Las llanuras del tránsito (9 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Pero como Jondalar era varón, con rasgos más acusados y ángulos más pronunciados, a los ojos de Ayla se asemejaba al clan más que ella misma. Se trataba de las gentes con las que había crecido, estaba habituada a su aspecto, y a diferencia del resto de su linaje, los creía muy hermosos. Jondalar, que tenía una cara semejante a la de Ayla, pero más parecida que la de ella a las caras del clan, era hermoso.

La frente despejada de Jondalar se suavizó al sonreír.

–Me alegra que creas que ella me habría aprobado. Ojalá hubiese conocido a tu Iza –dijo–, y al resto de tu clan. Pero tenía que conocerte primero, pues, de lo contrario, jamás habría entendido que eran personas y que yo podía conocerlas. A juzgar por el modo en que hablas del clan, seguramente son buena gente. Me agradaría conocerlos más adelante.

–Muchas personas son buenas. El clan me recibió después del terremoto, cuando yo era pequeña. Luego, cuando Broud me expulsó del clan, no tuve a nadie. Yo era Ayla la «Sin Pueblo», hasta que el Campamento del León me aceptó, me dio un lugar al que pertenecer y me convirtió en Ayla de los mamutoi.

–Los mamutoi y los zelandonii no son tan distintos. Creo que te gustarán los míos, y tú a ellos.

–No siempre estuviste tan seguro de eso –dijo Ayla–. Recuerdo cuando temías que no me quisieran, por haber crecido con el clan y a causa de Durc.

Jondalar sintió un acceso de vergüenza.

–Dirían que mi hijo era una abominación, un niño engendrado por espíritus hostiles, medio animal, tú mismo lo dijiste una vez, y como yo lo engendré, pensarían todavía peor de mí.

–Ayla, antes de abandonar la Reunión de Verano me obligaste a prometer que te diría siempre la verdad y no me guardaría nada. En realidad, al principio estaba preocupado. Deseaba que vinieses conmigo, pero no quería que tú hablases de ti misma a la gente. Ansiaba que ocultases tu niñez, que mintieras acerca de eso, a pesar de que detesto las mentiras... y tú no sabes cuán profundo es ese sentimiento. Temía que te rechazaran. Conozco el sentimiento que eso provoca, y no quería que te lastimasen; pero también temía por mí. Tenía miedo de que me rechazaran porque te llevaba conmigo, y no deseaba pasar otra vez por eso. Sin embargo, no pude soportar la idea de vivir sin tu compañía. No sabía qué hacer.

Ayla recordaba demasiado bien su propia confusión y desesperación ante la dolorosa incertidumbre de Jondalar. A pesar de haber sido muy feliz con los mamutoi, también se había sentido en extremo desdichada a causa de Jondalar.

–Ahora sé, Ayla, a pesar de que casi te perdí antes de comprenderlo –continuó Jondalar–, que para mí no hay nadie más importante que tú. Quiero que seas tú misma, que digas o hagas lo que creas que debes decir o hacer, porque eso es lo que amo en ti, y ahora creo que la mayoría de la gente te recibirá bien. Verás como es así. En el Campamento del León y con los mamutoi aprendí algo importante. No todas las personas piensan igual y las opiniones pueden cambiar. Algunas personas te apoyarán, a veces las que menos hubieras podido imaginar que harían tal cosa, y otras son lo bastante compasivas para amar y criar a un niño a quien otros consideran una abominación.

–No me gustó la forma en que trataron a Rydag en la Reunión de Verano –dijo Ayla–. Algunos ni siquiera querían que tuviera un entierro adecuado.

Jondalar percibió la cólera en la voz de Ayla, pero también vio las lágrimas que amenazaban con brotar tras esa cólera.

–Tampoco a mí me gustó. Algunos nunca cambiarán. No quieren abrir los ojos y mirar lo que está a la vista de todos. Comprender esto me llevó mucho tiempo. Ayla, no puedo prometerte que los zelandonii te aceptarán, pero si no lo hacen, buscaremos otro sitio. Sí, quiero regresar. Quiero volver con mi gente. Quiero ver a mi familia y a mis amigos. Quiero hablarle de Thonolan a mi madre, y pedir a Zelandoni que busque su espíritu, por si todavía no encontró el camino que lleva al otro mundo. Confío en que allí encontraremos un lugar. Pero si no es así, a mí ya no me parece tan importante. Ésa es otra de las cosas que aprendí. Por eso te dije que estaba dispuesto a continuar aquí contigo, si tú lo deseabas. Lo dije en serio.

La sostenía con las manos aferrándole los hombros, mirándola a los ojos con fiera decisión, deseoso de asegurarse de que Ayla le entendía. Ella percibió la convicción de Jondalar y su amor, pero ahora se preguntaba si habían hecho bien en emprender el viaje.

–Si tu gente no nos quiere, ¿adónde iremos?

–Ayla, si es necesario, buscaremos otro lugar –sonrió tranquilizador–; pero no creo que lleguemos a eso. Ya te lo dije, los zelandonii no son tan diferentes de los mamutoi. Te amarán exactamente como yo te amo. Eso ya ha dejado de inquietarme; y no sé por qué llegó a preocuparme alguna vez.

Ayla le sonrió, complacida de que él se sintiera tan seguro de que su pueblo la aceptaría. En todo caso, ojalá hubiera podido compartir esa confianza. Quizá él había olvidado, o tal vez no había comprendido, la intensa y duradera impresión que había causado en ella la primera reacción que él manifestó cuando se enteró de la existencia del hijo de Ayla y de su origen. Se había apartado y la había mirado con tanta repugnancia que ella jamás lo olvidaría. Había sido exactamente como si en Ayla hubiese visto a una hiena sucia y repulsiva.

Mientras continuaban su camino, Ayla siguió pensando en lo que tal vez la esperaba al final del viaje. Era cierto, la gente podía cambiar. Jondalar había cambiado por completo. Ayla sabía que en él no quedaba rastro de aquel sentimiento de rechazo, pero ¿qué sucedería con la gente que le había enseñado a reaccionar así? Si su reacción había sido tan inmediata y tan intensa, no cabía duda de que su pueblo se la había inculcado a medida que crecía. ¿Por qué ellos debían responder frente a Ayla de distinto modo que Jondalar? Por mucho que deseara estar con Jondalar, y por mucho que la alegrase el deseo que él manifestaba de llevarla consigo a su hogar, no se sentía en absoluto esperanzada ante la idea de ver a los zelandonii.

Capítulo 4

Permanecieron cerca del río mientras continuaban avanzando. Jondalar estaba casi seguro de que el curso de la corriente giraba hacia el este, pero le inquietaba la posibilidad de que fuera sólo un amplio arco en su curso en general sinuoso. Si en realidad estaba cambiando de dirección, aquél era el lugar indicado para alejarse –perdiendo al mismo tiempo la seguridad de seguir una ruta fácilmente definida– y continuar a campo traviesa; y él deseaba asegurarse de que se encontraban en el lugar exacto.

Hubieran podido detenerse en varios lugares para pasar la noche, pero, al mismo tiempo que consultaba con frecuencia el mapa, Jondalar buscaba un campamento indicado por Talut. Era el hito que necesitaba para comprobar el lugar en que estaban. Era un sitio utilizado habitualmente, y Jondalar abrigaba la esperanza de acertar en su idea de que ya se encontraban cerca; mas el mapa incluía sólo indicaciones y señales generales, y en el mejor de los casos, resultaba impreciso. Había sido grabado deprisa sobre una lámina de marfil para complementar las explicaciones verbales suministradas a Jondalar y simplemente para ayudarle a recordarlas, y no aspiraba a ser una reproducción exacta del camino.

Cuando la orilla continuó elevándose y retrocediendo, ellos se mantuvieron en las tierras altas, que les ofrecían una visión más amplia, pese a que se alejaban un poco del río. Abajo, más cerca del agua que corría, un lago encerrado en un recodo se había transformado en un pantano. Había comenzado como una curva natural del río que avanzaba y retrocedía, igual que todas las aguas que fluyen cuando atraviesan campo abierto. La curva, con el tiempo, se cerró sobre sí misma, y después se llenó de agua para formar un lago, que quedó aislado cuando el río cambió su curso. Como no era alimentado, comenzó a secarse. La tierra baja protegida era ahora un prado húmedo donde medraban los juncos de los pantanos y las uñas de gato, en tanto que las plantas acuáticas llenaban el extremo más profundo. Al transcurrir el tiempo, la alfombra verde se convertiría en un pastizal enriquecido a causa de la humedad.

Jondalar estuvo a punto de coger una lanza cuando vio un alce que salía del refugio de la vegetación, cerca de la orilla, y se internaba en el agua, pero el animal corpulento estaba fuera de alcance, incluso del lanzavenablos; además, sería difícil retirarlo del pantano. Ayla observó al animal en apariencia desmañado, con el hocico alargado y la cornamenta plana, todavía aterciopelada, que se internaba en el pantano. Levantaba mucho las largas patas y hundía con un chasquido las anchas pezuñas, lo cual le impedía enterrarse en el fondo fangoso; así avanzó hasta que el agua le tocó los flancos. Acto seguido, hundió la cabeza y la retiró con un puñado de plantas chorreantes y bistorta de agua. Las aves acuáticas próximas, que anidaban entre los juncos, ignoraron su presencia.

Más allá del pantano, las laderas bien drenadas, con barrancos y orillas cortadas a pico, ofrecían recovecos protegidos a especies como el pie de ánade y las ortigas, así como plantas cariofiláceas como la pamplina de hojas peludas, con pequeñas florecillas blancas. Ayla tomó su honda y sacó unas cuantas piedras redondas de un bolso que llevaba preparado. Al fondo de su valle había conocido un lugar semejante, donde a menudo observaba y cazaba ardillas terrestres excepcionalmente grandes de las estepas. Una o dos podían suministrar una comida satisfactoria.

Ese terreno irregular que llevaba a los campos abiertos de pastizales era el hábitat preferido de estos animales. Las nutritivas simientes de los pastizales próximos, guardadas en escondrijos mientras las ardillas hibernaban, las sustentaban en primavera, de modo que procreaban en el momento exacto en que aparecían plantas nuevas, y de esta forma podían alimentar a sus crías. Las plantas ricas en proteínas eran esenciales si pretendían que las crías alcanzaran la madurez antes del invierno. Pero ninguna ardilla terrestre asomó el hocico mientras pasaban los viajeros, y parecía que Lobo no podía o no quería buscarlas.

Mientras continuaban hacia el sur, la gran plataforma de granito, al pie de la ancha pradera que se extendía a gran distancia hacia el este, inició una curva ascendente para iniciar una sucesión de colinas. Antes, en épocas muy remotas, la región que ahora atravesaban estuvo formada por montañas que se habían erosionado hacía mucho tiempo. Ahora sus restos constituían un sólido escudo de roca que resistía las inmensas presiones que combaban la tierra para formar nuevas montañas y las enormes fuerzas interiores capaces de sacudir y fragmentar una superficie menos estable. Se habían formado rocas más recientes sobre el antiguo macizo, pero los afloramientos de las montañas originales todavía perforaban la costra sedimentaria.

En el período en que los mamuts recorrían las estepas, los pastos y las hierbas, como los animales por excelencia de aquella antigua región, florecían no sólo en gran abundancia, sino con una sorprendente diversidad de gamas y en asociaciones imprevistas. A diferencia de los pastizales de épocas posteriores, aquellas estepas no estaban dispuestas en anchas fajas cubiertas por ciertos tipos limitados de vegetación, determinados a su vez por la temperatura y el clima. Por el contrario, formaban un complejo mosaico con una mayor diversidad de plantas, incluidas numerosas variedades de pastos y prolíficas hierbas y matorrales.

Un valle bien irrigado, un prado alto, la cima de una colina o un ligero descenso de la altura, originaban cada cual su propia comunidad de vida vegetal, que se desarrollaba formando núcleos de vegetación en los que cada especie era independiente de la otra. Una ladera que miraba hacia el sur podía fomentar el crecimiento propio del clima cálido, muy distinto de la vegetación boreal adaptada al frío que dominaba en la cara septentrional de la misma elevación.

El suelo de la accidentada meseta que Ayla y Jondalar estaban atravesando no era demasiado fértil, y la capa de hierba, más bien rala y corta. El viento había erosionado barrancos más profundos, y en el alto valle de un antiguo torrente, el lecho del río se había secado y, al carecer de vegetación, se había convertido en dunas de arena.

Aunque después sólo era posible dar con ellos en las estribaciones de la montaña, en este terreno accidentado, no demasiado lejos de los ríos de las tierras bajas, los ratones de campo y las liebres enanas estaban muy atareados cortando hierbas, para secarlas y almacenarlas. En lugar de hibernar en invierno, construían túneles y nidos bajo los ventisqueros que se acumulaban en las grietas y los huecos, así como en el lado protegido de las rocas, y se alimentaban del heno almacenado. Lobo espiaba a los pequeños roedores y se dedicó a perseguirlos, pero Ayla no se molestó en usar su honda. Eran demasiado pequeños para suministrar una comida a los seres humanos, excepto cuando su cantidad era elevada.

Las hierbas árticas, que prosperaban en el flanco septentrional más húmedo de los pantanos y los fangales, aprovechaban en primavera la humedad suplementaria de los hielos que se fundían y crecían, en una asociación poco usual, junto a los pequeños y resistentes arbustos alpinos, en salientes elevados y en colinas barridas por el viento. La cincoenrama ártica, con sus pequeñas flores amarillas, se protegía del viento en los mismos huecos y cavidades preferidas por las liebres enanas; en cambio, en las superficies expuestas las capas de musgo coronario, con flores púrpuras o rosadas, formaban sus propios salientes protectores de tallos frondosos, que dificultaban la entrada de los vientos fríos y secos. A su lado, la hierba sambenito se aferraba a los salientes rocosos y a las colinas de esta accidentada región baja, exactamente como lo hacía en las laderas de las montañas, con sus ramas bajas y siempre verdes de minúsculas hojas y solitarias flores amarillas que se extendían, a lo largo de muchos años, hasta formar una tupida alfombra.

Ayla percibió el aroma fragante de la cazamoscas rosada, cuyos capullos comenzaban a abrirse. Comprendió que estaba haciéndose tarde, y volvió los ojos hacia el sol que descendía por el oeste, para comprobar el dato que su olfato había recogido. Las flores pegajosas se abrían por la noche, ofreciendo refugio a los insectos –mariposas y moscas– a cambio de la difusión del polen. Tenían escaso valor medicinal o alimenticio, pero su perfume agradable le atraía tanto que concibió fugazmente la idea de coger algunas. Sin embargo, la jornada ya estaba avanzada y no deseaba detenerse. Pensó que pronto tendrían que acampar, sobre todo si deseaba preparar antes de que oscureciese la cena que había pensado.

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