Las llanuras del tránsito (3 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Sin duda, Lobo había comprendido que levantar las lanzas significaba un gesto amenazador. Ayla apenas si podía censurarle por saltar en defensa de la gente y los caballos que formaban su extraña manada. Desde su punto de vista era una actitud completamente comprensible; pero eso no quería decir que fuese aceptable. No podía enfrentarse a todas las personas que encontraran en el curso del viaje como si fueran lobos forasteros. Ayla tenía que enseñarle a modificar su conducta, a tratar con menos agresividad a los desconocidos. Incluso mientras concebía esta idea, Ayla se preguntó si habría otras personas capaces de comprender que un lobo podía responder a los deseos de una mujer, o que un caballo podía permitir que un humano montase sobre él.

–Quédate con él. Traeré la cuerda –dijo Jondalar. Sin dejar de sostener la cuerda que sujetaba a Corredor, pese a que el potro se había calmado, Jondalar buscó la correa en los canastos que cargaba Whinney. La hostilidad del campamento se había atenuado y la gente parecía apenas más cautelosa de lo que se hubiera mostrado respecto a otros forasteros cualesquiera. Por su modo de observar, el temor parecía haberse convertido en curiosidad.

Whinney también se había calmado. Jondalar la rascó y palmoteó, hablándole afectuosamente mientras revisaba los canastos. Sentía mucho afecto por la robusta yegua, y aunque le agradaba mucho el espíritu brioso de Corredor, admiraba la serena paciencia de Whinney. La yegua ejercía un efecto calmante sobre el joven corcel. El hombre ató la cuerda de Corredor a la correa que sujetaba los canastos que cargaba Whinney. Jondalar deseaba a menudo que le hubiera sido posible controlar a Corredor lo mismo que Ayla controlaba a Whinney, sin freno ni cuerda. Pero a medida que cabalgaba, descubría la sorprendente sensibilidad de la piel del caballo, mejoraba su estilo ecuestre y comenzaba a guiar a Corredor mediante la presión y la postura.

Ayla pasó del lado opuesto de la yegua, acompañada por Lobo. Al entregarle la cuerda, Jondalar le habló en voz baja.

–Ayla, no es necesario que permanezcamos aquí. Aún es temprano. Podemos encontrar otro lugar a orillas de este río o de cualquier otro.

–Creo que es conveniente que Lobo se acostumbre a la gente, y sobre todo a los extraños, e incluso si ellos no se muestran demasiado amistosos, deseo visitarlos. Jondalar, son mamutoi, pertenecen a mi pueblo. Quizá ellos sean los últimos mamutoi que yo vea. Me pregunto si asistirán a la Reunión de Verano. Tal vez podamos enviar con ellos un mensaje al Campamento del León.

Ayla y Jondalar instalaron su propio campamento a poca distancia del Campamento del Espolín, río arriba, a orillas del importante afluente. Retiraron los bultos de los caballos y dejaron a éstos en libertad para pastar. Ayla experimentó un momento de inquietud cuando vio que desaparecían en la bruma movediza y polvorienta, alejándose del campamento.

La mujer y el hombre habían avanzado por la orilla derecha del ancho río, pero a cierta distancia de la corriente. Aunque en general se deslizaba hacia el sur, el río seguía un curso sinuoso a través del paisaje, serpenteando mientras cavaba un profundo foso en la llanura lisa. Si se mantenían en las estepas que se extendían a cierta altura sobre el valle del río, los viajeros podían seguir un camino más directo, pero se verían expuestos al viento implacable y a los efectos más crueles del sol y la lluvia en terreno abierto.

–¿Éste es el río del que nos hablaron? –preguntó Ayla, mientras desenrollaba las pieles para dormir.

El hombre hundió la mano en una de las dos canastas y extrajo un pedazo liso y bastante ancho de colmillo de mamut, con marcas talladas. Dirigió la mirada hacia el sector del cielo descolorido que resplandecía con una luz insoportablemente intensa aunque difusa, y después hacia el paisaje más oscuro. Era el final de la tarde, no cabía duda, pero no podía arriesgarse a decir mucho más.

–Ayla, no hay forma de saberlo –dijo Jondalar, y devolvió el mapa a su lugar–. No puedo ver señales, y estoy acostumbrado a juzgar la distancia recorrida con mis propias piernas. Corredor avanza con diferente paso.

–¿Realmente nos llevará un año entero llegar a tu casa? –preguntó la mujer.

–No estoy seguro. Depende de lo que encontremos en el camino, de los problemas con que tropecemos, de la frecuencia con que nos detengamos. Si conseguimos regresar a los zelandonii a estas alturas del año próximo, podremos considerarnos afortunados. Ni siquiera hemos llegado al Mar de Beran, donde termina el Río de la Gran Madre, y tendremos que seguirlo hasta alcanzar la fuente del glaciar, y después continuar –dijo Jondalar. Sus ojos, de un azul intenso y desusadamente vívido, tenían una expresión inquieta y su frente presentaba las consabidas arrugas de la preocupación.

–Tendremos que atravesar algunos ríos anchos; sin embargo, Ayla, lo que más me inquieta es ese glaciar. Tenemos que cruzarlo cuando el hielo esté completamente sólido, es decir, antes de la primavera, y eso siempre es imprevisible. En esta región sopla un fuerte viento sur que puede compensar en un día el frío más intenso. Y entonces, la nieve y el hielo de la superficie se funden, quebrándose como madera podrida. Se abren grandes grietas y la nieve que las cubría se derrumba. A través del hielo fluyen arroyos, incluso ríos de agua como resultado del hielo derretido, y que a veces desaparecen en profundos agujeros. Entonces se crea una situación muy peligrosa, y puede suceder de repente. Ahora estamos en verano, y aunque el invierno parezca muy lejano, tenemos que viajar mucho más de lo que crees.

La mujer asintió. No tenía sentido pensar siquiera en lo que les llevaría el viaje o lo que sucedería cuando llegasen. Mejor era pensar en cada día y hacer planes sólo para un día o dos. Era mejor no inquietarse por la gente de Jondalar ni preguntarse si la aceptarían como a uno de ellos, igual que habían hecho los mamutoi.

–Ojalá cesara de soplar el viento –comentó.

–Yo también estoy cansado de comer tierra –dijo Jondalar–. ¿Por qué no vamos a visitar a nuestros vecinos y vemos si nos dan algo mejor?

Llevaron a Lobo con ellos cuando regresaron al Campamento del Espolín, pero Ayla lo mantuvo a su lado. Se unieron a un grupo reunido alrededor de una hoguera, donde se asaba un gran cuarto trasero. Al principio, la conversación tardó un poco en entablarse, pero no pasó mucho rato para que la curiosidad se convirtiese en cálido interés y la reserva temerosa diera paso a una charla animada. Las pocas personas que habitaban aquellas estepas periglaciares casi no tenían oportunidad de conocer a otra gente, y la excitación provocada por esta reunión casual impulsaría las discusiones y sería tema de comentarios durante mucho tiempo en el Campamento del Halcón. Ayla trabó amistad con varias personas, y sobre todo con una joven que tenía una niña pequeña, aunque ya en edad de sentarse sin ayuda y de reír ruidosamente, algo que encantó a todos, pero sobre todo a Lobo.

La joven madre al principio se inquietó cuando el animal buscó a la niña para concederle su atención solícita, pero cuando los lamidos entusiastas de Lobo provocaron la risa complacida de la pequeña, y el animal mostró una suave moderación, pese a que la pequeña le cogía puñados de pelo y trataba de arrancárselos, todos se sintieron sorprendidos.

Los restantes niños quisieron tocarlo y poco después Lobo jugaba con ellos. Ayla explicó que Lobo había crecido con los niños del Campamento del León y probablemente los echaba de menos. Siempre se había mostrado muy delicado con los más pequeños, o con los débiles, y parecía conocer la diferencia entre el pellizco demasiado entusiasta y sin mala intención de un niño pequeño y el tirón intencionado de la cola o la oreja propinado por un niño mayor. Permitía lo primero con paciente tolerancia, y respondía a lo segundo con un gruñido de advertencia, o un mordisco suave que no rasgaba la piel pero demostraba que podría hacerlo.

Jondalar mencionó que poco antes habían salido de la Reunión de Verano, y Rutan les dijo que las reparaciones indispensables que habían debido realizar en su refugio habían demorado la partida de su grupo, pues, de lo contrario, ya estarían allí. Preguntó a Jondalar acerca de sus viajes y de Corredor, y la mayoría escuchaba. Parecían más renuentes a interrogar a Ayla, y ésta no se prestó a hablar demasiado, aunque al Mamut le habría gustado llevarla aparte para comentar temas más esotéricos; ella, sin embargo, prefirió permanecer con el campamento. Incluso la jefa se mostró más tranquila y cordial cuando los dos visitantes retornaron a su propio campamento y Ayla le pidió que transmitiese su afecto y sus recuerdos al Campamento del León cuando finalmente llegaran para la Reunión de Verano.

Esa noche, Ayla permaneció despierta, pensando. Se alegraba porque no se había dejado arrastrar por su vacilación natural ante la perspectiva de incorporarse al campamento, cuyos miembros no le habían brindado una acogida demasiado cálida. Cuando se les ofreció la oportunidad de superar su temor a lo extraño o lo desconocido, aquella gente había demostrado interés y voluntad de aprender. Ella había comprendido también que viajar con acompañantes tan insólitos probablemente provocaría fuertes reacciones en todos los que se les cruzaran en el camino. No tenía idea de lo que podía esperar, pero no dudaba de que aquel viaje sería mucho más azaroso de lo que había imaginado.

Capítulo 2

Jondalar quería haber partido temprano la mañana siguiente, pero, antes de hacerlo, Ayla deseaba regresar y saludar a las amistades que había hecho en el Campamento del Espolín. Jondalar estaba cada vez más impaciente, pero aun así Ayla dedicó cierto tiempo a las despedidas. Cuando al fin partieron, era casi mediodía.

La pradera abierta, de colinas suavemente onduladas y horizontes lejanos, por donde habían viajado después de salir de la Reunión de Verano, se elevaba cada vez más. La corriente veloz del afluente, nacida en terreno más alto, emergía con mayor vigor que la sinuosa corriente principal y excavaba un canal profundo con altas orillas en el suelo de loess batido por el viento. Aunque Jondalar deseaba marchar hacia el sur, se vieron obligados a desplazarse hacia el oeste y después hacia el noroeste, mientras buscaban el lugar adecuado para tratar de vadear el río.

Cuanto más se alejaban de su camino, más irritado e impaciente se sentía Jondalar. No estaba seguro de que hubiera sido acertada su decisión de seguir la ruta meridional, más larga, en lugar de la septentrional que le habían sugerido –más de una vez– y en cuya dirección el río parecía decidido a llevarles. Si bien no estaba familiarizado con aquel camino, que era mucho más corto, quizá hubieran debido seguirlo. Pensó que si podía adquirir la certeza de que llegarían a la meseta del glaciar, más hacia el oeste, en la fuente del Gran Río Madre, antes de la primavera, seguiría ese camino.

Esto significaría renunciar a su última oportunidad de ver a los sharamudoi, pero ¿era eso tan importante? Tenía que reconocer que en realidad deseaba verlos. Le ilusionaba la idea desde hacía tiempo. Jondalar no estaba seguro de que su decisión de marchar hacia el sur obedeciera realmente a su deseo de seguir el camino conocido y, por tanto, más seguro para que regresaran Ayla y él, o antes bien a su deseo de ver a los integrantes de su familia. Le preocupaban las consecuencias de una decisión errónea.

Ayla interrumpió sus cavilaciones.

–Jondalar, creo que podemos cruzar por aquí –dijo–. Parece fácil ganar la orilla opuesta.

Estaban en un recodo del río y se detuvieron para estudiarlo. La corriente rápida y turbulenta que seguía la curva excavaba profundamente el borde externo en el que ellos estaban y formaba una orilla alta y empinada. Pero el lateral interno del recodo, en la orilla opuesta, emergía gradualmente del agua, formando una estrecha playa de suelo pardo grisáceo y duro, con un fondo de matorrales.

–¿Crees que los caballos pueden descender por esta orilla?

–Me parece que sí. La parte más profunda del río debe de estar cerca de este lado, donde corta la orilla. Es difícil conocer la profundidad, ni siquiera sabemos si los caballos tendrán que nadar. Tal vez sea mejor que nosotros también desmontemos y nademos –dijo Ayla, y después advirtió que Jondalar parecía incómodo–; pero si no es demasiado profundo, podemos cruzar a caballo. Detesto mojarme la ropa, pero tampoco quiero quitármela para atravesarlo a nado.

Alentaron a los caballos a descender por el borde empinado. Los cascos se deslizaron y resbalaron sobre el suelo de grano fino de la orilla, hasta entrar en el agua con un chapoteo, sumergiéndose en la rápida corriente que los llevó río abajo. Era más profundo de lo que Ayla había pensado. Los caballos experimentaron un momento de pánico antes de acostumbrarse al nuevo elemento, pero después empezaron a nadar contra la corriente, en busca de la pendiente de la orilla opuesta. Cuando comenzaron a remontar la pendiente gradual de la curva interior del recodo, Ayla buscó a Lobo. Se volvió y le vio todavía en la orilla que habían abandonado, gimiendo y aullando, en un ir y venir desesperado.

–Tiene miedo de zambullirse –dijo Jondalar.

–¡Vamos, Lobo! ¡Vamos! –gritó Ayla–. Sabes nadar.

Mas el joven lobo gimió quejumbrosamente y metió la cola entre las patas.

–¿Qué le pasa? Ha cruzado ríos otras veces –dijo Jondalar, irritado ante la nueva demora. Había abrigado la esperanza de recorrer una distancia considerable ese día, pero todo parecía conspirar para que se retrasaran.

Habían partido tarde, viéndose obligados después a retroceder hacia el norte y el oeste, un rumbo que él no tenía previsto, y, ahora, para empeorar las cosas, Lobo no quería atravesar el río. También sabía que debían detenerse y verificar el contenido de los canastos, después del remojón, a pesar de que estaban bien tejidos y eran prácticamente impermeables. Para colmo de males, estaba mojado, y el tiempo transcurrido. Podía sentir el viento frío y sabía que debían cambiarse de ropa y poner a secar la que ahora llevaban. Los días de verano eran bastante cálidos, pero los vientos nocturnos todavía solían traer el gélido soplo del hielo. Los efectos del enorme glaciar que aplastaba las tierras septentrionales bajo capas de hielo altas como montañas podían sentirse en todos los rincones de la Tierra, pero sobre todo en las estepas frías, cerca de los bordes.

Si hubiera sido más temprano, habrían podido viajar con la ropa mojada, ya que el viento y el sol la habrían secado mientras avanzaban. Jondalar se sintió tentado de continuar de todos modos hacia el sur, sólo para salvar cierta distancia... si es que en realidad podían continuar viaje.

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