Las mujeres casadas no hablan de amor (2 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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Me pongo a buscar el bolso por toda la cocina.

—Pásalo bien, ¡y no veas «Idol» sin mí!

—Ya he googleado los resultados. ¿Quieres que te diga a quién expulsan?

—¡No! —grito, corriendo hacia la puerta.

—¡Alice Buckle! ¡Demasiado tiempo sin verte! ¡Eres un soplo de aire fresco! ¿Por qué no te obliga William a venir a estas reuniones más a menudo? Supongo que prefieres no hacerlo, ¿no? Una noche más, otra reunión con los del vodka… Aburrido, ¿verdad?

Frank Potter, jefe de creativos de KKM Publicidad, lanza una discreta mirada por encima de mi cabeza.

—Estás preciosa —añade, sin dejar de mirar a un lado y a otro. De pronto, saluda a alguien al fondo de la sala—. Bonito traje.

Bebo un buen sorbo de vino.

—Gracias.

Cuando recorro la sala con la mirada y veo las blusas translúcidas, las sandalias de tiras y los vaqueros ceñidos que llevan las otras mujeres, me doy cuenta de que «vestimenta elegante de negocios» significa «vestimenta sexy de negocios» en realidad, al menos para esta gente. Todas están fabulosas. ¡Tan actuales! Cruzo un brazo por delante de la cintura y sostengo la copa de vino delante del mentón, en un patético intento de camuflar mi chaqueta.

—Gracias, Frank —digo, mientras una gota de sudor me baja por la nuca.

Sudar es mi reacción habitual cuando me siento fuera de lugar. Mi otra reacción habitual es repetirme.

—Gracias —digo una vez más.

«¡Por Dios, Alice! ¿Vas a agradecer por triplicado?»

Me da una palmadita en el brazo.

—¿Cómo va todo en casa? Cuéntame. ¿Todo bien? ¿Los niños?

—Todos muy bien.

—¿Lo dices en serio? —pregunta, con expresión de intenso interés.

—Pues sí, todos estamos muy bien.

—Fantástico —dice—. Me alegro. ¿Y a qué te dedicas? ¿Sigues de profesora? ¿Qué era lo que enseñabas?

—Teatro.

—Teatro, eso es. Debe de ser tan… gratificante. Pero imagino el estrés que debes de sufrir… —Baja la voz—. Eres una santa, Alice Buckle. Yo no tendría paciencia.

—La tendrías si vieras de lo que son capaces esos chicos, te lo aseguro. ¡Tienen tantas ganas! El otro día, uno de mis alumnos…

Frank Potter vuelve a mirar por encima de mi cabeza, arquea las cejas y hace un gesto afirmativo.

—Vas a tener que perdonarme, Alice, porque me llaman.

—Sí, claro, desde luego. Lo siento. No pretendía acapararte. Estoy segura de que tendrás otras…

Hace un movimiento hacia mí y yo adelanto la cara, segura de que va a darme un beso en la mejilla; pero él retrocede, me coge una mano y me la estrecha enérgicamente.

—Adiós, Alice.

Contemplo la sala, donde todos beben despreocupadamente sus vodkatinis con zumo de lichi. Me río por lo bajo, como si estuviera pensando en algo gracioso, para tratar de parecer despreocupada yo también. Pero ¿dónde está mi marido?

—Frank Potter es un imbécil —me susurra una voz al oído.

Una cara amiga, por suerte. Es Kelly Cho, que pertenece al equipo creativo de William desde hace muchísimo tiempo, si es que puede hablarse de muchísimo tiempo en publicidad, donde las caras cambian con increíble rapidez. Su traje de chaqueta no es tan diferente del mío (mejores solapas), pero a ella le queda fenomenal. Lo ha combinado con botas por encima de la rodilla.

—¡Kelly, estás fabulosa! —digo.

Kelly hace un gesto de modestia.

—¿Cómo es que no te vemos más a menudo?

—Bueno, ya sabes. Cruzar el puente es un engorro. Demasiado tráfico. Además, todavía no me gusta dejar a los niños solos en casa por la noche. Peter tiene doce años y Zoé es la típica adolescente distraída.

—¿Cómo va el trabajo?

—Fantástico, sólo que a veces me desbordan los detalles: los trajes, los padres quisquillosos, las arañas amables y los cerditos que todavía no se han aprendido el papel… Este año, los niños de tercero representarán
La telaraña de Carlota
.

Kelly sonríe.

—¡Me encanta ese libro! Tu trabajo me parece idílico.

—¿De verdad?

—¡Claro! No sabes cuánto me gustaría bajarme de esta noria. Todas las noches hay algo. Ya sé que parece glamuroso: cenas con los clientes, localidades de palco para ver a los Giants, entradas para conciertos… pero, al cabo de un tiempo, agota. Bueno, tú ya sabes cómo es. Hace mucho que eres una viuda de la publicidad.

«¿Una viuda de la publicidad?» Ni siquiera sabía que esto tuviera nombre, que yo tuviera nombre. Pero Kelly tiene razón. Entre los viajes de William y sus salidas con los clientes puede decirse que estoy sola con mis hijos. Tenemos suerte si conseguimos cenar en familia un par de veces a la semana.

Recorro la sala con la vista y capto la mirada de William. Viene hacia nosotras. Es alto y fornido, y empieza a tener canas en las sienes, de esa manera desafiante en la que algunos hombres encanecen, como diciendo: «Sí, tengo cuarenta y siete años, ¿y qué? Sigo siendo guapo, y el pelo gris me hace todavía más sexy.» Siento una oleada de orgullo, mientras atraviesa la sala con su traje gris marengo y su camisa de cuadros.

—¿Dónde compraste las botas? —le pregunto a Kelly.

William se reúne con nosotras.

—En Bloomingdale's. William, ¿sabes que tu mujer no conocía la expresión «viuda de la publicidad»? ¿Cómo es posible, cuando ella misma lo es, por tu culpa? —le pregunta Kelly, mientras me hace un guiño.

William frunce el ceño.

—Te he estado buscando por todas partes, Alice. ¿Dónde estabas?

—La pobre estaba aquí mismo, soportando a Frank Potter —responde Kelly.

—¿Has hablado con Frank Potter? —pregunta William, alarmado—. ¿Se te ha acercado él o te has acercado tú?

—Se me ha acercado él —respondo.

—¿Te ha dicho algo de mí? ¿De la campaña?

—No, no hemos hablado de ti —le digo—. De hecho, hemos hablado muy poco.

Noto que William aprieta la mandíbula. ¿Por qué está tan nervioso? Los clientes sonríen y están borrachos. Han venido muchos periodistas. La recepción es un éxito, por lo que puedo ver.

—¿Nos vamos, Alice? —pregunta William.

—¿Ahora? ¡Pero si ni siquiera ha empezado la actuación! Tengo muchas ganas de oír música en directo.

—Alice, estoy cansado. Por favor, vámonos.

—¡William!

Un trío de atractivos hombres jóvenes nos rodea. También son miembros del equipo de William.

William me presenta a Joaquín, a Harry y a Urminder, y en seguida Urminder dice:

—Hoy me he estado autogoogleando.

—Y ayer también —dice Joaquín.

—Y anteayer —dice Kelly.

—¿Me dejáis terminar? —se queja Urminder.

—A ver si lo adivino —dice Harry—: 1.234.589 resultados.

—Imbécil —dice Urminder.

—¡Buena manera de fastidiarle el anuncio, Harry! —interviene Kelly.

—Ahora 5.881 os parecerá patético —dice Urminder con expresión compungida.

—En cambio, 10.263 parece cualquier cosa menos patético —prosigue Harry.

—Tampoco os parecerá mal 20.534 —dice Kelly.

—Los dos estáis mintiendo —comenta Joaquín.

—No seas envidioso, señor 1.031 —replica Kelly—. No te sienta bien.

—50.287 —dijo William, haciendo callar a todos.

—¡Vaya tío! —dice Urminder.

—Es por el premio Clio que ganaste aquella vez —interviene Harry—. ¿Cuándo fue, jefe? En mil novecientos ochenta y…

—Sigue así, Harry, y te retiraré de los semiconductores para ponerte en higiene íntima femenina —responde William.

Me cuesta disimular el asombro. ¡Están compitiendo por el número de resultados que aparecen cuando buscan sus nombres en Google! ¿Y será cierto que siempre salen miles de resultados?

—Mirad lo que habéis conseguido. Alice está horrorizada —dice Kelly—. Y no me extraña. Somos una pandilla de narcisistas mezquinos.

—No, no, nada de eso. No pretendo juzgaros. Me parece divertido. Eso de autogooglearse, quiero decir. Todo el mundo lo hace, ¿no? Sólo que muchos no tienen la valentía de admitirlo.

—¿Y tú, Alice? ¿Te has googleado últimamente? —pregunta Urminder.

William niega con la cabeza.

—Alice no necesita googlearse. No tiene vida pública.

—¿Ah, no? ¿Y qué clase de vida tengo? —pregunto.

—Una buena vida. Una vida llena de sentido, sólo que un poco más pequeña. —William se pellizca el ceño—. Lo siento, chicos. Lo estamos pasando muy bien, pero tenemos que irnos. Todavía tenemos que cruzar el puente.

—¿De verdad os vais? —pregunta Kelly—. Casi nunca veo a Alice.

—Sí, William tiene razón —intervengo—. Les prometí a los niños que estaríamos en casa sobre las diez. Mañana tienen que ir al cole.

Kelly y los tres jóvenes ponen rumbo al bar.

—¿Una vida pequeña? —pregunto.

—No he querido decir nada. No seas siempre tan susceptible —dice William, mientras recorre la sala con la mirada—. Además, tengo razón. ¿Cuándo te googleaste por última vez?

—La semana pasada: 128 resultados —miento.

—¿En serio?

—¿Por qué te sorprendes tanto?

—A, por favor, no tengo tiempo para esto. Ayúdame a encontrar a Frank. Tengo que hablar con él.

Suspiro.

—Está ahí, al lado de los ventanales. Vamos.

William me pone una mano sobre el hombro.

—Tú espérame aquí. Ahora vengo.

No hay tráfico en el puente, pero me gustaría que lo hubiera. Por lo general me encanta ir de camino a casa, porque disfruto con la idea de ponerme el pijama y arrellanarme en el sofá con el mando a distancia, mientras los niños duermen en el piso de arriba (o fingen dormir aunque estén mandando mensajitos con el móvil desde la cama); pero esta noche, me gustaría quedarme en el coche y seguir el viaje hacia algún sitio, cualquier sitio. La velada ha sido perturbadora, y no puedo alejar la sensación de que William se avergüenza de mí.

—¿Por qué estás tan callada? ¿Has bebido demasiado? —pregunta.

—Cansada —mascullo.

—Frank Potter es todo un personaje.

—Me gusta.

—¿Te gusta Frank Potter? Es un manipulador.

—Sí, pero al menos es honesto. No trata de disimularlo. Y siempre ha sido amable conmigo.

William marca con los dedos sobre el volante el ritmo de la música que suena por la radio. Cierro los ojos.

—¿Alice?

—¿Sí?

—Estás rara últimamente.

—¿Rara? ¿Cómo?

—No lo sé. ¿Estás pasando por una crisis de la edad o algo?

—No lo sé. ¿Y tú? ¿Estás pasando por una crisis de la edad?

William niega con la cabeza y sube el volumen de la música. Me apoyo en la ventana y miro los millones de lucecitas que parpadean en las colinas del este de la bahía. Oakland parece festivo, casi navideño. Me hace pensar en mi madre.

Mi madre murió dos días antes de Navidad, cuando yo tenía quince años. Había salido a comprar unos litros de ponche de huevo y chocó con un coche que se había saltado un semáforo en rojo. Prefiero pensar que no se dio cuenta de nada. Hubo el estruendo de la colisión, metal contra metal; después, un murmullo suave, como el sonido de un río, y finalmente, una luz anaranjada que inundó el vehículo. Es el fin que he imaginado para ella.

He recitado tantas veces la historia de su muerte que los detalles han perdido todo significado. A veces, cuando la gente me pregunta por mi madre, me invade una nostalgia extraña y no del todo desagradable. Soy capaz de visualizar vívidamente las calles de Brockton, el pueblo de Massachusetts que aquel día de diciembre debía de estar engalanado con lucecitas y espumillón. Seguramente habría cola en la tienda de licores, los carritos estarían llenos de cajas de cerveza y garrafas de vino, y el aire olería a agujas de pino del mercado de arbolitos de Navidad. Pero la nostalgia por lo sucedido inmediatamente antes cae vencida en seguida por la oscuridad de lo que vino después. Entonces se me llena la cabeza con la música barata de la serie «Magnum», que era lo que estaba viendo mi padre cuando sonó el teléfono y una mujer al otro lado de la línea nos informó con suavidad de que había ocurrido un accidente.

¿Por qué estoy pensando en eso esta noche? ¿Será, como dice William, la crisis de la edad? El tiempo pasa, de eso no hay duda. En septiembre, cuando cumpla cuarenta y cinco, tendré exactamente la edad de mi madre cuando murió. Este año es mi punto crítico.

Hasta ahora podía consolarme pensando que aunque mi madre estuviera muerta seguía llevándome la delantera. Aún me quedaban por cruzar algunos de los umbrales que ella había atravesado y eso hacía que en cierto modo la sintiera viva. Pero ¿qué sucederá cuando la deje atrás, cuando ya no me quede ninguno de sus umbrales por cruzar?

Miro a William. ¿Lo aprobaría mi madre? ¿Le parecerían bien mis hijos, mi carrera profesional, mi matrimonio…?

—¿Quieres que paremos en un Seven Eleven? —pregunta William.

Parar en un Seven Eleven para comprar un Kit Kat después de una noche en la ciudad es una tradición entre nosotros.

—No, no tengo hambre.

—Gracias por venir a la recepción.

¿Será una manera de disculparse por la actitud displicente de esta noche?

—Mmm, sí.

—¿Te has divertido?

—Claro.

William hace una pausa.

—Mientes muy mal, Alice Buckle.

3

30 de abril

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