba de controlar sus propios músculos.

–Ayla, creo que lo has conseguido –dijo Jondalar.

Respiró hondo varias veces, después miró a Jondalar y sonrió, con una sonrisa amplia y feliz de victoria.

–Sí, creo que lo he hecho –confirmó–. Ahora necesito colocar las tablillas. –Palpó cuidadosamente de nuevo el brazo recto, de aspecto normal–. Si cura bien, si no he dañado el brazo mientras carecía de sensibilidad, creo que podrá usarlo; pero ahora está muy maltratado y se hinchará.

Ayla hundió en el agua caliente las tiras de cuero de gamuza, le agregó el espicardo y la milenrama, enrolló sueltamente el brazo con las tiras y después dijo a Jondalar que preguntase a Dolando si tenía preparadas las tablillas.

Cuando Jondalar salió de la vivienda, todos los rostros se volvieron hacia él. No sólo Dolando, sino el resto de la caverna, tanto los shamudoi como los ramudoi, habían montado guardia en el lugar de reunión, alrededor del gran hogar.

–Dolando, Ayla necesita las tablillas –dijo Jondalar.

–¿Ha tenido suerte? –preguntó el jefe shamudoi, mientras le entregaba los trozos de madera alisada.

Jondalar pensó que debía ser Ayla quien informase, pero sonrió. Dolando cerró los ojos, respiró hondo y se estremeció de alivio.

Ayla colocó las tablillas y las sujetó con más tiras de cuero de gamuza. El brazo se hincharía y sería necesario reemplazar la cataplasma. Las tablillas mantendrían en su lugar el brazo, de forma que los movimientos de Roshario no perjudicaran la nueva fractura. Más tarde, cuando la inflamación descendiese y ella quisiera moverse, la corteza de haya, mojada en agua caliente, moldearía su brazo y, al secarse, formaría un molde rígido.

Ayla comprobó de nuevo la respiración de la mujer y el pulso del cuello y la muñeca, escuchó los ruidos del pecho, le levantó los párpados; después se acercó a la entrada de la vivienda.

–Dolando, ahora puedes entrar –dijo al hombre, que estaba junto a la puerta.

–¿Está bien?

–Ven y obsérvalo tú mismo.

El hombre entró, se arrodilló junto a la mujer dormida y clavó los ojos en la cara de la accidentada. La observó mientras ella respiraba, comprobó que, en efecto, estaba respirando, y finalmente miró el brazo. Bajo las tablillas, el perfil parecía recto y normal.

–¡Parece perfecto! ¿Podrá volver a usar el brazo?

–He hecho lo que he podido. Con la ayuda de los espíritus y la Gran Madre Tierra, podrá usarlo. Tal vez no con tanta soltura como antes, pero podrá usarlo. Ahora, es necesario que duerma.

–Permaneceré aquí, con ella –indicó Dolando, tratando de convencer a Ayla con su autoridad, aunque sabía que si ella insistía, él debía someterse.

–Pensé que querrías quedarte –dijo Ayla–, pero ahora que he terminado, deseo algo.

–Pídelo. Te daré lo que quieras –expresó él sin vacilar, aunque al mismo tiempo se preguntaba qué le pediría Ayla.

–Desearía lavarme. ¿Puedo usar el estanque para nadar y lavarme?

No era lo que él había previsto que Ayla diría, y durante un momento se quedó desconcertado. Entonces vio por primera vez que tenía la cara manchada de jugo de moras, los brazos arañados por las zarzas espinosas, las ropas gastadas y sucias y los cabellos enmarañados. Con una expresión de pesar y una seca sonrisa dijo:

–Roshario jamás me perdonará mi falta de hospitalidad. Nadie te ha ofrecido siquiera un jarro de agua. Seguramente estás exhausta después del largo viaje. Llamaré a Tholie. Lo que desees, si lo tenemos, es tuyo.

Ayla frotó las flores abundantes en saponina entre las manos húmedas, hasta que se formó espuma; después, acercó las manos a los cabellos. La espuma del cianato no era tan abundante como la que se obtenía de la raíz jabonosa, pero aquél era el enjuague final y los pétalos celestes dejaban un agradable y suave aroma. El área circundante y las plantas le habían parecido tan conocidas que Ayla estaba segura de que podía hallar una planta aprovechable para lavarse, pero se sintió agradablemente sorprendida cuando descubrió tanto la raíz jabonosa como el cianato, precisamente cuando fueron a buscar los canastos y la angarilla con el bote redondo. Se habían detenido para inspeccionar los caballos y Ayla decidió dedicar un tiempo a frotar después a Whinney, en parte para examinar su pelaje, pero también para asegurarse de la condición del animal.

–¿Quedan flores que producen espuma? –preguntó Jondalar.

–Allí, sobre la roca, cerca de Lobo –dijo Ayla–. Pero son las últimas. Podemos recoger más la próxima vez; convendrá hacer una provisión de ellas para secarlas y llevarlas con nosotros.

Se metió bajo el agua para enjuagarse.

–Aquí tienes unas pieles de gamuza para secarte –dijo Tholie, que se había aproximado al estanque. Llevaba en los brazos varios de los suaves cueros amarillos.

Ayla no la había visto acercarse. La mujer mamutoi había tratado de mantenerse lo más lejos posible del lobo; con ese propósito había descrito un círculo y se había acercado por el extremo abierto del lugar. Una niña de tres o cuatro años, que caminaba detrás, se aferraba a la pierna de su madre y miraba a los desconocidos con los ojos muy abiertos y un pulgar en la boca.

–Os he dejado dentro un poco de comida –dijo Tholie, mientras depositaba en el suelo las pieles que servían como toallas. Jondalar y Ayla tenían una cama en la cabaña que ella y Markeno usaban cuando estaban en tierra. Era el mismo refugio que Thonolan y Jetamio habían compartido con ellos, y Jondalar experimentó un sentimiento de angustia cuando entraron la primera vez, pues recordó la tragedia que había provocado el alejamiento y, en definitiva, la muerte de su hermano.

Other books

Under African Skies by Charles Larson
GoldLust by Sky Robinson
Galileo's Dream by Kim Stanley Robinson
Codename Spring by Aubrey Ross
Carved in Stone by Donna McDonald
Bill Dugan_War Chiefs 03 by Sitting Bull
Call Forth the Waves by L. J. Hatton
Starstruck (Fusion #1) by Quinn, Adalynn
Mystery in the Old Attic by Gertrude Chandler Warner