Las llanuras del tránsito (4 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–El río es más veloz de lo que él está acostumbrado y no puede acercarse al agua caminando. Tiene que saltar y nunca lo ha hecho antes –dijo Ayla.

–¿Qué te propones hacer?

–Si no puedo conseguir que salte, tendré que ir a buscarlo –replicó ella.

–Ayla, estoy seguro de que si seguimos cabalgando, saltará al agua y te seguirá. Si queremos recorrer alguna distancia hoy, tenemos que partir.

La terrible expresión de incredulidad y cólera que apareció en la cara de Ayla provocó en Jondalar la intención de tragarse sus palabras.

–¿Te agradaría que te dejasen atrás porque tuvieras miedo? No quiere saltar al río porque antes nunca hizo nada parecido. ¿Qué pretendes?

–Sólo quise decir... Ayla, no es más que un lobo. Los lobos siempre cruzan los ríos. Solamente necesita una razón para zambullirse. Si no nos alcanza, volveremos a buscarlo. No pretendí decir que íbamos a abandonarlo aquí.

–No hace falta que te preocupes. Iré a buscarlo ahora mismo –dijo Ayla, dando la espalda al hombre e instando a Whinney a entrar en el agua.

El joven lobo no dejaba de gemir y olfatear las huellas dejadas en el suelo por los cascos de los caballos, y miraba a las personas y los caballos que se encontraban en el lado opuesto de la corriente. Ayla volvió a llamarlo, cuando la yegua entró en la corriente. En mitad del camino, Whinney sintió que el suelo cedía y relinchó alarmada, tratando de encontrar una base más firme.

–¡Lobo! ¡Ven aquí, Lobo! ¡No es más que agua! ¡Vamos, Lobo! ¡Entra! –gritó Ayla, en un intento de atraer al río que discurría entre remolinos al animal joven y aprensivo. Luego se deslizó del lomo de Whinney y decidió nadar hasta la empinada orilla. Finalmente, Lobo reunió valor y se zambulló. Cayó con un fuerte chapoteo y empezó a nadar hacia ella.

–¡Eso es! ¡Muy bien, Lobo!

Whinney luchaba por hacer pie y Ayla, con el brazo alrededor de Lobo, trataba de llegar a la yegua. Jondalar ya estaba allí, hundido en el agua hasta el pecho, tranquilizando a la yegua y acercándose a Ayla. Todos juntos llegaron a la otra orilla.

–Será mejor que nos demos prisa si queremos recorrer hoy un poco de terreno –dijo Ayla, los ojos todavía coléricos mientras montaba de nuevo en la yegua.

–No –dijo Jondalar, reteniéndola–. No partiremos antes de que te hayas cambiado de ropa. Y creo que habría que cepillar a los caballos para secarlos, y quizá también a ese lobo. Hoy ya hemos viajado bastante. Esta noche acamparemos aquí. Me llevó cuatro años llegar a este lugar. No me importa si necesito cuatro años para retornar; pero, Ayla, quiero llevarte allí sana y salva.

Cuando Ayla le miró, la expresión de inquietud y amor en los ojos intensamente azules de Jondalar disipó los últimos vestigios de la cólera que había experimentado. Extendió la mano hacia él, mientras Jondalar inclinaba la cabeza hacia ella, y Ayla sintió la misma increíble maravilla que la había embargado la primera vez que él había unido sus labios a los de ella, enseñándole lo que era un beso. Una alegría inenarrable llenó todo su ser al darse cuenta de que viajaba con él, regresaba al hogar con él. Le amaba más de lo que era capaz de expresar, su amor incluso era más fuerte ahora, después del prolongado invierno, cuando había llegado a creer que Jondalar ya no la amaba y que se marcharía sin ella.

Jondalar había temido por ella cuando regresó al río y ahora la apretaba contra su cuerpo, abrazándola. La amaba más de lo que jamás hubiera creído posible amar a alguien. Antes de Ayla, él no sabía que podía llegar a amar tanto. En cierta ocasión casi la había perdido. Aquella vez estaba seguro de que Ayla continuaría junto al hombre moreno de los ojos vivaces, y ahora no podía soportar la idea de perderla de nuevo.

Con dos caballos y un lobo como compañero, en un mundo donde antes hubiera sido impensable la posibilidad de domesticar a tales animales, un hombre estaba solo, con la mujer a la que amaba, en medio de una vasta y fría pradera, en la que abundaban animales muy diferentes y en donde casi no había existencia humana, proyectando un viaje que se extendía a través de un continente. Sin embargo, a veces el mero pensamiento de que ella pudiera sufrir algún daño le abrumaba tan intensamente que casi se le cortaba la respiración. En esos momentos deseaba unirse eternamente a Ayla en un estrecho abrazo.

Jondalar sintió la calidez del cuerpo de Ayla, y la boca que de buen grado se unía a la suya, lo que hizo aumentar la necesidad que tenía de ella. Pero aquello podía esperar. Ayla tenía frío y estaba mojada; necesitaba ropas secas y fuego. El borde de aquel río era un lugar tan conveniente como cualquier otro para acampar, y si bien era un tanto temprano para detenerse, eso les daría tiempo para que secaran las ropas que vestían, y así podrían partir temprano por la mañana.

–¡Lobo! ¡Deja eso! –gritó Ayla, y corrió para arrebatar el envoltorio de cuero al joven animal–. Creí que habías aprendido a apartarte del cuero. –Cuando ella trató de quitárselo, Lobo lo detuvo juguetonamente con los dientes, echando la cabeza a uno y otro lado, entre gruñidos. Ella soltó el objeto y suspendió el juego–. ¡Deja eso! –dijo ásperamente. Bajó una mano, como si se dispusiera a golpear el hocico de Lobo, pero no completó el movimiento. Ante la señal y la orden, Lobo metió la cola entre las patas, se arrastró sumiso hacia ella y soltó el bulto a sus pies, gimiendo en son de paz.

–Es la segunda vez que la emprende contra estas cosas –dijo Ayla, mientras recogía aquel envoltorio y otro más que él había estado masticando–. Sabe lo que tiene que hacer, pero no puede contenerse cuando se trata de cuero.

Jondalar se acercó para ayudar a Ayla.

–No sé qué decirte. Suelta lo que tiene en cuanto se lo ordenas, pero no se lo puedes ordenar si no estás allí, y no puedes vigilarlo siempre... ¿Qué es esto? No recuerdo haberlo visto antes –dijo, y miró intrigado un bulto envuelto cuidadosamente en una piel suave y muy bien atado.

Sonrojándose un poco, Ayla le arrebató rápidamente el bulto.

–Es... sólo una cosa que traje conmigo..., algo... que traje del Campamento del León –dijo, y depositó el bulto en el fondo de uno de sus canastos.

La actitud de Ayla desconcertó a Jondalar. Ambos habían limitado sus posesiones y objetos de viaje al mínimo, incluyendo muy pocas cosas que no fuesen esenciales. El bulto no era grande, pero tampoco era pequeño. Probablemente ella había podido agregar otra cosa en el espacio ocupado por el objeto en cuestión. ¿De qué podría tratarse?

–¡Lobo! ¡Deja eso!

Jondalar vio que Ayla perseguía de nuevo al joven lobo, y no pudo por menos que sonreír. No estaba seguro, pero casi daba la impresión de que Lobo se comportaba mal intencionadamente, se burlaba de Ayla para obligarla a perseguirlo y que jugara con ella. Había descubierto uno de los zapatos que ella usaba en el campamento, una especie de mocasín blando que le cubría el pie y que a veces se ponía para mayor comodidad después de organizar el campamento, sobre todo si el suelo estaba congelado o húmedo y frío y deseaba airear o secar el calzado habitual, bastante más sólido.

–¡No sé qué voy a hacer con él! –exclamó Ayla, exasperada, mientras se acercaba al hombre. Sostenía en la mano el objeto de la última travesura de Lobo y miraba severamente al pícaro malhechor. Lobo se arrastraba hacia ella, al parecer arrepentido, gimiendo en abyecta humillación ante la desaprobación de su ama; pero un atisbo de picardía acechaba bajo su aparente angustia. El animal sabía que le amaba, y tan pronto cediera en su rigor, comenzaría a retorcerse y a aullar con verdadero placer, dispuesto a jugar otra vez.

Si bien tenía el tamaño de un animal adulto, aunque de aspecto más rechoncho, Lobo era poco más que un cachorro. Había nacido en invierno, fuera de temporada, de una loba solitaria cuyo compañero había muerto. El pelaje de Lobo tenía el matiz usual gris leonado –resultado de las franjas blancas, rojas, pardas y negras que coloreaban la capa externa, lo que creaba un dibujo indistinto que permitía a los lobos un perfecto mimetismo con el paisaje natural de matorrales, pasto, tierra, piedras y nieve–, aunque su madre había sido negra.

Precisamente aquel color poco común había incitado a las hembras de la manada a perseguirla implacablemente, relegándola a la situación más baja y, con el tiempo, a expulsarla. A partir de entonces había errado sola, aprendiendo a sobrevivir en los territorios de las diferentes manadas, hasta que finalmente descubrió a otro solitario, un viejo macho que había abandonado a su manada porque ya no estaba en condiciones de seguir su ritmo. Juntos lo pasaron bien algún tiempo. Ella era la cazadora más fuerte, pero él tenía experiencia e incluso había comenzado a delimitar y defender como propia una pequeña área de territorio. Quizá como consecuencia de la mejor dieta que les proporcionó la cooperación de ambos, de la compañía y la proximidad de un macho amigo, o de su propia predisposición genética, lo cierto es que la loba tuvo el celo fuera de temporada. En todo caso, su viejo compañero no experimentó desagrado, y al no tener competencia, se mostró dispuesto a responder y, en definitiva, fue capaz de hacerlo.

Por desgracia, sus rígidos y viejos huesos no pudieron resistir los embates de otro invierno difícil en las estepas periglaciares. No duró mucho después del comienzo de la estación fría. Fue una pérdida terrible para la hembra negra, que debía dar a luz sola y en invierno. El ambiente natural no tolera demasiado bien a los animales que se desvían tanto de la norma, y los ciclos estacionales se imponen por sí mismos. Una cazadora de pelaje negro en un paisaje de hierba rojiza, tierra parda y nieve barrida o arrastrada por el viento puede ser vista fácilmente por la escasa y astuta fauna invernal. Sin compañero ni otro tipo de parientes maduros que ayudaran a la madre a alimentar a los cachorros recién nacidos y a cuidar de ellos, la hembra negra se debilitó, y uno tras otro sus hijos sucumbieron, hasta que sólo quedó uno.

Ayla conocía a los lobos. Los había observado y estudiado desde que comenzó a cazar, pero ignoraba que el lobo negro que trató de robar el armiño que ella había matado con su honda era una hembra hambrienta que estaba criando. No era la estación de los cachorros. Cuando intentó recuperar su presa y en una actitud poco frecuente el lobo atacó, ella lo mató en defensa propia. Más tarde se percató de la condición del animal y comprendió que seguramente era una solitaria. Sintió entonces una extraña afinidad con aquella loba que, sin duda, había sido expulsada de su manada, y decidió encontrar a los cachorros huérfanos, que no tendrían una familia que los adoptase. Siguió el rastro de la loba, encontró la madriguera, se deslizó en su interior y descubrió al último cachorro, todavía sin destetar, con los ojos apenas abiertos. Lo llevó consigo al Campamento del León.

Todos se sorprendieron cuando Ayla les mostró al minúsculo cachorro de lobo, pero ella ya había llegado otras veces con caballos que le obedecían. Habían acabado por acostumbrarse a ellos y a la mujer que se sentía tan afín a los animales, y sentían curiosidad por el lobo y por lo que ella haría con él. Que supiese criarlo y entenderle maravilló a muchos. Aun ahora, Jondalar se sorprendía ante la vivacidad demostrada por el animal; una inteligencia que parecía casi humana.

–Ayla, creo que está jugando contigo –dijo el hombre.

Ella miró a Lobo y no pudo evitar una sonrisa, y el animal, al verla, irguió la cabeza y comenzó a golpear el suelo con la cola, expectante.

–Creo que tienes razón, pero eso no me ayudará a impedir que lo mastique todo –dijo Ayla, mirando los jirones del zapato que usaba en el campamento–. Bien; puedo dejarle esto, ya lo ha destrozado, y quizá así, al menos por un rato, no se interesará tanto por el resto de nuestras cosas.

Le arrojó el zapato y Lobo saltó y lo atrapó en el aire; Jondalar casi tuvo la certeza de que Lobo había insinuado una sonrisa lobuna.

–Será mejor que lo guardemos todo –dijo Jondalar, al recordar que la víspera no habían recorrido mucho camino hacia el sur.

Ayla miró a su alrededor, protegiéndose los ojos del sol luminoso que por el este comenzaba a elevarse en el cielo. Vio a Whinney y a Corredor en el prado que estaba más allá de la parcela cubierta de árboles y matorrales en torno a los cuales el río describía una curva, y emitió un silbido peculiar, parecido al que empleaba para llamar a Lobo, pero no igual. La yegua de color amarillo oscuro alzó la cabeza, relinchó y galopó hacia la mujer. El joven corcel la siguió.

Levantaron el campamento, cargaron los caballos y ya estaban dispuestos a partir, cuando Jondalar decidió redistribuir los palos de la tienda, que guardó en un canasto, y las lanzas, que puso en otro para equilibrar la carga. Ayla estaba apoyada sobre Whinney mientras esperaba. Era una postura cómoda y familiar para ambas, un modo de estar en contacto que había nacido cuando la joven yegua era la única compañía de Ayla en el valle feraz pero solitario.

Ayla también había dado muerte a la madre de Whinney. En aquella época de su vida llevaba varios años cazando, pero sólo con la honda. Ayla la utilizaba con extraordinaria habilidad y, además, era un arma de caza que podía ocultarse fácilmente, lo que justificaba su incumplimiento de los tabúes del clan al cazar principalmente depredadores, que competían por el mismo alimento y a veces les robaban la carne. Pero el caballo fue el primer animal grande, proveedor de carne, que ella mató, y la primera vez que usó una lanza para realizar la hazaña.

En el clan se habría considerado que era su primera captura, de haber sido Ayla varón, y se le hubiera permitido cazar con lanza. Como mujer, si hubiera usado una lanza no se le habría permitido vivir. Pero matar al caballo había sido necesario para su supervivencia, aunque ella no había deseado que una yegua que aún amamantaba a su cría fuese la que cayese en su trampa. Cuando vio por primera vez al potrillo le compadeció, consciente de que moriría sin su madre; sin embargo, no se le ocurrió la idea de criarlo ella misma. No había motivo para que lo pensara; nadie lo había hecho antes.

Pero cuando las hienas comenzaron a perseguir al asustado potrillo, Ayla recordó a la hiena que había tratado de llevarse al hijito de Oga. Ayla detestaba a las hienas, quizá por la dura prueba que había tenido que soportar cuando mató a aquella hiena en particular y descubrió su secreto. No eran peores que otros depredadores y carroñeros naturales, pero a los ojos de Ayla representaban todo lo que era cruel, maligno o perverso. Su reacción en ese momento fue tan espontánea como lo había sido en la ocasión anterior, y las veloces piedras lanzadas con su honda fueron igualmente eficaces. Mató a una hiena, ahuyentó a las otras y rescató al animal joven e indefenso; pero esta vez, en lugar de sufrimiento, encontró la compañía que alivió su soledad y una enorme alegría en la entrañable relación que se estableció entre ellos.

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